reflexiones - cuento





LA JAULA

Éramos muchos. Muchos hermanitos. Mis primeros recuerdos son hermosos. Quizá no hermosos, simplemente agradables. Penumbra. Tibieza. Fraternidad. En aquellos momentos estaba muy lejana la lucha por la vida.

Nuestra madre nos había proporcionado todo aquello que estaba en sus posibilidades para hacernos una vida confortable. Nuestra habitación era una especie de nido en que ella, con su habilidad, había reunido todos los lujos posibles. Un lecho de hierbas y paja cubierto con cálido plumón. Ella nos aseaba en forma meticulosa.

Es cierto que permanecíamos confinados siempre en la semi oscuridad de nuestra pequeña pieza que era todo nuestro mundo. Una habitación sin otra abertura que la que nos comunicaba con la pieza donde, de ordinario, trabajaba nuestra afanosa madre.

Nosotros en nuestra primera infancia no ambicionábamos conocer nada más allá de nuestro cálido mundo. Estábamos contentos con aquel ámbito donde podíamos jugar y retozar amistosamente tan pronto como tuvimos desarrollo para ello. Crecíamos rápido. Ahora me doy cuenta de ello aunque entonces no lo advirtiese.

Nuestra equitativa madre no mimaba a ninguno de nosotros en particular. Tampoco pasaba demasiado tiempo en nuestra compañia afanada como estaba en sus quehaceres que significaban para nosotros el alimento y calor que necesitábamos y que ella, a su tiempo, nos entregaba.

Expresé que los recuerdos de aquellos tiempos eran agradables. Si existe el Paraíso, supongo que debe ser muy parecido a aquel de nuestra primera infancia. Paraíso terrestre limitado en el que estaban saciadas todas nuestras necesidades y en el que todo era amable.

Solamente durante las noches nuestra madre podía acostarse con nosotros manteniéndonos protegidos con su cuerpo dándonos su calor y perfume. ¡Cuánto echo de menos su presencia!

El comienzo de mis recuerdos es muy temprano. Una interminable sucesión de comidas seguidas de placenteros sueños. Un sueño sin pesadillas como es el patrimonio de todos los bebés del mundo. A este periodo siguieron otros de mayor vigilia con torpes y desordenados movimientos en un incontenible deseo de explorar el mundo que nos rodeaba. Uno empieza a retorcerse, moverse, arrastrarse, reptar como cualquier animalillo. Yo no era un bebé aislado, sino que tenía hermanitos que me acompañaban en cualquiera de mis intentos y descubrimientos. No estaba nunca sólo. No me sentía, entonces, nunca sólo. Esa es la razón que ahora mi situación sea intolerable. Sentirse sólo en la primera edad debe ser, aun, más intolerable.

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Pasó el tiempo. Ciertamente nosotros ya teníamos nuestra propia manera de medirlo, Nuestra madre venía a espacios regulares para alimentarnos. A continuación nos acurrucábamos contra ella para los más agradables sueños de la jornada. Transcurrieron innumeras jornadas. Nuestros miembros, al principio tan débiles, se iban fortaleciendo. Hasta cierto punto nos podíamos apoyar en ellos sin que ahora nos traicionasen. Aparecieron dos nuevas sensaciones importantes. Teníamos un apetito desmesurado y empezamos a tener algo, que más tarde, calificaríamos como hambre. Nuestra curiosidad reacrecentaba e iba más lejos de lo que, hasta entonces, había sido nuestro mundo. La habitación contigua a la nuestra nos atraía con fuerza irresistible. A primera vista parecía muy fácil penetrar en ella puesto que no existía puerta alguna que nos lo impidiese. Temíamos, sin embargo, aquel altísimo umbral que durante tanto tiempo nos había impedido la visión del otro lado y que nos parecía un obstáculo superior a nuestras fuerzas. Durante mucho tiempo aun luchamos para encaramarnos sobre él, porque nos dominaba el temor hacia la desconocida pieza.

