terremoto y tsunami 1960 en Corral (Valdivia)




TERREMOTO - MAREMOTO 1960

C incuenta años son mucho tiempo para recordar sucesos con exactitud.
El terremoto que viví en Corral en mayo de 1960,seis meses después de mi llagada a Chile y al puerto de Corral, creo que dejó en mi tan fuertes emociones que pienso no haberlo mitificado o muy poco.
Además se mitifica cuando trata uno de poner relieve a su propia actuación e impresiones, pero mi papel fue el de un simple espectador.
Lo que sí es muy probable que haya olvidado un gran número de sucesos de lo que viví y pude observar.


CORRAL
Dista de Valdivia unos 20 kilómetros algo más siguiendo los meandros del rio, en aquel tiempo, único medio de comunicación con la ciudad de Valdivia.
E n 1959 cuando llegue los barcos regulares eran dos viejos naves de madera con propulsión a vapor y caldera alimentada por leña. Tenían dos clases. La primera, era arriba en el puente, tenía asientos y mesas. La segunda estaba bajo cubierta o en la bodega cerca de la caldera.
El viaje era lento, si la marea bajaba ayudaba al barco. En caso contrario el viaje era mucho más largo y podía durar más de tres horas. Los viajeros de primera jugaban a las cartas y los pobres, sobre todo en invierno tomaban mate con carne que asaban pegándola a la pared de la caldera.
El barco se detenía en tres puertos antes de llegar a Corral: Carboneros en la Isla del Rey, Niebla, Mancera en la isla de ese nombre y Corral. En ocasiones se detenía al encuentro de botes en los que desembarcaba personas y mercadería. Era un viaje lento y pintoresco, las primeras veces, luego aburrido por la monotonía y lentitud.

L
a fotografía que se adjunta es la de Corral devastado. Se pueden ver los restos del antiguo muelle de antes del maremoto.
En la fotografía adjunta se ve solamente la Plaza, los restos del muelle y lo que se denominaba Corral Alto. A la derecha de la fotografía, terminando esta, se ve un espolón en ángulo, la Puntilla, que era el camino que conducía de Corral Alto a Corral Bajo Este se extendía en una entrada baja en forma de U rodeada por los cerros. La anchura debía ser de cinco cuadras por diez o más de profundidad. Es evidente que esta planicie fue, no muy antiguamente, ocupada por el mar.

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LOS ALREDEDORES

Corral se encuentra frente a la desembocadura del rio Calle-Calle. Este rio formaba en medio de la bahía un banco que se llamaba de las Tres Marías
Siguiendo la costa hacía el suroeste había un camino estrecho que conducía a la playa y la caleta pesquera de Amargos. Luego ese camino subía y allí se encontraba el cementerio de
Corral . La siguiente playa se llamaba San Carlos. La costa continuaba más abrupta hasta el morro Gonzalo y después se inclinaba directamente hacía el sur. En esa costa existían dos pequeñas aldeas o caseríos de pescadores-agricultores: el Huape y Chaihuin a orillas del rio del mismo nombre que distaba unos 14 kilómetros de Corral.
Hacía el Este, bajando de Corral Alto por una larga escalera, se encontraba el muelle Francés donde se cargaba antiguamente la producción de los Altos Hornos ( La Usina) y orillando la costa comenzaba el camino que conducía a la usina, a la población de la Aguada y luego subía hasta Quitalutos donde había otra población para los trabajadores que hacían el carbón en cuatro grandes hornos de cemento. Pasada la usina estaba la subestación eléctrica con grandes transformadores y comenzaba el camino que conducía al caserío de San Juan continuando hasta llegar al fondo de la bahía que se denominaba Ensenada con otro caserío pequeño.

La isla de Mancera es una pequeña isla triangular que se encuentra bajo la isla del Rey frente a la entrada que hace la bahía hacía Ensenada. En ella existen los restos de un fuerte español que tenía la especial finalidad de cerrar son sus baterías la desembocadura del rio.

La isla del Rey no es verdaderamente una isla, aunque está parcialmente rodeada por el Calle-Calle y el rio Tornagaleones. Se extiende por la orilla izquierda del Calle-Calle desde cerca de Valdivia separada por el estero Angachilla.

A la derecha de la desembocadura del rio está el poblado de Niebla

LOS FUERTES ESPAÑOLES

Los españoles se esmeraron en defender de los piratas y corsarios el acceso a Valdivia. .
Blindaron la bahía construyendo una serie de fuertes en piedra o excavados en los riscos. Precisamente estos fuertes dieron origen a los poblados de la bahía. El fuerte más amplio era el de Corral. Además, casi en círculo, defendían la bahía los fuertes de Niebla, Mancera y pequeñas baterías en los cerros circundantes. Podían organizar un fuego cruzado bastante eficaz.
Posiblemente la defensa constaba de unos cincuenta o más cañones.

LOS ALTOS HORNOS.
Cuando llegué en 1959 los Altos Hornos de Corral estaban cerrados definitivamente. Fue una empresa francesa quien los edificó y tenían una extensión considerable. No sé exactamente cuantos años funcionaron. El acero que fabricaban era de excelente calidad ya que la fundición se hacía a base de carbón vegetal.
Probablemente cuando los bosques autóctonos, existentes antes en una gran extensión, se agotaron la empresa resultó antieconómica se cerró debido a que se tenía que importar el carbón y el mineral. Corral que había llegado a tener unos ocho mil habitantes en 1959 apenas tendría dos mil, que vivían de la pesca y el cabotaje que recibía el puerto.

LA PLAZA

La plaza de Corral era muy particular. No estaba emplazada, como sucede generalmente, frente a la iglesia y la municipalidad, sino abajo en el puerto. Era bastante pequeña. Allí se encontraba en un costado la Municipalidad, frente al mar, una compañía de Bomberos, (de las tres que existían en el pueblo), la Capitanía del puerto, la vivienda del capitán y las oficinas de las compañías navieras.

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¿ Por qué estaba yo en Corral?
Tenía a mi llegada 33años. Llegué a Chile con el deseo de participar en algún Proyecto de Desarrollo Social.
Entré en Chile por el ferrocarril Transandino el 13 de noviembre de 1959.
Dos semanas después integré un equipo de belgas que se proponían crear una cooperativa pesquera y otros vagos proyectos de Desarrollo. Me integraron a este equipo porque yo hablaba francés.

