terremoto y tsunami 1960 en Corral (Valdivia)
TERREMOTO
- MAREMOTO 1960
C
incuenta
años son mucho tiempo para recordar sucesos con exactitud.
El terremoto que
viví en Corral en mayo de 1960,seis meses después de mi llagada a
Chile y al puerto de Corral, creo que dejó en mi tan fuertes
emociones que pienso no haberlo mitificado o muy poco.
Además se mitifica
cuando trata uno de poner relieve a su propia actuación e
impresiones, pero mi papel fue el de un simple espectador.
Lo que sí es muy
probable que haya olvidado un gran número de sucesos de lo que viví
y pude observar.
CORRAL
Dista de Valdivia
unos 20 kilómetros algo más siguiendo los meandros del rio, en
aquel tiempo, único medio de comunicación con la ciudad de
Valdivia.
E
n
1959 cuando llegue los barcos regulares eran dos viejos naves de
madera con propulsión a vapor y caldera alimentada por leña.
Tenían dos clases. La primera, era arriba en el puente, tenía
asientos y mesas. La segunda estaba bajo cubierta o en la bodega
cerca de la caldera.
El viaje era lento,
si la marea bajaba ayudaba al barco. En caso contrario el viaje era
mucho más largo y podía durar más de tres horas. Los viajeros de
primera jugaban a las cartas y los pobres, sobre todo en invierno
tomaban mate con carne que asaban pegándola a la pared de la
caldera.
El barco se detenía
en tres puertos antes de llegar a Corral: Carboneros en la Isla del
Rey, Niebla, Mancera en la isla de ese nombre y Corral. En ocasiones
se detenía al encuentro de botes en los que desembarcaba personas y
mercadería. Era un viaje lento y pintoresco, las primeras veces,
luego aburrido por la monotonía y lentitud.
L
a fotografía que se adjunta es la de Corral devastado. Se pueden ver los restos del antiguo muelle de antes del maremoto.
a fotografía que se adjunta es la de Corral devastado. Se pueden ver los restos del antiguo muelle de antes del maremoto.
En la fotografía
adjunta se ve solamente la Plaza, los restos del muelle y lo que se
denominaba Corral Alto. A la derecha de la fotografía, terminando
esta, se ve un espolón en ángulo, la Puntilla, que era el camino
que conducía de Corral Alto a Corral Bajo Este se extendía en una
entrada baja en forma de U rodeada por los cerros. La anchura debía
ser de cinco cuadras por diez o más de profundidad. Es evidente que
esta planicie fue, no muy antiguamente, ocupada por el mar.
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LOS ALREDEDORES
Corral se encuentra
frente a la desembocadura del rio Calle-Calle. Este rio formaba en
medio de la bahía un banco que se llamaba de las Tres Marías
Siguiendo la costa
hacía el suroeste había un camino estrecho que conducía a la playa
y la caleta pesquera de Amargos. Luego ese camino subía y allí se
encontraba el cementerio de
Corral . La
siguiente playa se llamaba San Carlos. La costa continuaba más
abrupta hasta el morro Gonzalo y después se inclinaba directamente
hacía el sur. En esa costa existían dos pequeñas aldeas o caseríos
de pescadores-agricultores: el Huape y Chaihuin a orillas del rio del
mismo nombre que distaba unos 14 kilómetros de Corral.
Hacía el Este,
bajando de Corral Alto por una larga escalera, se encontraba el
muelle Francés donde se cargaba antiguamente la producción de los
Altos Hornos ( La Usina) y orillando la costa comenzaba el camino que
conducía a la usina, a la población de la Aguada y luego subía
hasta Quitalutos donde había otra población para los trabajadores
que hacían el carbón en cuatro grandes hornos de cemento. Pasada la
usina estaba la subestación eléctrica con grandes transformadores y
comenzaba el camino que conducía al caserío de San Juan continuando
hasta llegar al fondo de la bahía que se denominaba Ensenada con
otro caserío pequeño.
La isla de Mancera
es una pequeña isla triangular que se encuentra bajo la isla del Rey
frente a la entrada que hace la bahía hacía Ensenada. En ella
existen los restos de un fuerte español que tenía la especial
finalidad de cerrar son sus baterías la desembocadura del rio.
La isla del Rey no
es verdaderamente una isla, aunque está parcialmente rodeada por el
Calle-Calle y el rio Tornagaleones. Se extiende por la orilla
izquierda del Calle-Calle desde cerca de Valdivia separada por el
estero Angachilla.
A la derecha de la
desembocadura del rio está el poblado de Niebla
LOS FUERTES
ESPAÑOLES
Los españoles se
esmeraron en defender de los piratas y corsarios el acceso a
Valdivia. .
Blindaron la bahía
construyendo una serie de fuertes en piedra o excavados en los
riscos. Precisamente estos fuertes dieron origen a los poblados de la
bahía. El fuerte más amplio era el de Corral. Además, casi en
círculo, defendían la bahía los fuertes de Niebla, Mancera y
pequeñas baterías en los cerros circundantes. Podían organizar un
fuego cruzado bastante eficaz.
Posiblemente la
defensa constaba de unos cincuenta o más cañones.
LOS ALTOS HORNOS.
Cuando llegué en
1959 los Altos Hornos de Corral estaban cerrados definitivamente. Fue
una empresa francesa quien los edificó y tenían una extensión
considerable. No sé exactamente cuantos años funcionaron. El acero
que fabricaban era de excelente calidad ya que la fundición se hacía
a base de carbón vegetal.
Probablemente cuando
los bosques autóctonos, existentes antes en una gran extensión, se
agotaron la empresa resultó antieconómica se cerró debido a que se
tenía que importar el carbón y el mineral. Corral que había
llegado a tener unos ocho mil habitantes en 1959 apenas tendría
dos mil, que vivían de la pesca y el cabotaje que recibía el
puerto.
LA PLAZA
La plaza de Corral
era muy particular. No estaba emplazada, como sucede generalmente,
frente a la iglesia y la municipalidad, sino abajo en el puerto. Era
bastante pequeña. Allí se encontraba en un costado la
Municipalidad, frente al mar, una compañía de Bomberos, (de las
tres que existían en el pueblo), la Capitanía del puerto, la
vivienda del capitán y las oficinas de las compañías navieras.
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¿
Por
qué estaba yo en Corral?
Tenía a mi llegada
33años. Llegué a Chile con el deseo de participar en algún
Proyecto de Desarrollo Social.
Entré en Chile por
el ferrocarril Transandino el 13 de noviembre de 1959.