Posiblemente fue la imaginación y nuestra nueva experiencia del hambre lo que nos dieron alas para impulsar nuestras investigaciones hacía el exterior. La imaginación ¡esa terrible engañadora! Ella nos pintaba la pieza contigua, dominio exclusivo de nuestra madre, como un paraíso donde existirían los manjares en abundancia y donde sobraría el espacio vital que para nosotros cada día se hacía más estrecho. Nuestro apego al nido nos detenía cada vez menos frente al atrayente destino que nos pintaba nuestra imaginación.

Quien de nosotros dio el paso decisivo o cuando me es imposible de recordar. Quizás lo hicimos en un movimiento colectivo o algo parecido. Cuantos rodeos, cuantas dudas para traspasar aquella irrisoria separación que ya podíamos saltar con facilidad. Hasta que dimos, finalmente, el paso.

Entonces tuvimos el primer de los desengaños de los muchos que nos iría dando la vida. Aquella pieza que, sin duda, era mucho más espaciosa que la nuestra, tampoco era el mundo libre y grandioso que nuestra imaginación nos describió con tanta frecuencia. A pesar de sus grandes proporciones también tenía un límite. Poseía una gran abertura por la que entraba la luz a raudales muy diferente de la luz tamizada y tenue a la que estábamos acostumbrados. Aquella entrada no era libre, sino que estaba cerrada con un enrejado, que más tarde descubriríamos estaba hecho más allá de nuestras fuerzas. No sólo de las nuestras sino de las inconmensurablemente mayores de nuestra madre. Era cierto en cambio que, sí, había comida. Esta se encontraba por todas partes. Intuíamos que se trataba de comida porque, evidentemente, nuestra madre la comía con ansia, pero era diferente de la que ella nos proporcionaba. Aparte de esto allí reinaba la suciedad y el desorden. Por lo demás, si bien aquella pieza era más grande, comparada con el tamaño de nuestra madre y su corpulencia se reducía a condiciones más modestas.

Antes de continuar con lo que fué uno de los pasos más inauditos de mi existencia, la salida al espacio de nuestra madre, deseo hablar de un fenómeno sobrecogedor, de Dios.

Si, ese ser extraño que tan pronto iría a tener una importancia determinante en nuestra vida. Ya, en aquellos primeros momentos, hizo sentir su presencia entre nosotros. Aun no nos dábamos cuenta de su presencia debido a nuestra mentalidad infantil y poco desarrollada. Además, por el momento, sus intervenciones eran raras y esporádicas.

La primera vez que prtcibimos su presencia resultó algo espantoso para todos nosotros. El trauma que sufrí me resulta indeleble hasta el día de hoy y está agazapado en lo más profundo de mí ser como una terrorífica experiencia.
Aun permanecíamos en nuestra pieza y en su dulce penumbra. De repente nos sentimos inundados por una luz penetrante y fría semejante a la que mucho después experimentaríamos en la pieza de nuestra madre. Me sentí tomado, y que me hacían daño. Era algo poderoso que me tenía tomado, elevado, sumergido en aquel resplandor violento en un intolerable baño de sensaciones desacostumbradas. Sin duda me acariciaba, pero todo era terrible y desacostumbrado. Finalmente fui depositado, sin daño alguno, junto a mis hermanos. Todos, sucesivamente, fueron experimentando aquella terrible prueba.

Pronto, en nuestro aturdimiento juvenil, olvidamos aquellas intervenciones provenientes del “otro mundo”. No estoy seguro si las olvidamos o quisimos ignorarlas. Lo que es indudable que aquellas intervenciones “sobrenaturales” marcaron desde entonces la intolerable presencia inasible y diferente a la de nuestro mundo. Afortunadamente aun aceptábamos lo que sucedía tal como se nos daba.

A la invasión primaria del mundo de nuestra madre, siguió el paso subsiguiente de hacerlo cotidianamente. Pasos subsiguientes e individuales según íbamos adquiriendo la madurez para hacerlo. Yo fui uno de los primeros.