No conservo recuero alguno del 20 de mayo día en que se dio el terremoto en Lota y Coronel. Pienso que yo aun me encontraba tan lejano a la concepción de lo que era un terremoto que no me impresionó o bien las primeras noticias que llegaban por las radios no captaban la gravedaa e lo sucedido. Quizá no hubo comunicaciones rádiales ese día. El caso es que no me acuerdo de nada.

Mis recuerdos comienzan el día 21 de mayo. Día claro y de temperatura suave. Creo que me despertaron los scouts marinos que recorrían las calles tocando sus pitos propios de la marina. Era feriado y me levanté tarde.
Lo que hice esa mañana fue irrelevante. Almorcé con mis compañeros y poco después llegó un grupo de jóvenes corraleños con los que comenzaba a relacionarme y me invitaron para ir a ver un partido de baloncesto en la cancha de las nuevas escuelas que se encontraban bordeando la playa de Corral Bajo.
En el camino percibí el enervante hablar de los locutores de radio que salía de las casas y que me recordaban los post bombardeos de Europa en que se enumeraban interminablemente los nombres de heridos, desaparecidos y muertos. Creo que eso me empezó a colocar en la realidad trágica, pero que siempre me era distante por darse en lugares desconocidos para mí.

Me sentía aburrido y me lamentaba para mi mismo haberme dejado convencer de venir a ver el partido de basquetbol. Los jugadores corrían con desgana. Sobre nosotros un cielo azul sin nubes y un sol, que para la época, calentaba bastante. El juego que había comenzado perezosamente hacía que el balón no llegase casi nunca a la red. Los espectadores éramos escasos, todos sentados de espalda al mar en el bajo parapeto de piedras sobrepuestas que delimitaba la cancha con la playa. Unos metros de arena sucia y un mar calmo azul-verdoso.
En la bahía amarrados a las boyas lejos de la costa dos barcos en limpieza de calderas, el Carlos y el Canelo, ambos de la compañía naviera valdiviana Haverweck. Sabía que en el muelle de la usina, el muelle francés como se le llamaba, estaba otro barco más moderno, el Santiago cargando ferraya, pero no se veía de donde estábamos.
Poco rato antes yo había dicho a mis amigos irónicamente cuando nos sentamos en el parapeto:
  • ¡Cabros tengan cuidado, puede venir un remezón fuerte y hacernos caer a todos patas para arriba!
Efectivamente desde el día anterior los temblores se sucedían cada cierto tiempo. En la noche algunos fueron fuertes y precedidos de ruidos lejanos. Mis amigos por darme gusto, rieron con mis palabras. Luego quedaron en un silencio supersticioso que no querían confesar. Miraban aun con más desgana el partido.
De repente, sin ningún aviso previo, la tierra comenzó a moverse violentamente semejante a cuando se sacude una manta para hacer caer un insecto.
Todos como movidos por un resorte saltamos de nuestro precario asiento, yo tan asustado como el resto de mis compañeros. Al hacerlo levanté la vista instintivamente hacía el cerro de la Marina que tenía enfrente y con horror vi como las casa instaladas en repechos de su ladera, se bamboleaban agitadamente. Igual cosa, más abajo ocurria con los inseguros palafitos que bordeaban el camino a Amargos. Eran viviendas que apoyaban solamente la parte delantera en tierra y el resto se sustentaban en troncos que se sumergían en el agua. Aquellas frágiles casas del cerro caerían de un momento al otro y los troncos de los palafitos se derrumbarían.
Gregorio, uno de mis acompañantes, que vivía precisamente en el cerro me tomó nerviosamente un brazo y señaló descompuesto los movimientos de su propia casa allá arriba. Luego, soltándome emprendió una rápida carrera a pesar de mis advertencias que podría alcanzarle uno de los rodados que se deslizaban del cerro.
  • ¡Miren el fuerte de Niebla! –gritó alguien.
Me volví hacía la bahía. La atmósfera seguía clara, pero enfrente en la lejanía, los contornos aparecían como cuando se mira una fotografía movida, el fuerte, los cerros, las casas…Aun a la distancia se veían caer rocas y desportillarse algunas almenas del fuerte. Más tarde pensaría que no debió ser diferente cuando el fuerte español era bombardeado por alguna flota.

Cuando empecé a recordar estos sucesos no alcanzaba a comprender como pude captar tantas y diversas imágenes mientras atemorizado, con las piernas abiertas trataba de mantenerme en equilibrio igual que hacía escasos meses me sucedía en la cubierta del barco en los momentos de mar gruesa. Mi mente observaba, a pesar del miedo, todo con claridad y calma.
Estaba consciente del peligro allí mismo donde me encontrabas viendo oscilar una gran chimenea perteneciente a las escuelas. Calculé si siendo tan alta alcanzaría o no el centro de la cancha donde me encontraba.
Los remezones de la tierra se calmaban por momentos para recomenzar enseguida con mayor violencia. Casi todos los que estaban en la cancha habían corrido hacía sus hogares cercanos o lejanos. Solo quedaban junto a mi unos jugadores y el viejo árbitro.
Aquello era una interminable pesadilla. No sé, si entonces o más tarde, me imaginé estar en el dorso de un gigantesco cetáceo que intentase librarse de los parásitos al despertar de algún milenario sueño.
¿Qué había ocurrido en las calles que estaban más allá de la escuela? Miré. En la calle que tenía enfrente de mí, que se extendía hasta el pie de los cerros del fondo, pude ver unas cuantas casa que se habían deslizado de sus basas hacía el centro de la calle. Estaban corridas pero intactas. Entre ellas dos derrumbes de astillas. Yo sabía muy bien que pertenecían a casas abandonadas y verdaderamente de maderas podridas. Lo curioso es que eran pequeñas astillas.
Durante una de las pausas empecé a caminar por una de aquellas calles, pero al renovarse las sacudidas temí ser aplastado por alguna de las casas que se pudieran derrumbar y volví a la despejada cancha.
Esperé un nuevo momento de cierta tranquilidad y decidí dirigirme a la Puntilla, llegar a la Plaza y saber que era lo que había sucedido con la casa en la que vivíamos. El camino estaba sembrado de postes caídos y cables. Temí que la electricidad no hubiese sido cortada y el peligro que eso significaba. Apenas alcancé la Plaza cerca del muelle y los temblores recomenzaron. Todo estaba sembrado de vidrios de las casas y de la capitanía del puerto que se encontraba al comienzo del muelle.
En la Plaza se encontraban muy pocas personas. Pregunté a una señora. si acaso aquella plaza era un relleno ganado al mar. Yo temía mucho las grandes grietas que había leído en narraciones se abrían tragando personas y vehículos. Ella opinaba que si era un relleno. Decidí volver a la cancha de la escuela lugar que parecía más seguro. Retrocedí.