Dos semanas después
integré un equipo de belgas que se proponían crear una cooperativa
pesquera y otros vagos proyectos de Desarrollo. Me integraron a este
equipo porque yo hablaba francés.
No conservo recuero
alguno del 20 de mayo día en que se dio el terremoto en Lota y
Coronel. Pienso que yo aun me encontraba tan lejano a la concepción
de lo que era un terremoto que no me impresionó o bien las primeras
noticias que llegaban por las radios no captaban la gravedaa e lo
sucedido. Quizá no hubo comunicaciones rádiales ese día. El caso
es que no me acuerdo de nada.
Mis recuerdos
comienzan el día 21 de mayo. Día claro y de temperatura suave. Creo
que me despertaron los scouts marinos que recorrían las calles
tocando sus pitos propios de la marina. Era feriado y me levanté
tarde.
Lo que hice esa
mañana fue irrelevante. Almorcé con mis compañeros y poco después
llegó un grupo de jóvenes corraleños con los que comenzaba a
relacionarme y me invitaron para ir a ver un partido de baloncesto en
la cancha de las nuevas escuelas que se encontraban bordeando la
playa de Corral Bajo.
En el camino percibí
el enervante hablar de los locutores de radio que salía de las casas
y que me recordaban los post bombardeos de Europa en que se
enumeraban interminablemente los nombres de heridos, desaparecidos y
muertos. Creo que eso me empezó a colocar en la realidad trágica,
pero que siempre me era distante por darse en lugares desconocidos
para mí.
Me sentía aburrido
y me lamentaba para mi mismo haberme dejado convencer de venir a ver
el partido de basquetbol. Los jugadores corrían con desgana. Sobre
nosotros un cielo azul sin nubes y un sol, que para la época,
calentaba bastante. El juego que había comenzado perezosamente hacía
que el balón no llegase casi nunca a la red. Los espectadores éramos
escasos, todos sentados de espalda al mar en el bajo parapeto de
piedras sobrepuestas que delimitaba la cancha con la playa. Unos
metros de arena sucia y un mar calmo azul-verdoso.
En la bahía
amarrados a las boyas lejos de la costa dos barcos en limpieza de
calderas, el Carlos y el Canelo, ambos de la compañía naviera
valdiviana Haverweck. Sabía que en el muelle de la usina, el muelle
francés como se le llamaba, estaba otro barco más moderno, el
Santiago cargando ferraya, pero no se veía de donde estábamos.
Poco rato antes yo
había dicho a mis amigos irónicamente cuando nos sentamos en el
parapeto:
-
¡Cabros tengan cuidado, puede venir un remezón fuerte y hacernos caer a todos patas para arriba!
Efectivamente desde
el día anterior los temblores se sucedían cada cierto tiempo. En
la noche algunos fueron fuertes y precedidos de ruidos lejanos. Mis
amigos por darme gusto, rieron con mis palabras. Luego quedaron en un
silencio supersticioso que no querían confesar. Miraban aun con más
desgana el partido.
De repente, sin
ningún aviso previo, la tierra comenzó a moverse violentamente
semejante a cuando se sacude una manta para hacer caer un insecto.
Todos como movidos
por un resorte saltamos de nuestro precario asiento, yo tan asustado
como el resto de mis compañeros. Al hacerlo levanté la vista
instintivamente hacía el cerro de la Marina que tenía enfrente y
con horror vi como las casa instaladas en repechos de su ladera, se
bamboleaban agitadamente. Igual cosa, más abajo ocurria con los
inseguros palafitos que bordeaban el camino a Amargos. Eran viviendas
que apoyaban solamente la parte delantera en tierra y el resto se
sustentaban en troncos que se sumergían en el agua. Aquellas
frágiles casas del cerro caerían de un momento al otro y los
troncos de los palafitos se derrumbarían.
Gregorio, uno de mis
acompañantes, que vivía precisamente en el cerro me tomó
nerviosamente un brazo y señaló descompuesto los movimientos de su
propia casa allá arriba. Luego, soltándome emprendió una rápida
carrera a pesar de mis advertencias que podría alcanzarle uno de los
rodados que se deslizaban del cerro.
-
¡Miren el fuerte de Niebla! –gritó alguien.
Me volví hacía la
bahía. La atmósfera seguía clara, pero enfrente en la lejanía,
los contornos aparecían como cuando se mira una fotografía movida,
el fuerte, los cerros, las casas…Aun a la distancia se veían caer
rocas y desportillarse algunas almenas del fuerte. Más tarde
pensaría que no debió ser diferente cuando el fuerte español era
bombardeado por alguna flota.
Cuando empecé a
recordar estos sucesos no alcanzaba a comprender como pude captar
tantas y diversas imágenes mientras atemorizado, con las piernas
abiertas trataba de mantenerme en equilibrio igual que hacía escasos
meses me sucedía en la cubierta del barco en los momentos de mar
gruesa. Mi mente observaba, a pesar del miedo, todo con claridad y
calma.
Estaba consciente
del peligro allí mismo donde me encontrabas viendo oscilar una gran
chimenea perteneciente a las escuelas. Calculé si siendo tan alta
alcanzaría o no el centro de la cancha donde me encontraba.
Los remezones de la
tierra se calmaban por momentos para recomenzar enseguida con mayor
violencia. Casi todos los que estaban en la cancha habían corrido
hacía sus hogares cercanos o lejanos. Solo quedaban junto a mi unos
jugadores y el viejo árbitro.
Aquello era una
interminable pesadilla. No sé, si entonces o más tarde, me imaginé
estar en el dorso de un gigantesco cetáceo que intentase librarse de
los parásitos al despertar de algún milenario sueño.
¿Qué había
ocurrido en las calles que estaban más allá de la escuela? Miré.
En la calle que tenía enfrente de mí, que se extendía hasta el pie
de los cerros del fondo, pude ver unas cuantas casa que se habían
deslizado de sus basas hacía el centro de la calle. Estaban corridas
pero intactas. Entre ellas dos derrumbes de astillas. Yo sabía muy
bien que pertenecían a casas abandonadas y verdaderamente de maderas
podridas. Lo curioso es que eran pequeñas astillas.
Durante una de las
pausas empecé a caminar por una de aquellas calles, pero al
renovarse las sacudidas temí ser aplastado por alguna de las casas
que se pudieran derrumbar y volví a la despejada cancha.