Aquel nuevo mundo, a nuestra escala, resultaba enorme. Hasta entonces habíamos dependido de la voluntad de nuestra madre para que ella viniese a ofrecernos sus pechos exuberantes. Ahora nosotros por nuestra voluntad podíamos acercarnos a ellos. Gustar de su leche a nuestro antojo. No contamos con su rechazo. Lo hizo. Sacó de nuestras bocas glotonas sus pechos cargados de dulcísimo leche. Aquel rechazo fue un duro golpe para nuestra audacia. De manera clara e inequívoca se nos mostraba que si habíamos crecido se nos exigía que empezásemos a valernos por nosotros mismos. No podíamos depender solamente de ella para vivir, al menos, no completamente.
Teníamos un fuerte acicate para buscar nuevos alimentos la violenta reclamación de nuestros jóvenes estómagos. Fue fácil descubrir los numerosos alimentos que yacían a nuestro alrededor. No eran semejantes a la exquisita leche, ni los otros manjares que ella nos proporcionaba. Menos aun, aquellos que nuestras febriles imaginaciones nos pintaban. Eran alimentos vulgares, desabridos, con frecuencia sucios, siempre desagradables a nuestros paladares.

De este tiempo provienen mis fuertes experiencias intuitivas. Repentinamente, por alguna oscura razón, sabía que no debía tocar, sino rechazar un tipo de alimento. Resultaba evidente cuando el gusto era profundamente desagradable. En ocasiones el color, la textura, el olor me repetían. En otras algo instintivo me decía que los debía rechazar y ni siquiera tocarlos. Entonces no reflexionaba sobre estos acontecimientos como lo hago ahora. Sucedían. Ocurrían cosas a mi alrededor sobre las que yo no tenía influencia alguna y que, sin otra posibilidad, debía aceptar pasivamente.

Empecé a darme cuenta que Dios no estaba tan lejos de mí como había pensado en mi primeras experiencias. Ahora su proximidad empezó a serme más manifiesta y menos traumatizante que antaño. Empecé a darme cuenta de un hecho misterioso, su proximidad tenía algo que ver con nuestro alimento. La comida llegaba en abundancia en tres momentos determinados de la jornada. De nuevo yo no veía a Dios. Eso resultaba imposible. Dios era un ser invisible. Su presencia era demasiado atemorizante y, cada vez que suponía su proximidad, huía aterrorizado. En verdad, todos nos escondíamos en nuestra pequeña pieza que aun nos servía para nuestras horas de reposo. Acurrucados, temerosos, apretados uno contra otro percibíamos como la gran puerta por la que entraba la luz y la claridad se abría y la comida era introducida. El momento era más prolongado cuando se extraían los restos anteriores y se verificaba la limpieza. Nuestra madre tenía más confianza y aceptaba la sobrenatural intervención sin asustarse mayormente.

Me habría gustado saber lo que nuestra madre pensaba sobre todas estas experiencias inexplicables. Ella era un ser bondadoso, pero retraído y escasamente comunicativo, debido, supongo, a la embrutecedora tarea de parir y criar hijos Esto significaba que dedicaba especial importancia a mantenerse sana y bien alimentada para alimentar, a su vez, su numerosa progenie. Una comunicación más estrecha con ella nos habría sido de enorme utilidad para nuestro desarrollo emocional y psíquico. De todas manera ella nos enseñaba a seleccionar nuestros alimentos, a limpiarnos, y a practicar hábitos que nos mantuviesen en buen estado físico dentro de un espacio tan reducido como era en el que vivíamos. Según crecíamos con rapidez nuestro espacio vital nos resultaba estrecho y agobiante.

Un paso muy definitivo en mi vida fue cuando me atreví mirar al exterior, dirigir mi mirada hacía el cielo. Antes tuve que vencer el miedo incoercible a lo amplio que se extendía más allá de nuestra ventana enrejada. Con asombro empecé a descubrir que el mundo no era como lo había imaginado antes, es decir, una interminable sucesión de piezas semejantes a las que nosotros habitábamos. Nosotros estábamos recluidos, me dí cuenta, en unos ámbitos estrechos a los que no sé por qué, empecé a denominar mazmorras. Allí afuera, en el infinito, estaba un espacio azul que, sin que nadie me lo dijese, nombré cielo.
No puedo negar que más lejos alcanzaba a vislumbrar otras mazmorras como en la que nosotros habitábamos. Por una deducción mínima y tardía descubrí que, tanto nosotros como las sombras que se movían allá lejos detrás de rejas, éramos prisioneros.
Solamente Dios se movería libremente en aquel infinito que, sin duda, era el Cielo, habitación exclusiva y propia de Dios.