Tengo que explicar que bajando de la Puntilla hacía Corral Bajo había un esterito sobre el habían construido un pequeño puente de madera en arco semejante a los puentes japoneses. Al otro lado del puente comenzaba la Feria o mercado. Era muy curiosa porque sobre cada puesto habían edificado algunas piezas donde vivían los feriantes dueños del puesto.
Al enfrentarme con el puente un grupo d despavorido de personas y perros corrían hacía mí gritando:
  • ¡Salida de mar!
Yo no entendía nada, pero bajé casualmente la vista hacía el estero y vi que el agua en vez de correr hacia abajo, corría hacia arriba y sentí que algo muy malo estaba sucediendo.
De nuevo desanduve el camino y volví a la Plaza. Llegando escuché gritos que venían del
extremo del muelle en el que un marino gritaba hacía la motonave de madera Prats haciendo señales para que no se acercase al embarcadero. Probablemente esas eran sus
ordenes pues el capitán del puerto juzgaría que el mar era más seguro en aquellos momentos que la tierra firme. Yo casi pensaba lo mismo.

En la lancha Prats se veía a los pasajeros arremolinados junto a la timonera probablemente discutiendo con el capitán .Se escuchaban las voces y entre ellas la más fuerte del cura de Corral que también venía en ella. Al final, la lancha atracó al muelle y los pasajeros precipitadamente subieron por las escaleras, los últimos de ellos chapoteando en el agua que empezaba a cubrir el muelle. Todos corrieron hacía Corral Alto y yo les seguí hasta el gran balcón natural al pie del cerro Milagro. Desde allí se veía casi toda la bahía.
Habían llegado allí bastantes personas que miraban aterrorizadas lo que estaba sucediendo. Pronto me día cuenta que en la aparente calma del mar se notaban fuertes corrientes. Ya que algunas casas habían flotado y se movían con rapidez. Lo más impresionante era la Compañía de Bomberos la que estaba frente a la Plaza, que flotaba y alguien (luego supe que el cuartelero) sobre ella tocaba desesperadamente a rebato la campana.
La riada de gente procedente de Corral Bajo empezó a engrosarse subiendo por la empinada calle que corría al lado de la Iglesia. Ancianos apoyándose en otras personas, madres rodeadas de racimos de niños tomados de las manos o agarrados a sus polleras. Seguía temblando bastante seguido.
Pensé por un momento que en el voladizo en que estábamos se encontraba sobre una gran caverna debajo de nosotros y que a pesar de ser de sólida roca en uno de aquellos temblores podía derrumbarse y todos nosotros con ella. Así que traté de convencer a las gentes que subiesen hacía el cerro tomando el callejón abrupto del cerro Milagro:
  • ¡Adelante! ¡suban al cerro! ¡este lugar puede ser peligroso!
Algunos obedecían, en otros la curiosidad superaba al miedo.
Cuando me puede concentrar de nuevo en lo que pasaba en el mar, vi como este se retiraba rápidamente, arrastrando con él cuanta embarcación había en la bahía y las casas que estaban flotando. Los dos grandes barcos eran tironeados de sus amarras en las boyas.
Entonces alguien empezó a señalar hacía el centro de la bahía. Miré y vi como una muralla de agua coronada de espuma que cerraba el horizonte de lado a lado de la bahía avanzaba desde el mar abierto. Me pareció muy alta y temí que nos alcanzase aunque estábamos aproximadamente a unos veinte metros o más sobre el nivel del mar. Me volví y corrí hacia el callejón que subía al cerro. Miraba con susto las altas paredes de tierra a cada lado sabiendo que en un momento uno podía verme sepultado por rocas, tierra y parte de las mismas casa que a cierta altura estaban como colgadas del callejón.
Llegado bastante arriba a una parte más despejada, la bahía se podía ver de nuevo. La ola había avanzado mucho. Una sacudida brutal hizo gritar a las gentes que me rodeaban y que rompían en oraciones, llantos y gritos. Hubo un instante que todos se callaron y vi como la gran ola embestía las casas de Corral Bajo, empezando por las escuelas donde hacía poco yo había estado. Todo fue empujado por la inmensa masa de agua hasta estrellar en confuso revoltijo ocho o diez cuadras de casas y pulverizarlos contra los cerros del fondo. Aquello parecía una caldera hirviente de de agua gris y enormes restos.
Las amarras de los barcos habían reventado y estos, como cajas de fósforos, eran arrastrados vertiginosamente de un lado a otro de la bahía con ruidos sordos en sus choques con las rocas.
Paralogizado por la catástrofe no sé como volví a la realidad, quizá fueron los gritos y gemidos de las gentes que me rodeaban. Mujeres que se tiraban del pelo llorando histéricamente, hombres que parecían estatuas de piedra en un rictus de angustia desesperada.
Todo había sido demolido en instantes como aparecían esos sucesos en las películas de la época. Ahora un agua sin espuma se volvía a retirar a gran velocidad en un extraño silencio. En esa agua flotaba una espesa capa de maderas y desechos. Algunas casa mutiladas que boyaban en aquella espesa sopa de aquelarre como grotescas embarcaciones que el mar en su gigantesca resaca chupaba hacía las profundidades. Lo que era peor es que en el techo o ventanas de aquellas viviendas aparecían, a veces, lejanas figuras gesticulantes que unos y otros, arriba mi lado, iban ubicando con grandes gritos de asombro y desesperación.
Desesperación e impotencia por no poderles auxiliar, cosa imposible aunque no hubiéramos estado tan alejados.
Entre el grupo que me rodeaba iba aumentando la confusión. Aquellos que lloraban confesaban a gritos sus pecados y se golpeaban el pecho, asegurando que sus pecados eran la causa de todo aquel espantoso castigo y que eran sin duda los momentos próximos del fin del mundo. Un hombre joven señalaba su casa que estaba siendo arrastrada y mostraba las llaves de ella en su mano. No me acuerdo que es lo que dijo
Yo poco creyente, a pesar de estar también anodado, en forma alguna relacionaba aquella catástrofe con Dios ni con los pecados. Mi mente se decía un poco brutalmente que bien pronto la mayoría olvidaria su arrepentimiento tan pronto como se sintieran a salvo y solamente en aquel momento deseaban hacer un buen negocio con Dios.
De nuevo los potentes ruidos huecos que procedía de la lejana bahía me hicieron tratar de explorar el mar. Los barcos. Las lanchas grandes vacías o cargadas, rotas todas las amarras llevadas por las corrientes, se movían en una alucinante danza. Primeramente el Carlos fue lanzado contra la “puntilla” del camino a Amargos, chocando contra el cerro. El Canelo era arrastrado hacía la Usina y los altos Hornos de la Aguada. Creo que todos quedamos crispados a la vista de aquellos grandes barcos zarandeados como barquitos de papel. Esperábamos que en cualquier momento se volcasen o, despanzurrados por una roca, se hundirían a nuestra vista. Todos sabíamos que sus tripulaciones estaban, casi completas a bordo aparte de algunos estibadores y las gentes que traficaban en forma diversa con los tripulantes. Era la más desesperada tempestad sin viento, lluvia y con el cielo azul de un día de invierno. Creo que los barcos querían enderezar un poco su rumbo, quizá para hacer frente a las corrientes, pero era inútil, porque ambos estaban reparando las calderas y solamente podían tratar de ayudarse inútilmente con el timón.
El barco que parecía tener cierto éxito era el Santiago. Había sido arrancado del muelle Francés donde estaba amarrado cuando la ola lo hundió totalmente. El barco estaba ya listo para zarpar, solamente esperaba a su capitán y oficiales que almorzaban con el capitán del puerto...
No era un barco a vapor como los otros. Sus máquinas funcionaban bien y podía poner proa a las olas. Finalmente consiguió salir de la bahía y alcanzar la alta mar
Las otras embarcaciones fueron desapareciendo de nuestra vista sin que supiésemos si se habían hundido, el mar las había arrojado hacía la Ensenada o bien se habían varado en lugares fuera de nuestra vista.
Solamente días después supe que estas suposiciones fueron ciertas. Algunos de los que me rodeaban afirmaban haber visto como ciertas embarcaciones se hundieron. Era difícil observar muchos detalles de lo que ocurría allá abajo en la bahía.
Un viejito habló por primera vez y dijo:
  • Esto no es nada. Vendrá una tercera ola y después otras muchas más, algo menores. Yo he visto estas cosas. Nada va a quedar.
Miramos incrédulamente al viejito arrugado. Nadie comentaba su afirmación, pero yo me preguntaba donde podría haber adquirido aquel conocimiento. En ese momento subían un nuevo grupo de personas hacía donde estábamos. Entre ellos venía el comandante Bustos capitán del puerto de Corral. Iba rodeado de los marinos de los barcos que hacía pocas horas habían estado almorzando en su casa y cuyos barcos estaban hundidos o, como el Santiago, en alta mar.
Algunos le preguntaron:
  • ¿Capitán, vendrá otra ola?
  • Si, afirmaron varios de los marinos. En los maremotos suelen ser tres grandes olas y otras menores. Muy pronto llegará la tercera ola.
Todos quedamos asustados. Quizá inseguros de que una tercer ola pudiese llegar hasta donde estábamos, lo cual era disparatado, pero en esos momentos uno pasa por momentos de incongruencia. Una ola que llegase hasta la altura del cerro donde nos encontrábamos si hubiera significado el famoso fin del mundo o algo semejante.