Esperé un nuevo
momento de cierta tranquilidad y decidí dirigirme a la Puntilla,
llegar a la Plaza y saber que era lo que había sucedido con la casa
en la que vivíamos. El camino estaba sembrado de postes caídos y
cables. Temí que la electricidad no hubiese sido cortada y el
peligro que eso significaba. Apenas alcancé la Plaza cerca del
muelle y los temblores recomenzaron. Todo estaba sembrado de vidrios
de las casas y de la capitanía del puerto que se encontraba al
comienzo del muelle.
En la Plaza se
encontraban muy pocas personas. Pregunté a una señora. si acaso
aquella plaza era un relleno ganado al mar. Yo temía mucho las
grandes grietas que había leído en narraciones se abrían tragando
personas y vehículos. Ella opinaba que si era un relleno. Decidí
volver a la cancha de la escuela lugar que parecía más seguro.
Retrocedí.
Tengo que explicar
que bajando de la Puntilla hacía Corral Bajo había un esterito
sobre el habían construido un pequeño puente de madera en arco
semejante a los puentes japoneses. Al otro lado del puente comenzaba
la Feria o mercado. Era muy curiosa porque sobre cada puesto habían
edificado algunas piezas donde vivían los feriantes dueños del
puesto.
Al enfrentarme con
el puente un grupo d despavorido de personas y perros corrían hacía
mí gritando:
-
¡Salida de mar!
Yo no entendía
nada, pero bajé casualmente la vista hacía el estero y vi que el
agua en vez de correr hacia abajo, corría hacia arriba y sentí que
algo muy malo estaba sucediendo.
De nuevo desanduve
el camino y volví a la Plaza. Llegando escuché gritos que venían
del
extremo del muelle
en el que un marino gritaba hacía la motonave de madera Prats
haciendo señales para que no se acercase al embarcadero.
Probablemente esas eran sus
ordenes pues el
capitán del puerto juzgaría que el mar era más seguro en aquellos
momentos que la tierra firme. Yo casi pensaba lo mismo.
En la lancha Prats
se veía a los pasajeros arremolinados junto a la timonera
probablemente discutiendo con el capitán .Se escuchaban las voces y
entre ellas la más fuerte del cura de Corral que también venía en
ella. Al final, la lancha atracó al muelle y los pasajeros
precipitadamente subieron por las escaleras, los últimos de ellos
chapoteando en el agua que empezaba a cubrir el muelle. Todos
corrieron hacía Corral Alto y yo les seguí hasta el gran balcón
natural al pie del cerro Milagro. Desde allí se veía casi toda la
bahía.
Habían llegado allí
bastantes personas que miraban aterrorizadas lo que estaba
sucediendo. Pronto me día cuenta que en la aparente calma del mar se
notaban fuertes corrientes. Ya que algunas casas habían flotado y se
movían con rapidez. Lo más impresionante era la Compañía de
Bomberos la que estaba frente a la Plaza, que flotaba y alguien
(luego supe que el cuartelero) sobre ella tocaba desesperadamente a
rebato la campana.
La riada de gente
procedente de Corral Bajo empezó a engrosarse subiendo por la
empinada calle que corría al lado de la Iglesia. Ancianos apoyándose
en otras personas, madres rodeadas de racimos de niños tomados de
las manos o agarrados a sus polleras. Seguía temblando bastante
seguido.
Pensé por un
momento que en el voladizo en que estábamos se encontraba sobre una
gran caverna debajo de nosotros y que a pesar de ser de sólida roca
en uno de aquellos temblores podía derrumbarse y todos nosotros con
ella. Así que traté de convencer a las gentes que subiesen hacía
el cerro tomando el callejón abrupto del cerro Milagro:
-
¡Adelante! ¡suban al cerro! ¡este lugar puede ser peligroso!
Algunos obedecían,
en otros la curiosidad superaba al miedo.
Cuando me puede
concentrar de nuevo en lo que pasaba en el mar, vi como este se
retiraba rápidamente, arrastrando con él cuanta embarcación había
en la bahía y las casas que estaban flotando. Los dos grandes barcos
eran tironeados de sus amarras en las boyas.
Entonces alguien
empezó a señalar hacía el centro de la bahía. Miré y vi como una
muralla de agua coronada de espuma que cerraba el horizonte de lado
a lado de la bahía avanzaba desde el mar abierto. Me pareció muy
alta y temí que nos alcanzase aunque estábamos aproximadamente a
unos veinte metros o más sobre el nivel del mar. Me volví y corrí
hacia el callejón que subía al cerro. Miraba con susto las altas
paredes de tierra a cada lado sabiendo que en un momento uno podía
verme sepultado por rocas, tierra y parte de las mismas casa que a
cierta altura estaban como colgadas del callejón.
Llegado bastante
arriba a una parte más despejada, la bahía se podía ver de nuevo.
La ola había avanzado mucho. Una sacudida brutal hizo gritar a las
gentes que me rodeaban y que rompían en oraciones, llantos y gritos.
Hubo un instante que todos se callaron y vi como la gran ola embestía
las casas de Corral Bajo, empezando por las escuelas donde hacía
poco yo había estado. Todo fue empujado por la inmensa masa de agua
hasta estrellar en confuso revoltijo ocho o diez cuadras de casas y
pulverizarlos contra los cerros del fondo. Aquello parecía una
caldera hirviente de de agua gris y enormes restos.
Las amarras de los
barcos habían reventado y estos, como cajas de fósforos, eran
arrastrados vertiginosamente de un lado a otro de la bahía con
ruidos sordos en sus choques con las rocas.
Paralogizado por la
catástrofe no sé como volví a la realidad, quizá fueron los
gritos y gemidos de las gentes que me rodeaban. Mujeres que se
tiraban del pelo llorando histéricamente, hombres que parecían
estatuas de piedra en un rictus de angustia desesperada.
Todo había sido
demolido en instantes como aparecían esos sucesos en las películas
de la época. Ahora un agua sin espuma se volvía a retirar a gran
velocidad en un extraño silencio. En esa agua flotaba una espesa
capa de maderas y desechos. Algunas casa mutiladas que boyaban en
aquella espesa sopa de aquelarre como grotescas embarcaciones que el
mar en su gigantesca resaca chupaba hacía las profundidades. Lo que
era peor es que en el techo o ventanas de aquellas viviendas
aparecían, a veces, lejanas figuras gesticulantes que unos y otros,
arriba mi lado, iban ubicando con grandes gritos de asombro y
desesperación.
Desesperación e
impotencia por no poderles auxiliar, cosa imposible aunque no
hubiéramos estado tan alejados.