A un descubrimiento, a una nueva reflexión sigue otra. Así es el proceso de seres inteligentes como nosotros. Lo que hasta entonces no había sido sino una vaga presencia y un fugaz contacto se me hizo más familiar cuando lo pude captar con un sentido más: la vista. Creí haber visto fugazmente a Dios. ¿Lo vi en realidad? No lo sé, puesto que lo que me pareció descubrir no tiene semejanza alguna con lo que me es familiar en mi universo. He ido descubriendo que el mundo que me rodea es muy rico y que cada día puedo descubrir en él nuevas cosas. Además he comprendido que nosotros no somos sus únicos habitantes, sino que existe una multiplicidad de criaturas, aparte de nosotros mismos. Hay unas tan pequeñas que penetran fácilmente en nuestras habitaciones, puesto que se deslizan cómodamente por aberturas en que nosotros no podemos introducirnos. Ninguno de ellas es semejante a Dios. Descubro que cuanto me rodea encierra numerosos misterios.
Advierto que la mayoría de mis hermanos son muy obtusos. No se preocupan, como yo, del mundo que nos rodea. No se preguntan nada. No tienen curiosidad alguna. Se asemejan a nuestra madre y a su escasa capacidad de comunicación Me rechazan porque no estoy todo el tiempo entretenido como ellos en sus interminables juegos y peleas. No aceptan que me recoja aislado a meditar sobre cuanto nos rodea. Lo que me parece peor. No se inquietan en absoluto de nuestro encierro que encuentran natural tanto como esas leyes impuestas por un Dios que aparece tan lejano y, en ocasiones, tan cercano. Mis hermanos parecen felices, comiendo, durmiendo y retozando. Supongo que pronto se convertirán en seres procreadores y alimentadores de hijos que, como ellos mismos, no tendrán conciencia alguna de su existencia como seres individuales y únicos. Ignoro nuestro destino y si acaso este lejano Dios lo tendrá prolijamente delineado o será fruto de la casualidad.

¿Ese ser que intuyo omnipotente será benéfico o malévolo? ¿Ordenará nuestra vida para beneficiarnos o para destruirnos? ¿Lo hará solamente en beneficio propio? ¿Por qué nos tiene aquí aislados y como prisioneros? ¿Solamente él goza del cielo y de tantas cosas que yo atisbo desde lejos sin comprender lo que puedan ser?

A veces me pregunto, si en alguna ocasión viví antes que ahora. De repente me siento asaltado como de una ola de recuerdos de una vida anterior. Conocimientos que estarían dentro de mí y que afloran a mi conciencia sin que sepa distinguir entre aquellos que puedan ser verdaderos o únicamente frutos de mi imaginación. Algunos de esos recuerdos trato de compararlos con la realidad que me rodea y suelen encajar perfectamente. Lo más inexplicable es que me hacen pensar en cosas tan extrañas que temo sean desvaríos de mi imaginación.

Una de las cosas que pienso es que nuestra madre no siempre fue así como la vemos hoy. Su incomunicación debe depender de terribles experiencias del pasado que la han ido reduciendo a esa especie de estado vegetal. Lo atribuyo especialmente a este terrible encierro en que tenemos que vivir. Viéndola y usando la simple lógica, me doy cuenta que su poderoso cuerpo estaba destinado a moverse y correr por esos grandes espacios que vislumbro en el exterior. Lo que veo en ella lo puedo trasladar a nosotros, porque siento el impulso incontenible de correr y saltar, deslizarme y trepar. Desde luego, no para girar eternamente en redondo, como parece que es nuestro destino. Tengo sed de luz, calor, movimiento y recorrer los espacios infinitos que se extienden más allá de las rejas que me detienen.

Sentir todo lo anterior y mucho más que soy incapaz de expresar, me acarrea frustración y rechazo. Frustración por la incapacidad de resolver los problemas que, día a día, mi mente me presenta. Rechazo, frente al idéntico rechazo que sufro de la parte de todos aquellos que me rodean. Todo esfuerzo de comunicación parece, cada vez, más inútil. Mis hermanos me abruman con sus risas y bromas y me repiten continuamente:

-¿Libertad para qué? ¿No tienes aquí lo que necesitas y puedes desear? ¿Por qué no te das cuenta que el mundo que anhelas debe estar lleno de peligros de los que nos salva nuestro confinamiento?