Pensé inmediatamente en las condiciones en que habíamos quedado la multitud de personas que nos habíamos salvado. Estábamos en una especie de isla. Corral no tenía comunicación con Valdivia la ciudad más próxima, sino por medio de embarcaciones que bajaban por el rio Calle.Calle. Era evidente que, aun suponiendo días de calma, ignorábamos las condiciones de catástrofe de la misma Valdivia Era probable que no llegase ayuda y víveres en una o dos semanas. Todas aquellas personas queme rodeaban tenían solo habían quedado con lo que llevaban puesto en sus cuerpos además necesitarían comer. Era posible que en los escombros dejados por la ola al retirarse se pudiesen encontrar víveres utilizables. Por otro lado arriba en el cerro de Quitalutos se encontraba una población abandonada cuyas casas se encontraban aun en relativa buena conservación. Esa población había sido construida por los Altos Hornos para el servicio de los hornos para la fabricación de carbón vegetal que era con lo que trabajaba la fundición. La gente, al menos, estaría bajo techo.
Todo lo anterior se me vino de golpe al pensamiento, quizá porque en el fondo yo era el menos traumatizado dado que no había perdido ni familiares, ni amigos y que aun no tenia, ni mis pertenencias.
Me dirigí a los hombres y jóvenes que estaban cerca de mí y les dije:
  • Bajemos a Corral antes que llegue la otra ola. Quizá han quedado víveres que se puedan utilizar en las ruinas de los comercios.
En realidad era una tontería, pero fué lo único que se me ocurrió. Fácilmente convencí a una docena de personas y nos dirigimos decididamente cerro abajo en una operación arriesgada y sin destino.
En la bajada vi algo sobrecogedor. Afuera de una de las viviendas habían colocado una mujer muy anciana que parecía próxima a expirar de consunción. La mujer tenía un extraño temblor que agitaba todo su cuerpo continuamente y trataba de levantar la cabeza patéticamente sin conseguirlo. Parecía un esqueleto con vida sentado en una silla.