Entre el grupo que
me rodeaba iba aumentando la confusión. Aquellos que lloraban
confesaban a gritos sus pecados y se golpeaban el pecho, asegurando
que sus pecados eran la causa de todo aquel espantoso castigo y que
eran sin duda los momentos próximos del fin del mundo. Un hombre
joven señalaba su casa que estaba siendo arrastrada y mostraba las
llaves de ella en su mano. No me acuerdo que es lo que dijo
Yo poco creyente, a
pesar de estar también anodado, en forma alguna relacionaba aquella
catástrofe con Dios ni con los pecados. Mi mente se decía un poco
brutalmente que bien pronto la mayoría olvidaria su arrepentimiento
tan pronto como se sintieran a salvo y solamente en aquel momento
deseaban hacer un buen negocio con Dios.
De nuevo los
potentes ruidos huecos que procedía de la lejana bahía me hicieron
tratar de explorar el mar. Los barcos. Las lanchas grandes vacías o
cargadas, rotas todas las amarras llevadas por las corrientes, se
movían en una alucinante danza. Primeramente el Carlos fue lanzado
contra la “puntilla” del camino a Amargos, chocando contra el
cerro. El Canelo era arrastrado hacía la Usina y los altos Hornos de
la Aguada. Creo que todos quedamos crispados a la vista de aquellos
grandes barcos zarandeados como barquitos de papel. Esperábamos que
en cualquier momento se volcasen o, despanzurrados por una roca, se
hundirían a nuestra vista. Todos sabíamos que sus tripulaciones
estaban, casi completas a bordo aparte de algunos estibadores y las
gentes que traficaban en forma diversa con los tripulantes. Era la
más desesperada tempestad sin viento, lluvia y con el cielo azul de
un día de invierno. Creo que los barcos querían enderezar un poco
su rumbo, quizá para hacer frente a las corrientes, pero era inútil,
porque ambos estaban reparando las calderas y solamente podían
tratar de ayudarse inútilmente con el timón.
El barco que parecía
tener cierto éxito era el Santiago. Había sido arrancado del muelle
Francés donde estaba amarrado cuando la ola lo hundió totalmente.
El barco estaba ya listo para zarpar, solamente esperaba a su capitán
y oficiales que almorzaban con el capitán del puerto...
No era un barco a
vapor como los otros. Sus máquinas funcionaban bien y podía poner
proa a las olas. Finalmente consiguió salir de la bahía y alcanzar
la alta mar
Las otras
embarcaciones fueron desapareciendo de nuestra vista sin que
supiésemos si se habían hundido, el mar las había arrojado hacía
la Ensenada o bien se habían varado en lugares fuera de nuestra
vista.
Solamente días
después supe que estas suposiciones fueron ciertas. Algunos de los
que me rodeaban afirmaban haber visto como ciertas embarcaciones se
hundieron. Era difícil observar muchos detalles de lo que ocurría
allá abajo en la bahía.
Un viejito habló
por primera vez y dijo:
-
Esto no es nada. Vendrá una tercera ola y después otras muchas más, algo menores. Yo he visto estas cosas. Nada va a quedar.
Miramos
incrédulamente al viejito arrugado. Nadie comentaba su afirmación,
pero yo me preguntaba donde podría haber adquirido aquel
conocimiento. En ese momento subían un nuevo grupo de personas
hacía donde estábamos. Entre ellos venía el comandante Bustos
capitán del puerto de Corral. Iba rodeado de los marinos de los
barcos que hacía pocas horas habían estado almorzando en su casa y
cuyos barcos estaban hundidos o, como el Santiago, en alta mar.
Algunos le
preguntaron:
-
¿Capitán, vendrá otra ola?
-
Si, afirmaron varios de los marinos. En los maremotos suelen ser tres grandes olas y otras menores. Muy pronto llegará la tercera ola.
Todos quedamos
asustados. Quizá inseguros de que una tercer ola pudiese llegar
hasta donde estábamos, lo cual era disparatado, pero en esos
momentos uno pasa por momentos de incongruencia. Una ola que llegase
hasta la altura del cerro donde nos encontrábamos si hubiera
significado el famoso fin del mundo o algo semejante.
Pensé
inmediatamente en las condiciones en que habíamos quedado la
multitud de personas que nos habíamos salvado. Estábamos en una
especie de isla. Corral no tenía comunicación con Valdivia la
ciudad más próxima, sino por medio de embarcaciones que bajaban por
el rio Calle.Calle. Era evidente que, aun suponiendo días de calma,
ignorábamos las condiciones de catástrofe de la misma Valdivia Era
probable que no llegase ayuda y víveres en una o dos semanas. Todas
aquellas personas queme rodeaban tenían solo habían quedado con lo
que llevaban puesto en sus cuerpos además necesitarían comer. Era
posible que en los escombros dejados por la ola al retirarse se
pudiesen encontrar víveres utilizables. Por otro lado arriba en el
cerro de Quitalutos se encontraba una población abandonada cuyas
casas se encontraban aun en relativa buena conservación. Esa
población había sido construida por los Altos Hornos para el
servicio de los hornos para la fabricación de carbón vegetal que
era con lo que trabajaba la fundición. La gente, al menos, estaría
bajo techo.
Todo lo anterior se
me vino de golpe al pensamiento, quizá porque en el fondo yo era el
menos traumatizado dado que no había perdido ni familiares, ni
amigos y que aun no tenia, ni mis pertenencias.
Me dirigí a los
hombres y jóvenes que estaban cerca de mí y les dije:
-
Bajemos a Corral antes que llegue la otra ola. Quizá han quedado víveres que se puedan utilizar en las ruinas de los comercios.
En realidad era una
tontería, pero fué lo único que se me ocurrió. Fácilmente
convencí a una docena de personas y nos dirigimos decididamente
cerro abajo en una operación arriesgada y sin destino.
En la bajada vi algo
sobrecogedor. Afuera de una de las viviendas habían colocado una
mujer muy anciana que parecía próxima a expirar de consunción. La
mujer tenía un extraño temblor que agitaba todo su cuerpo
continuamente y trataba de levantar la cabeza patéticamente sin
conseguirlo. Parecía un esqueleto con vida sentado en una silla.
Descender no era
tarea fácil, íbamos contra corriente abriéndonos paso en la espesa
columna de personas que subían un poco tardíamente a refugiarse en
el cerro. Les dije también que podrían refugiarse en las
viviendas de Quitalutos si se apresuraban, pero creo que pocos me
hicieron caso. Al menos, pensaba yo, que tratasen de refugiarse
buscando los pequeños esteros para disponer de un poco de agua para
beber.
Nadie parecía
comprender cosas que eran obvias y de sobrevivencia. El único que
deseaba hacer algo era el viejo y obeso sargento jefe del retén,
abierto a recibir cualquier orden pero sin ninguna iniciativa. Como
vi que todo era inútil corrí detrás de mis compañeros que
descendían hacía Corral.