Descender no era tarea fácil, íbamos contra corriente abriéndonos paso en la espesa columna de personas que subían un poco tardíamente a refugiarse en el cerro. Les dije también que podrían refugiarse en las viviendas de Quitalutos si se apresuraban, pero creo que pocos me hicieron caso. Al menos, pensaba yo, que tratasen de refugiarse buscando los pequeños esteros para disponer de un poco de agua para beber.
Nadie parecía comprender cosas que eran obvias y de sobrevivencia. El único que deseaba hacer algo era el viejo y obeso sargento jefe del retén, abierto a recibir cualquier orden pero sin ninguna iniciativa. Como vi que todo era inútil corrí detrás de mis compañeros que descendían hacía Corral.
Cuando llegamos al balcón natural al pie del cerro echamos un vistazo a la bahía. Cuando mis compañeros vieron la destrucción y desolación perdieron todo el empuje y se mostraron irresolutos. En efecto, se veía un informe amasijo de restos de varios metros de altura. La mayoría se dispersó. Yo con tres o cuatro bajamos sin mucho entusiasmo por la calle Condell al costado de la iglesia. Un poco más debajo de la iglesia comenzaban los escombros de las casas arrasadas, masas de maderas, latas de techo, árboles destroncados que nos hacían muy difícil el avance. Había que trepar sobre aquel amasijo de materiales destrozados cortantes y con fierros de todos tipos puntiagudos y cortantes. Solamente un joven que me acompañaba con gruesas botas trepó rápidamente y se alejó. Instantáneamente calculé lo difícil y arriesgado que sería si nos internábamos mucho, para poder huir sobre todo aquello. No podríamos cargar prácticamente con nada en el caso que se encontrase algún alimento tal como algunos tarros de conservas.
En ese momento surgieron a mi derecha, escalando las ruinas, tres hombres que cargaban dificultosamente un somier de cama despanzurrado sobre el que yacía un bulto informe, amasijo de barro y trapos. De una cara irreconocible emergía una lengua enorme y tumefacta.
Los hombres me dijeron que era el viejito que vivía en la esquina sobre la puntilla y que arrastrado por el agua había sido estrangulado por unos cables eléctricos caídos. Los hombres continuaron con su ominosa carga no sé hacía donde.
Trepando por los restos con dificultad pude llegar al principio de la calle allí donde comenzaba Corral Bajo Entre algunos como pasajes que había entre las ruinas se movían algunas personas que no se si buscaban personas o cosas. Los desechos alcanzaban un mínimo de tres metros de altura. La gente se gritaba sin verse, ignoro si para tratar de ubicarse o para no perder el contacto Estaba ya muy próximo a anochecer, aunque no eran más de las cinco de la tarde.
Indeciso y desorientado me preguntaba que objeto tenía seguir por allí cuando se elevó un grito persistente que venía de lo alto:
  • ¡La Ola! ¡Viene la olaaaaaaa!.
Me hice eco del grito, gritándolo a mí vez con todas mis fuerzas hacía las ruinas encorvadas y lejanas:
  • ¡Viene la ola! ¡Corran!
Se lo grité con angustia a un niño cercano que bebía ansioso una botella de cerveza escarbada entre las ruinas de un expendio que estaba a mi izquierda. Lo volví a gritar a las figuras lejanas que torpemente trataban de huir entre las ruinas.
Entonces yo mismo huí. No era muy difícil porque apenas me había internado en el laberinto. Nos reunimos varias personas que nos dirigimos hacía la plaza de la iglesia. Nos detuvimos brevemente en el balcón al pie del cerro, pero la bahía estaba ya muy sombría y no se distinguía gran cosa. No quise esperar más, porque podía ser peligroso, aunque comprobé que la segunda ola solamente había salpicado la calle de espuma.

Apenas había salido del cajón en pendiente que conducía al cerro cuando escuché el estampido de la embestida de la tercera ola. Me paré y tuve la tentación de desandar el camino. Metros más abajo me encontré con un grupo de gente que subía:
  • Ya no queda nada, me dijeron. La ola se ha llevado todo lo que quedaba. Barrió hasta los escombros.
Ya arriba, al borde del camino estaban muchas personas sentadas o en pie. Los hombres silenciosos, las mujeres llorando quedamente o murmurando incoherencias. Sin duda eran de los que habían perdido todo. Me encontraba de repente con un pequeño grupo cansino que subía creo que sin rumbo. Finalmente indeciso me senté como los otros al borde del camino sin saber, yo mismo qué hacer. Estaba ya casi oscuro. Me encontraba muy cansado y conversé con los más cercanos. Ellos me contaron que el vapor Canelo había sido arrastrado rio arriba y que algunos decían haberlo visto fuertemente escorado y atravesado en medio del rio. El Carlos, finalmente, se había hundido en medio de la bahía y solamente emergía el puente y los palos. Creían que estaba sobre el banco de arena de las Tres Marías. El Santiago en un momento quedó sentado sobre la subestación eléctrica que estaba frente a los Altos Hornos, la Usina, pero consiguió hacer frente a las corrientes y se perdió de vista hacía alta mar.
Todos opinaban que la ola tuvo que entrar en las quebradas del fondo de Corral Bajo y en la del Boldo. Posiblemente con menos fuerza, pero sería indudable que las casas que bordeaban los pequeños cañones debían haber sido igualmente destruidas.

Había caído completamente la noche. Aun subían y bajaban algunas personas. Pocas con linternas eléctricas. Se decía que en Corral Alto y los cerros, como en el que estábamos, los daños habían sido escasos
Las casas bien construidas resistieron, únicamente algunas muy viejas o con problemas estructurales se derrumbaron. Con la tranquilidad los frecuentes temblores parecían más violentos. Algunos llegaban precedidos o seguidos de roncos ruidos subterráneos. Yo, como la mayoría, aun a sabiendas que nuestras casas estuvieran en pie, no deseábamos acercarnos al mar temiendo una nueva embestida en cualquier momento y en la más completa oscuridad. Pensé que tenía que buscar en el cerro un lugar un poco más abrigado. Cuando amaneciera bajaría y trataría de calibrar la situación. Me incorporé y empecé a descender. No bajé mucho.
Un grupo de sombras estaban cerca encendiendo una hoguera con tablas arrancadas a un cerco. Les ayudé a juntar combustible. Friolentos nos apretujamos alrededor del fuego. Yo tenía un jersey, una casaca y sandalias, pero el frio no era intenso. Dos mujeres estaban juntas enrolladas en una frazada. Reconocí algunas personas que conocía solamente de vista. Estaba allí una profesora de la escuela parroquial con su padre y hermana. Hablábamos, pero no recuerdo de qué sería el tema. Callábamos tensos con los ruidos subterráneos y los temblores. Probablemente la mayoría temíamos que se abriese en la tierra una de las fatídicas grietas nos tragase. En los cerros y cañadones vecinos se escuchaban temerosos y continuos aullidos de perros, gritos de personas que se llamaban a la distancia o gritos que terminaban en una especie de sollozo que sonaba desgarrador.
Más allá del pequeño círculo que iluminaban las movedizas llamas de nuestra hoguera la oscuridad era absoluta. Noche sin estrella alguna. En la lejanía las lucecitas de otras pequeñas hogueras. Cada temblor hacía prorrumpir a las mujeres que estaban con nosotros en exclamaciones o plegarias.

Después de tantas horas de tensión me sentía como narcotizado. Encontré cerca unos pedazos de tabla donde me acomodé haciéndome un ovillo. Temía, sobre todo, la humedad de la tierra. Un desconocido me alcanzó un chalón en el que me envolví y otro un mendrugo de pan. Me acurruqué y dormí despertando continuamente por los sollozos de la hermana de la profesora. Escuché entonces entre sus gemidos que su marido pertenecía a la tripulación del Canelo como cocinero.

Al filo de la madrugada pasó junto a nosotros uno de los marineros del Carlos, preguntando si alguien sabía qué había sucedido a sus familiares. Respecto a la tripulación de su barco opinaba que se habían salvado casi todos excepto los cuatro que intentaron huir en un bote salvavidas al que el mar aplastó contra el casco del buque y ellos desaparecieron, los daban como ahogados.
Cuando se tranquilizó un poco el mar después de la tercera ola, ya de noche decidieron echar al agua la balsa de aluminio lo único de salvamento que les quedaba. Los remos, faltos de chumaceras, tenían que ser sujetado con los pies de dos hombres cada uno y lo peor es que solamente se podían guiar en la oscuridad completa por la intuición y el ruido de la rompiente, ignorando si las olas que golpeaban eran peligrosas o no. Por fin consiguieron varar ene alguna parte y tanta había sido la tensión que alguien preguntó tontamente:
  • ¿Qué hacemos ahora con la balsa?
Todos rompieron a reír y llorar. Se dieron cuenta que se habían salvado. Otro tuvo ánimo para decir:
  • ¡Llévatela a casa, si quieres!
El marinero que nos contaba estas cosas no estaba exento de angustia. Permanecía con nosotros porque necesitaba desahogarse un poco. En esos momentos ignoraba completamente que había sido de su familia, si los suyos estaban en el cerro o muertos.
Nos dejó y se internó en la oscuridad, preguntando sin duda en cada grupo si alguien le podía dar noticias de sus familiares.

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Mis recuerdos y notas que tengo me han permitido, en los párrafos anteriores, hacer una descripción de lo que viví ese día. Lo que escribiré posteriormente se trata de solamente recuerdos de los días posteriores al tsunami.
Su orden aproximadamente cronológico. Es posible que algunos de los hechos se encuentren un tanto deformados por la antigüedad de cincuenta años, aunque para mí muchos, aun me parecen muy vivos.


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Cuando amaneció bajé a Corral. Efectivamente nuestra casa que se encontraba sobre el fuerte español no había sufrido daño alguno.
La ola parece que solamente salpicó el piso del fuerte y nosotros estábamos unos dos metros sobre él.
Lo que me llamó mucho la atención es que el mar estaba sin el menor rizo ni ola. Parecía como aceitoso, completamente calmo. No sé si en esa ocasión o más tarde alguien me dijo que el mar estaba así porque pedía perdón.
No recuerdo lo que hice aquel día. Pienso que exploré un poco con precaución y cambié impresiones con la personas de mi equipo y me enteré de sus propias experiencias.
No habían quedado embarcaciones utilizables. Estábamos aislados completamente de Valdivia.
En ese tiempo las radios a pila eran escasas y después de la catástrofe solamente quedaron dos en el pueblo. Por ellas supimos confusamente y en retazos algo de lo que sucedía en Valdivia y en el resto del país.
Llegada la tarde decidimos ir a dormir al cerro de nuevo, esta vez llevando algo de ropa. No sé si alguien quedó en la casa, creo que no. De esa segunda noche no recuerdo nada ni del día subsiguiente.

Al tercer día empezó a llover con fuerza. En un momento me dirigí a la iglesia y en el camino me encontré con un espectáculo que nunca he olvidado. Las gentes que habían subido a Quitalutos, probablemente por la falta de alimentos, estaban bajando. Eran personas que el maremoto había sorprendido vestidos para un día de fiesta. Las mujeres con zapatos de taco alto . Esas personas que bajaban del cerro estaban empapadas y embarradas. Sin duda para evitar el camino carretero muy largo que llegaba a la Aguada, tomaron las bajadas de arrastre de leña, sumamente abrupto y resbaladizo por la lluvia. Muchas debieron caer y resbalar. Venían descalzas casi siempre llevando como única cosa de valor sus zapatos en la mano. Eran gentes todas que trataban de ubicar entre la lluvia la casa de un compadre, un amigo que las quisiese cobijar. Muchas desesperadas se agrupaban cerca de la iglesia que aparentemente no había sufrido daños. Aparentemente, porque meses después, se supo que corría riesgo de caer y se emprendió una larga reparación. De todas maneras muchas personas encontraron refugio en la parte que servía como escuela y no recuerdo si dentro mismo de la iglesia que era muy espaciosa.

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En esos primeros días llegaron a nuestra casa personas por ayuda, entre ellas una mujer pidiendo si teníamos unos zapatos para darle. No teníamos si no los puestos. Yo la vi tan terriblemente acomplejada por su descalcez que decidí darle mis sandalias argentinas que era lo que tenía. Yo mismo quedaría descalzo por un tiempo, pero no me importaba. Incluso deseaba la experiencia. Afortunadamente el calzado era de su tamaño.