Cuando llegamos al
balcón natural al pie del cerro echamos un vistazo a la bahía.
Cuando mis compañeros vieron la destrucción y desolación perdieron
todo el empuje y se mostraron irresolutos. En efecto, se veía un
informe amasijo de restos de varios metros de altura. La mayoría se
dispersó. Yo con tres o cuatro bajamos sin mucho entusiasmo por la
calle Condell al costado de la iglesia. Un poco más debajo de la
iglesia comenzaban los escombros de las casas arrasadas, masas de
maderas, latas de techo, árboles destroncados que nos hacían muy
difícil el avance. Había que trepar sobre aquel amasijo de
materiales destrozados cortantes y con fierros de todos tipos
puntiagudos y cortantes. Solamente un joven que me acompañaba con
gruesas botas trepó rápidamente y se alejó. Instantáneamente
calculé lo difícil y arriesgado que sería si nos internábamos
mucho, para poder huir sobre todo aquello. No podríamos cargar
prácticamente con nada en el caso que se encontrase algún alimento
tal como algunos tarros de conservas.
En ese momento
surgieron a mi derecha, escalando las ruinas, tres hombres que
cargaban dificultosamente un somier de cama despanzurrado sobre el
que yacía un bulto informe, amasijo de barro y trapos. De una cara
irreconocible emergía una lengua enorme y tumefacta.
Los hombres me
dijeron que era el viejito que vivía en la esquina sobre la puntilla
y que arrastrado por el agua había sido estrangulado por unos cables
eléctricos caídos. Los hombres continuaron con su ominosa carga no
sé hacía donde.
Trepando por los
restos con dificultad pude llegar al principio de la calle allí
donde comenzaba Corral Bajo Entre algunos como pasajes que había
entre las ruinas se movían algunas personas que no se si buscaban
personas o cosas. Los desechos alcanzaban un mínimo de tres metros
de altura. La gente se gritaba sin verse, ignoro si para tratar de
ubicarse o para no perder el contacto Estaba ya muy próximo a
anochecer, aunque no eran más de las cinco de la tarde.
Indeciso y
desorientado me preguntaba que objeto tenía seguir por allí cuando
se elevó un grito persistente que venía de lo alto:
-
¡La Ola! ¡Viene la olaaaaaaa!.
Me hice eco del
grito, gritándolo a mí vez con todas mis fuerzas hacía las ruinas
encorvadas y lejanas:
-
¡Viene la ola! ¡Corran!
Se lo grité con
angustia a un niño cercano que bebía ansioso una botella de cerveza
escarbada entre las ruinas de un expendio que estaba a mi izquierda.
Lo volví a gritar a las figuras lejanas que torpemente trataban de
huir entre las ruinas.
Entonces yo mismo
huí. No era muy difícil porque apenas me había internado en el
laberinto. Nos reunimos varias personas que nos dirigimos hacía la
plaza de la iglesia. Nos detuvimos brevemente en el balcón al pie
del cerro, pero la bahía estaba ya muy sombría y no se distinguía
gran cosa. No quise esperar más, porque podía ser peligroso, aunque
comprobé que la segunda ola solamente había salpicado la calle de
espuma.
Apenas había salido
del cajón en pendiente que conducía al cerro cuando escuché el
estampido de la embestida de la tercera ola. Me paré y tuve la
tentación de desandar el camino. Metros más abajo me encontré con
un grupo de gente que subía:
-
Ya no queda nada, me dijeron. La ola se ha llevado todo lo que quedaba. Barrió hasta los escombros.
Ya arriba, al borde
del camino estaban muchas personas sentadas o en pie. Los hombres
silenciosos, las mujeres llorando quedamente o murmurando
incoherencias. Sin duda eran de los que habían perdido todo. Me
encontraba de repente con un pequeño grupo cansino que subía creo
que sin rumbo. Finalmente indeciso me senté como los otros al borde
del camino sin saber, yo mismo qué hacer. Estaba ya casi oscuro. Me
encontraba muy cansado y conversé con los más cercanos. Ellos me
contaron que el vapor Canelo había sido arrastrado rio arriba y que
algunos decían haberlo visto fuertemente escorado y atravesado en
medio del rio. El Carlos, finalmente, se había hundido en medio de
la bahía y solamente emergía el puente y los palos. Creían que
estaba sobre el banco de arena de las Tres Marías. El Santiago en un
momento quedó sentado sobre la subestación eléctrica que estaba
frente a los Altos Hornos, la Usina, pero consiguió hacer frente a
las corrientes y se perdió de vista hacía alta mar.
Todos opinaban que
la ola tuvo que entrar en las quebradas del fondo de Corral Bajo y en
la del Boldo. Posiblemente con menos fuerza, pero sería indudable
que las casas que bordeaban los pequeños cañones debían haber sido
igualmente destruidas.
Había caído
completamente la noche. Aun subían y bajaban algunas personas. Pocas
con linternas eléctricas. Se decía que en Corral Alto y los cerros,
como en el que estábamos, los daños habían sido escasos
Las casas bien
construidas resistieron, únicamente algunas muy viejas o con
problemas estructurales se derrumbaron. Con la tranquilidad los
frecuentes temblores parecían más violentos. Algunos llegaban
precedidos o seguidos de roncos ruidos subterráneos. Yo, como la
mayoría, aun a sabiendas que nuestras casas estuvieran en pie, no
deseábamos acercarnos al mar temiendo una nueva embestida en
cualquier momento y en la más completa oscuridad. Pensé que tenía
que buscar en el cerro un lugar un poco más abrigado. Cuando
amaneciera bajaría y trataría de calibrar la situación. Me
incorporé y empecé a descender. No bajé mucho.
Un grupo de sombras
estaban cerca encendiendo una hoguera con tablas arrancadas a un
cerco. Les ayudé a juntar combustible. Friolentos nos apretujamos
alrededor del fuego. Yo tenía un jersey, una casaca y sandalias,
pero el frio no era intenso. Dos mujeres estaban juntas enrolladas en
una frazada. Reconocí algunas personas que conocía solamente de
vista. Estaba allí una profesora de la escuela parroquial con su
padre y hermana. Hablábamos, pero no recuerdo de qué sería el
tema. Callábamos tensos con los ruidos subterráneos y los
temblores. Probablemente la mayoría temíamos que se abriese en la
tierra una de las fatídicas grietas nos tragase. En los cerros y
cañadones vecinos se escuchaban temerosos y continuos aullidos de
perros, gritos de personas que se llamaban a la distancia o gritos
que terminaban en una especie de sollozo que sonaba desgarrador.