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Un enorme lanchón cargado de sacos de carbón vegetal fue arrastrado hasta los cerros que estaban al fondo de la Aguada. El maremoto lo hizo atravesar entre medio de la Usina más de un kilómetro y lo dejó allí varado sin que se diese vuelta o perdiese la carga.
No recuerdo quien se hizo cargo de la autoridad en el pueblo, creo que fue el Delegado o quizá el Alcalde. Esa Autoridad hizo saber que se le entregaría un saco de carbón a cada familia que fuese a buscarlo.
Yo decidí ir en nombre del nuestro Equipo.
Partí en la mañana pero cuando descendí de Corral Alto hasta donde comenzaba el camino de la Aguada, algo de un kilómetro hasta llegar a la Usina, una franja al borde del mar por donde habían corrido las vagonetas que llevaban la carga de lingotes y planchas hasta el muelle Francés, aquello era un inmenso revoltijo de rieles, vagonetas destrozadas, fierros de todos tamaños, alambrones… Aun ahora no sé como caminando descalzo sobre y entre todo aquello no me herí, sobre todo a la vuelta cargado con el saco que debía pesar unos veinte kilos.
Llegado al camino que iba a la Aguada y subía a Quitalutos estaba bastante despejado de fierros pero había pedrejones caídos del cerro que lo bordeaba por el lado izquierdo.
Me dieron el carbón y esto fue la salvación como para todos y nos permitió cocinar y calentarnos los primeros días.

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En Corral existía una única panadería. Propiedad de un español que llegó muy pobre a servir al dueño anterior de la panadería, también español. Este, al morir sin familia, se la dejó a su trabajador en propiedad. Cuando llegué a Corral la panadería era prospera. El español tenía una hija única a la que pudo dar estudios y que próximamente se iba a casar. La fecha del casamiento se fijó para la víspera del 21 de mayo. El novio era un contador que vivía en Concepción.
Yo estaba invitado a la boda. No fui por timidez, ya que no conocía a casi nadie de los que asistirían y porque no tenía ropa adecuada para una fiesta El día de la boda fue elegido para inaugurar el nuevo horno eléctrico que habían importado de Italia. Una gran avance de prosperidad para la panadería.
La fiesta fue muy concurrida. La novia recibió muchos regalos. Al día siguiente, día del maremoto, los recién casados partieron en el primer vapor para su luna de miel. Equipaje y regalos quedaron embalados para el traslado a Concepción.
La casa donde estaba instalada la panadería era amplia, bien construida y de dos pisos. Abajo la panadería, arriba la habitación de la familia.
La primera subida del mar hizo flotar la gran casa y la arrastro hasta la orilla de la playa, donde la depositó. La casa quedó bastante inclinada. El hermano del dueño que se había emborrachado dormía en el segundo piso. Se despertó. Trato de salir, pero las puertas estaban trabadas. Consiguió abrir una ventana o romperla y se deslizó hasta el piso por una de las tuberías de evacuación de la lluvia. Así se salvó. El padre de la novia también se salvó.
La segunda ola destruyó la casa con el resto de Corral Bajo. Todo se perdió.
Días después el español sumamente deprimido me contó que solamente recuperó una rueda de carretilla y un pedazo de luma que le habían regalado y coció en aceite para hacer una garlopa. Me regaló ese pedazo de madera y yo construí una garlopa que utilice durante muchos años. Yo en cambio le regalé mi maleta, pues su hija se lo llevaba a vivir con ella. De todos los habitantes de Corral con quien entonces tuve contacto era la persona más triste y deprimida que conocí.
Meses después me enteré que su familia para darle una actividad le montaron un pequeño negocio, pero no pudo superar su depresión y un día lo encontraron ahorcado.

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El Carlos, el barco que se hundió en medio de la bahía estaba cargado de harina y durmientes de madera para el ferrocarril.
Al día siguiente empezaron a flotar poco a poco los sacos de harina y la marea los llevó a la playa. Las gentes del cerro de la Marina, que no habían sufrido los efectos del maremoto, bajaban temprano en la mañana para aprovechar la tela de los sacos que entonces se denominaba osnarburgo. Lo grave del asunto es que los quintales al flotar se humedecían unos centímetros de espesor y ello implicaba que la mayoría de la harina debido a esa capa mojada quedaba intacta y aprovechable. La gente que deseaba la tela que utilizaban de ordinario para hace sábanas e, incluso ropa interior, derramaban la harina en la tierra. Cuando se supo lo que hacían se organizaron para recuperar los quintales y mucha gente comimos de esa harina.
Muchos días después, cuando hubo botes, se hacían viajes para salvar lo que se pudiera de las bodegas del Carlos y se empezaron a pescar los pesados durmientes utilizando largas pértigas con los que se ensartaban y subían a los botes. La empresa naviera pagaba por esta recuperación.

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Mis compañeros me pidieron que hiciese un viaje recorriendo la costa para ver lo que había sucedido con la gente que vivía cerca de la orilla.
Recorrí la playa y los alrededores empezando por el camino que al pie del cerro de la Marina conducía a la caleta de Amargos.
Las casas palafito que bordeaban el camino y algunas que estaban pegadas al cerro habían desparecido completamente. Llegando a la playa de Amargos el estero donde lavaban las mujeres y sus grandes piedras había cambiado completamente. El hotel era un montón de ruinas. Muchísimos de los Eucaliptus que estaban en el lindero de la playa, ahora estaban cerca de borde del mar. Resistieron bastantes y otros estaban desarraigados. Las viviendas de los pescadores del lado sur habían sido borradas. Solamente permanecían las de arriba de la cuesta y camino que conducía al cementerio y a San Carlos. Al otro lado de la cuesta comenzaba a orilla del mar una barrera de desechos casi continua. Tendría algo más de dos metros de altura. Eran maderos y restos de todo tipo. Más tarde cuando las personas de los alrededores empezaron a tratar de recuperar lo que pudiera servirles, me contaron que se encontraron con las más variadas cosas, incluso en buen estado. Menaje, mercaderías piezas de tela completas… procedentes de los almacenes de Corral,
Encontré más allá de San Carlos arranchados en unas casas del alto las personas que vivían en las cuevas del Morro Gonzalo. Antes del maremoto fui a conocer como vivían aquellas gentes de que me habían hablado. En el morro existían grutas que eran secas y estaban a cierta altura sobre el mar. Si bien las gentes que las habitaban eran pobres, no eran miserables. Las grutas estaban cerradas con tablas y puertas. Se trataba de pescadores y mariscadores. Entre ellos estaba la familia de un ciego.
Después del maremoto las cuevas bajaron de altura sobre el nivel del mar y no solamente habían sido temporalmente invadidas por las aguas, sino que llegaban a ellas las mareas y eran inhabitables. Entonces me confirmé que como empecé a sospechar la tierra cercana al mar había bajado bastante en algunos puntos, al menos donde no existían sólidos cimientos rocosos.