Más allá del
pequeño círculo que iluminaban las movedizas llamas de nuestra
hoguera la oscuridad era absoluta. Noche sin estrella alguna. En la
lejanía las lucecitas de otras pequeñas hogueras. Cada temblor
hacía prorrumpir a las mujeres que estaban con nosotros en
exclamaciones o plegarias.
Después de tantas
horas de tensión me sentía como narcotizado. Encontré cerca unos
pedazos de tabla donde me acomodé haciéndome un ovillo. Temía,
sobre todo, la humedad de la tierra. Un desconocido me alcanzó un
chalón en el que me envolví y otro un mendrugo de pan. Me acurruqué
y dormí despertando continuamente por los sollozos de la hermana de
la profesora. Escuché entonces entre sus gemidos que su marido
pertenecía a la tripulación del Canelo como cocinero.
Al filo de la
madrugada pasó junto a nosotros uno de los marineros del Carlos,
preguntando si alguien sabía qué había sucedido a sus familiares.
Respecto a la tripulación de su barco opinaba que se habían salvado
casi todos excepto los cuatro que intentaron huir en un bote
salvavidas al que el mar aplastó contra el casco del buque y ellos
desaparecieron, los daban como ahogados.
Cuando se
tranquilizó un poco el mar después de la tercera ola, ya de noche
decidieron echar al agua la balsa de aluminio lo único de salvamento
que les quedaba. Los remos, faltos de chumaceras, tenían que ser
sujetado con los pies de dos hombres cada uno y lo peor es que
solamente se podían guiar en la oscuridad completa por la intuición
y el ruido de la rompiente, ignorando si las olas que golpeaban
eran peligrosas o no. Por fin consiguieron varar ene alguna parte y
tanta había sido la tensión que alguien preguntó tontamente:
-
¿Qué hacemos ahora con la balsa?
Todos rompieron a
reír y llorar. Se dieron cuenta que se habían salvado. Otro tuvo
ánimo para decir:
-
¡Llévatela a casa, si quieres!
El marinero que nos
contaba estas cosas no estaba exento de angustia. Permanecía con
nosotros porque necesitaba desahogarse un poco. En esos momentos
ignoraba completamente que había sido de su familia, si los suyos
estaban en el cerro o muertos.
Nos dejó y se
internó en la oscuridad, preguntando sin duda en cada grupo si
alguien le podía dar noticias de sus familiares.
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Mis recuerdos y
notas que tengo me han permitido, en los párrafos anteriores, hacer
una descripción de lo que viví ese día. Lo que escribiré
posteriormente se trata de solamente recuerdos de los días
posteriores al tsunami.
Su orden
aproximadamente cronológico. Es posible que algunos de los hechos se
encuentren un tanto deformados por la antigüedad de cincuenta años,
aunque para mí muchos, aun me parecen muy vivos.
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Cuando amaneció
bajé a Corral. Efectivamente nuestra casa que se encontraba sobre el
fuerte español no había sufrido daño alguno.
La ola parece que
solamente salpicó el piso del fuerte y nosotros estábamos unos dos
metros sobre él.
Lo que me llamó
mucho la atención es que el mar estaba sin el menor rizo ni ola.
Parecía como aceitoso, completamente calmo. No sé si en esa ocasión
o más tarde alguien me dijo que el mar estaba así porque pedía
perdón.
No recuerdo lo que
hice aquel día. Pienso que exploré un poco con precaución y cambié
impresiones con la personas de mi equipo y me enteré de sus propias
experiencias.
No habían quedado
embarcaciones utilizables. Estábamos aislados completamente de
Valdivia.
En ese tiempo las
radios a pila eran escasas y después de la catástrofe solamente
quedaron dos en el pueblo. Por ellas supimos confusamente y en
retazos algo de lo que sucedía en Valdivia y en el resto del país.
Llegada la tarde
decidimos ir a dormir al cerro de nuevo, esta vez llevando algo de
ropa. No sé si alguien quedó en la casa, creo que no. De esa
segunda noche no recuerdo nada ni del día subsiguiente.
Al tercer día
empezó a llover con fuerza. En un momento me dirigí a la iglesia y
en el camino me encontré con un espectáculo que nunca he olvidado.
Las gentes que habían subido a Quitalutos, probablemente por la
falta de alimentos, estaban bajando. Eran personas que el maremoto
había sorprendido vestidos para un día de fiesta. Las mujeres con
zapatos de taco alto . Esas personas que bajaban del cerro estaban
empapadas y embarradas. Sin duda para evitar el camino carretero muy
largo que llegaba a la Aguada, tomaron las bajadas de arrastre de
leña, sumamente abrupto y resbaladizo por la lluvia. Muchas
debieron caer y resbalar. Venían descalzas casi siempre llevando
como única cosa de valor sus zapatos en la mano. Eran gentes todas
que trataban de ubicar entre la lluvia la casa de un compadre, un
amigo que las quisiese cobijar. Muchas desesperadas se agrupaban
cerca de la iglesia que aparentemente no había sufrido daños.
Aparentemente, porque meses después, se supo que corría riesgo de
caer y se emprendió una larga reparación. De todas maneras muchas
personas encontraron refugio en la parte que servía como escuela y
no recuerdo si dentro mismo de la iglesia que era muy espaciosa.
++++++++
En esos primeros
días llegaron a nuestra casa personas por ayuda, entre ellas una
mujer pidiendo si teníamos unos zapatos para darle. No teníamos si
no los puestos. Yo la vi tan terriblemente acomplejada por su
descalcez que decidí darle mis sandalias argentinas que era lo que
tenía. Yo mismo quedaría descalzo por un tiempo, pero no me
importaba. Incluso deseaba la experiencia. Afortunadamente el
calzado era de su tamaño.
++++++++
Un enorme lanchón
cargado de sacos de carbón vegetal fue arrastrado hasta los cerros
que estaban al fondo de la Aguada. El maremoto lo hizo atravesar
entre medio de la Usina más de un kilómetro y lo dejó allí varado
sin que se diese vuelta o perdiese la carga.
No recuerdo quien
se hizo cargo de la autoridad en el pueblo, creo que fue el Delegado
o quizá el Alcalde. Esa Autoridad hizo saber que se le entregaría
un saco de carbón a cada familia que fuese a buscarlo.
Yo decidí ir en
nombre del nuestro Equipo.
Partí en la mañana
pero cuando descendí de Corral Alto hasta donde comenzaba el camino
de la Aguada, algo de un kilómetro hasta llegar a la Usina, una
franja al borde del mar por donde habían corrido las vagonetas que
llevaban la carga de lingotes y planchas hasta el muelle Francés,
aquello era un inmenso revoltijo de rieles, vagonetas destrozadas,
fierros de todos tamaños, alambrones… Aun ahora no sé como
caminando descalzo sobre y entre todo aquello no me herí, sobre todo
a la vuelta cargado con el saco que debía pesar unos veinte kilos.
Llegado al camino
que iba a la Aguada y subía a Quitalutos estaba bastante despejado
de fierros pero había pedrejones caídos del cerro que lo bordeaba
por el lado izquierdo.
Me dieron el carbón
y esto fue la salvación como para todos y nos permitió cocinar y
calentarnos los primeros días.
++++++++
En Corral existía
una única panadería. Propiedad de un español que llegó muy pobre
a servir al dueño anterior de la panadería, también español.
Este, al morir sin familia, se la dejó a su trabajador en propiedad.
Cuando llegué a Corral la panadería era prospera. El español
tenía una hija única a la que pudo dar estudios y que próximamente
se iba a casar. La fecha del casamiento se fijó para la víspera
del 21 de mayo. El novio era un contador que vivía en Concepción.
Yo estaba invitado a
la boda. No fui por timidez, ya que no conocía a casi nadie de los
que asistirían y porque no tenía ropa adecuada para una fiesta El
día de la boda fue elegido para inaugurar el nuevo horno eléctrico
que habían importado de Italia. Una gran avance de prosperidad para
la panadería.
La fiesta fue muy
concurrida. La novia recibió muchos regalos. Al día siguiente, día
del maremoto, los recién casados partieron en el primer vapor para
su luna de miel. Equipaje y regalos quedaron embalados para el
traslado a Concepción.
La casa donde estaba
instalada la panadería era amplia, bien construida y de dos pisos.
Abajo la panadería, arriba la habitación de la familia.
La primera subida
del mar hizo flotar la gran casa y la arrastro hasta la orilla de la
playa, donde la depositó. La casa quedó bastante inclinada. El
hermano del dueño que se había emborrachado dormía en el segundo
piso. Se despertó. Trato de salir, pero las puertas estaban
trabadas. Consiguió abrir una ventana o romperla y se deslizó hasta
el piso por una de las tuberías de evacuación de la lluvia. Así se
salvó. El padre de la novia también se salvó.
La segunda ola
destruyó la casa con el resto de Corral Bajo. Todo se perdió.
Días después el
español sumamente deprimido me contó que solamente recuperó una
rueda de carretilla y un pedazo de luma que le habían regalado y
coció en aceite para hacer una garlopa. Me regaló ese pedazo de
madera y yo construí una garlopa que utilice durante muchos años.
Yo en cambio le regalé mi maleta, pues su hija se lo llevaba a vivir
con ella. De todos los habitantes de Corral con quien entonces tuve
contacto era la persona más triste y deprimida que conocí.
Meses después me
enteré que su familia para darle una actividad le montaron un
pequeño negocio, pero no pudo superar su depresión y un día lo
encontraron ahorcado.
++++++++
El Carlos, el barco
que se hundió en medio de la bahía estaba cargado de harina y
durmientes de madera para el ferrocarril.
Al día siguiente
empezaron a flotar poco a poco los sacos de harina y la marea los
llevó a la playa. Las gentes del cerro de la Marina, que no habían
sufrido los efectos del maremoto, bajaban temprano en la mañana para
aprovechar la tela de los sacos que entonces se denominaba
osnarburgo. Lo grave del asunto es que los quintales al flotar se
humedecían unos centímetros de espesor y ello implicaba que la
mayoría de la harina debido a esa capa mojada quedaba intacta y
aprovechable. La gente que deseaba la tela que utilizaban de
ordinario para hace sábanas e, incluso ropa interior, derramaban la
harina en la tierra. Cuando se supo lo que hacían se organizaron
para recuperar los quintales y mucha gente comimos de esa harina.
Muchos días
después, cuando hubo botes, se hacían viajes para salvar lo que se
pudiera de las bodegas del Carlos y se empezaron a pescar los pesados
durmientes utilizando largas pértigas con los que se ensartaban y
subían a los botes. La empresa naviera pagaba por esta recuperación.
++++++++
Mis compañeros me
pidieron que hiciese un viaje recorriendo la costa para ver lo que
había sucedido con la gente que vivía cerca de la orilla.
Recorrí la playa y
los alrededores empezando por el camino que al pie del cerro de la
Marina conducía a la caleta de Amargos.
Las casas palafito
que bordeaban el camino y algunas que estaban pegadas al cerro habían
desparecido completamente. Llegando a la playa de Amargos el estero
donde lavaban las mujeres y sus grandes piedras había cambiado
completamente. El hotel era un montón de ruinas. Muchísimos de los
Eucaliptus que estaban en el lindero de la playa, ahora estaban cerca
de borde del mar. Resistieron bastantes y otros estaban
desarraigados. Las viviendas de los pescadores del lado sur habían
sido borradas. Solamente permanecían las de arriba de la cuesta y
camino que conducía al cementerio y a San Carlos. Al otro lado de la
cuesta comenzaba a orilla del mar una barrera de desechos casi
continua. Tendría algo más de dos metros de altura. Eran maderos y
restos de todo tipo. Más tarde cuando las personas de los
alrededores empezaron a tratar de recuperar lo que pudiera servirles,
me contaron que se encontraron con las más variadas cosas, incluso
en buen estado. Menaje, mercaderías piezas de tela completas…
procedentes de los almacenes de Corral,
Encontré más allá
de San Carlos arranchados en unas casas del alto las personas que
vivían en las cuevas del Morro Gonzalo. Antes del maremoto fui a
conocer como vivían aquellas gentes de que me habían hablado. En
el morro existían grutas que eran secas y estaban a cierta altura
sobre el mar. Si bien las gentes que las habitaban eran pobres, no
eran miserables. Las grutas estaban cerradas con tablas y puertas.
Se trataba de pescadores y mariscadores. Entre ellos estaba la
familia de un ciego.
Después del
maremoto las cuevas bajaron de altura sobre el nivel del mar y no
solamente habían sido temporalmente invadidas por las aguas, sino
que llegaban a ellas las mareas y eran inhabitables. Entonces me
confirmé que como empecé a sospechar la tierra cercana al mar había
bajado bastante en algunos puntos, al menos donde no existían
sólidos cimientos rocosos.