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El equipo de belgas con el que yo vivía aportó fondos para construir algunas embarcaciones tipo ballenera que eran los botes de vela más comunes en Corral. No me acuerdo cuantos días se tardó en reunir los carpinteros de ribera, los materiales y todo lo necesario. La construcción se organizó al aire libre en la plaza frente a la iglesia. Se construyeron unas nueve balleneras de nueve metros de manga. Ahí aprendí algo sobre la construcción de estas embarcaciones.

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Creo que estuvimos absolutamente aislados de Valdivia una semana. La primera embarcación que llegó a Corral fue el Tocho. Un pequeño remolcador de madera. Este remolcador, como los otros que se hundieron, se utilizaban para remolcar hasta Valdivia los lanchones (hechos con cascos de pequeños buques desguazados) donde los barcos que llegaban y salían de Corral movilizaban sus cargas. Generalmente estas cargas que llegaban eran sobre todo trigo para los molinos de Valdivia y mercadería diversa. Cargaban harina, madera, carbón vegetal…
El Tocho descendía por el rio sin lanchones volviendo de Valdivia. El capitán advirtiendo que algo estaba sucediendo mal, optó por hacer entrar el remolcador en uno de los afluentes del Calle-Calle y allí pudo aguantar la subida de del agua. Nunca supe en que condición quedó, pero, si sufrió alguna avería, no fue importante y llegó días después a Corral. Era una embarcación de motor, pero podía llevar pocos pasajeros así que se utilizó para movilizar a las Autoridades y a los enfermos graves.

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Creo que el primer lanchón con ayuda para los damnificados llegó unos diez días después del terremoto. Traía alimentos, ropa… era un lanchón grande. No recuerdo si lo trajo el Tocho o un remolcador más poderoso. Lo consiguieron arrimar a la orilla de la plaza. Colocaron tablones para que los estibadores desembarcasen las mercaderías. Ellos estaban allí en fila frente al lanchón, pero ninguno se movía. Parece ser que uno de los dirigentes discutía con la autoridad del momento quien pagaría la descarga. No llegaron a ningún acuerdo. Estábamos muchos cerca para ayudar. En vista que los profesionales del desembarco no hacían nada, nosotros empezamos a descargar a pesar de nuestra impericia. Recuerdo esto muy bien porque fue la última vez que cargué un saco de ochenta kilos. Creo que fue un hecho vergonzoso y mezquino el de los estibadores.

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Yo seguía descalzo. Eso no me molestaba mayormente, pero me daba una cierta vergüenza.
Solamente los días de helada, cuando tenía que ir a la costa era algo duro y evitaba pisar la escarcha.

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El responsable de mi equipo me preguntó si quería unirme a un grupo de carpinteros contratados por la municipalidad para construir algunas casas para los pescadores de Amargos.
Acepté con gusto porque era la posibilidad de aprender algo de construcción además yo tenía un equipo completo de herramientas de carpintería y mueblería.
Me uní al grupo y construimos seis casas con restos recuperados del maremoto. Eran casas pequeñas y sólidas.

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Semanas después me pidieron que tratase de reconstruir una pequeña casa que se había caído en el cerro Milagro, ya bastante arriba. Donde vivían dos ancianos casi impedidos. El problema era que tenía que trabajar sin ayuda de otra persona. Yo quería poner en práctica mis nuevos conocimientos en construcción y acepté. Tuve que desmontar parte de lo caído y luego remontarlo. Era lo que se llama una media-agua, por tener un techo de una sola pendiente. No recuerdo bien si la terminé o bien por falta de materiales dejé solamente la estructura montada.
Unos vecinos cercanos fueron muy simpáticos conmigo, me convidaban para tomar té acompañado de algún huevo pan.

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Algunos pequeños botes fueron reparados y los encontraron varados en buenas condiciones bastantes días después del maremoto.
Las goletas de los pescadores quedaron totalmente inutilizadas, pero una de ellas parece que estaba en Valdivia o en otra parte y se salvó. Su capitán se llamaba Baeza y era joven. Se podía contar con ella para algunas cosas de traslado de damnificados. Tenía motor.

La condición de las personas que escaparon del las cuevas del morro era de “allegados” en casas de los alrededores mientras se construían alguna choza o buscaban albergue en otra parte. Los más desamparados era la familia del ciego. Las casas de la Aguada, detrás de la Usina y estaban en parte desocupadas así que conseguimos una para la familia del ciego que contaba con varios niños. La mujer que era mariscadora no podía hacerlo ya debería encontrar algún tipo de trabajo en Corral.
Conseguimos que la goleta de Amargos aceptase hacer el traslado. Yo iría a buscarles. Por alguna razón la goleta no pudo hacer el viaje en la mañana. Partimos en la tarde. Buscamos una caletita cerca de la casa en que estaban albergados y se empezó el traslado de sus enseres y la carga de la goleta. No era un trabajo fácil porque la casa estaba algo lejos y la goleta mal fondeada. Me dí cuenta que íbamos a llegar muy tarde a la Aguada, pero no se podía ya hacer nada. Es cierto la gente de los alrededores ayudó con buena voluntad.

Llegamos a la Aguada anocheciendo. La goleta no se pudo acercar a la playa porque la marea estaba baja. Los que teníamos que hacer el desembarco nos tuvimos que echar al mar que nosllegaba casi a la cintura. El agua estaba bastante fría y el fondo era de rocas sueltas de pequeño tamaño, así que difícil de pisar descalzos, pero no teníamos otra opción. Primeramente hubo que pasar al hombro a los pasajeros. A mí me tocó la mujer que llevé a la espalda y creo que algún niño. Después la carga que dejamos amontonada en la orilla. La mujer con los niños empezaron a acarrearla hacía su nueva casa que estaba como a un kilómetro o cosa así. Nunca pensé en que en el fondo marino que pisaba podía encontrarse fierros o alambrones que nos herirían. Tuvimos suerte y ninguno tuvo problemas. Era noche cerrada y todavía quedaba mucha carga amontonada en la orilla. En último momento llegaron voluntarios de la vecindad. Hice yo mismo un viaje con carga. La familia que llegaba se estaba instalando como podía en la casa y unas vecinas habían aportado un brasero. La goleta se había ido. No sé como llegué a mi casa en la noche y en aquella parte del camino lleno de restos de hierro.

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