++++++++
El equipo de belgas
con el que yo vivía aportó fondos para construir algunas
embarcaciones tipo ballenera que eran los botes de vela más comunes
en Corral. No me acuerdo cuantos días se tardó en reunir los
carpinteros de ribera, los materiales y todo lo necesario. La
construcción se organizó al aire libre en la plaza frente a la
iglesia. Se construyeron unas nueve balleneras de nueve metros de
manga. Ahí aprendí algo sobre la construcción de estas
embarcaciones.
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Creo que estuvimos
absolutamente aislados de Valdivia una semana. La primera embarcación
que llegó a Corral fue el Tocho. Un pequeño remolcador de madera.
Este remolcador, como los otros que se hundieron, se utilizaban para
remolcar hasta Valdivia los lanchones (hechos con cascos de pequeños
buques desguazados) donde los barcos que llegaban y salían de Corral
movilizaban sus cargas. Generalmente estas cargas que llegaban eran
sobre todo trigo para los molinos de Valdivia y mercadería diversa.
Cargaban harina, madera, carbón vegetal…
El Tocho descendía
por el rio sin lanchones volviendo de Valdivia. El capitán
advirtiendo que algo estaba sucediendo mal, optó por hacer entrar el
remolcador en uno de los afluentes del Calle-Calle y allí pudo
aguantar la subida de del agua. Nunca supe en que condición quedó,
pero, si sufrió alguna avería, no fue importante y llegó días
después a Corral. Era una embarcación de motor, pero podía llevar
pocos pasajeros así que se utilizó para movilizar a las Autoridades
y a los enfermos graves.
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Creo que el primer
lanchón con ayuda para los damnificados llegó unos diez días
después del terremoto. Traía alimentos, ropa… era un lanchón
grande. No recuerdo si lo trajo el Tocho o un remolcador más
poderoso. Lo consiguieron arrimar a la orilla de la plaza. Colocaron
tablones para que los estibadores desembarcasen las mercaderías.
Ellos estaban allí en fila frente al lanchón, pero ninguno se
movía. Parece ser que uno de los dirigentes discutía con la
autoridad del momento quien pagaría la descarga. No llegaron a
ningún acuerdo. Estábamos muchos cerca para ayudar. En vista que
los profesionales del desembarco no hacían nada, nosotros empezamos
a descargar a pesar de nuestra impericia. Recuerdo esto muy bien
porque fue la última vez que cargué un saco de ochenta kilos. Creo
que fue un hecho vergonzoso y mezquino el de los estibadores.
++++++++++
Yo seguía descalzo.
Eso no me molestaba mayormente, pero me daba una cierta vergüenza.
Solamente los días
de helada, cuando tenía que ir a la costa era algo duro y evitaba
pisar la escarcha.
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El responsable de mi
equipo me preguntó si quería unirme a un grupo de carpinteros
contratados por la municipalidad para construir algunas casas para
los pescadores de Amargos.
Acepté con gusto
porque era la posibilidad de aprender algo de construcción además
yo tenía un equipo completo de herramientas de carpintería y
mueblería.
Me uní al grupo y
construimos seis casas con restos recuperados del maremoto. Eran
casas pequeñas y sólidas.
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Semanas después me
pidieron que tratase de reconstruir una pequeña casa que se había
caído en el cerro Milagro, ya bastante arriba. Donde vivían dos
ancianos casi impedidos. El problema era que tenía que trabajar sin
ayuda de otra persona. Yo quería poner en práctica mis nuevos
conocimientos en construcción y acepté. Tuve que desmontar parte de
lo caído y luego remontarlo. Era lo que se llama una media-agua, por
tener un techo de una sola pendiente. No recuerdo bien si la terminé
o bien por falta de materiales dejé solamente la estructura montada.
Unos vecinos
cercanos fueron muy simpáticos conmigo, me convidaban para tomar té
acompañado de algún huevo pan.
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Algunos pequeños
botes fueron reparados y los encontraron varados en buenas
condiciones bastantes días después del maremoto.
Las goletas de los
pescadores quedaron totalmente inutilizadas, pero una de ellas parece
que estaba en Valdivia o en otra parte y se salvó. Su capitán se
llamaba Baeza y era joven. Se podía contar con ella para algunas
cosas de traslado de damnificados. Tenía motor.
La condición de
las personas que escaparon del las cuevas del morro era de
“allegados” en casas de los alrededores mientras se construían
alguna choza o buscaban albergue en otra parte. Los más desamparados
era la familia del ciego. Las casas de la Aguada, detrás de la Usina
y estaban en parte desocupadas así que conseguimos una para la
familia del ciego que contaba con varios niños. La mujer que era
mariscadora no podía hacerlo ya debería encontrar algún tipo de
trabajo en Corral.
Conseguimos que la
goleta de Amargos aceptase hacer el traslado. Yo iría a buscarles.
Por alguna razón la goleta no pudo hacer el viaje en la mañana.
Partimos en la tarde. Buscamos una caletita cerca de la casa en que
estaban albergados y se empezó el traslado de sus enseres y la carga
de la goleta. No era un trabajo fácil porque la casa estaba algo
lejos y la goleta mal fondeada. Me dí cuenta que íbamos a llegar
muy tarde a la Aguada, pero no se podía ya hacer nada. Es cierto la
gente de los alrededores ayudó con buena voluntad.
Llegamos a la Aguada
anocheciendo. La goleta no se pudo acercar a la playa porque la marea
estaba baja. Los que teníamos que hacer el desembarco nos tuvimos
que echar al mar que nosllegaba casi a la cintura. El agua estaba
bastante fría y el fondo era de rocas sueltas de pequeño tamaño,
así que difícil de pisar descalzos, pero no teníamos otra opción.
Primeramente hubo que pasar al hombro a los pasajeros. A mí me tocó
la mujer que llevé a la espalda y creo que algún niño. Después la
carga que dejamos amontonada en la orilla. La mujer con los niños
empezaron a acarrearla hacía su nueva casa que estaba como a un
kilómetro o cosa así. Nunca pensé en que en el fondo marino que
pisaba podía encontrarse fierros o alambrones que nos herirían.
Tuvimos suerte y ninguno tuvo problemas. Era noche cerrada y todavía
quedaba mucha carga amontonada en la orilla. En último momento
llegaron voluntarios de la vecindad. Hice yo mismo un viaje con
carga. La familia que llegaba se estaba instalando como podía en la
casa y unas vecinas habían aportado un brasero. La goleta se había
ido. No sé como llegué a mi casa en la noche y en aquella parte del
camino lleno de restos de hierro.
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