¡Por primera vez estuve en el cielo! Por muy poco tiempo, por desgracia. Dios me sacó. Repentinamente me arrebató y, sin transición, me depositó en medio de lo infinito. Fue todo tan rápido e inopinado que no tuve tiempo de reaccionar y menos de gozar de tan desmesurado y desusado privilegio. Pude sentir, como siempre había supuesto, que yo me encontraba adaptado a esa infinita extensión de plena luz, calor y colores. Estaba espantado ante la novedad de mi nueva experiencia aunque en ningún momento me sentí incomodado por ella.
Tan pronto como fui sacado se me depositó en mi lugar, que desde ese instante, me pareció doblemente oscuro y estrecho.

Mis contactos con el exterior eran escasos y sobre todo imaginarios cuando en pocos momentos nuestra existencia común fue dislocada brutalmente cuando menos lo esperábamos. La palabra “dislocada” expresa mal todo el conjunto de dolor, humillación y sufrimiento al que fuimos sometidos.
De nuevo Dios intervino abrupta y definitivamente en nuestras vidas. Ignoro la falta que cometimos para ser tan cruel y dramáticamente castigados.

Empezamos a ser brutalmente extraídos, uno a uno, de nuestra morada. Luego se nos fue colocando en diferentes recintos incómodos y mal olientes. Separados de nuestra madre y clasificados según criterios que me es imposible discernir, pero que supongo está basado en diferencias físicas. Probablemente unos como más parecidos a nuestra madre y otros los que éramos más diferentes.
Durante muchos días el dolor, la tristeza, y el miedo me han mantenido paralizado. Luego fueron introduciendo junto a mí a otros desconocidos que han creado una situación insoportable de hacinamiento.
Ha pasado bastante tiempo después de nuestra separación y traslado. El único alivio es que la reja que nos separa del exterior es inmensa y me permite una mejor observación del mundo exterior.

He meditado mucho en estos días de aflicción. He llegado a la extraña conclusión de que todos nosotros amamos de alguna manera nuestro encierro. Esto me resulta una paradoja insoluble. La verdad es que ninguno de nosotros ensaya huir. Dejamos escapar un sin número de ocasiones para hacerlo y, menos aun, intentamos romper las frágiles paredes que nos aprisionan. Para lograrlo solamente necesitaríamos un poco de paciencia y perseverancia. En el fondo creo que tenemos miedo al exterior, ese mundo que nos fascina y del que desconfiamos por la ignorancia que tenemos de él. Menos aun lo consideramos como nuestra verdadera patria. Aquí encerrados nos sentimos protegidos de cualquier peligro verdadero o imaginario. ¿Existen esos peligros? ¿Acaso nuestro destino actual al que Dios parece tenernos predestinados no será el más peligroso?

Mis compañeros opinan que nos tiene confinados para mantenernos más protegidos. Por el contrario a mi se me ocurre que estamos confinados porque estamos condenados. Esta idea, creo, que viene de esa capacidad que parezco tener de poder “recordar” o “leer dentro de mí”. No puedo afirmar que todo lo que se me ocurre sea completamente cierto, pero si me parece, que puede ser útil para investigar mi realidad actual.

Mi mundo se ha ampliado enormemente por el simple hecho que nuestra ventana que comunica con el exterior sea tan amplia. He podido observar detalladamente muchas cosas que antes solamente distinguía muy mal. Nuestras chozas-prisión no son las únicas Existen otras más en incalculable número. Todas están provistas de verjas de hierro y detrás de ellas atisbo cuerpos en movimiento. Me intriga especialmente una que no es cuadrada como las otras, sino redonda. En ella habita un adulto muchísimo más grande que nuestra madre. Parece que no tiene hermanos. Pero cada día veo que introducen junto a él un adulto semejante a nuestra madre y que inmediatamente ellos se someten a una extraña danza o lucha.

Solamente ayer vi que Dios tomaba a mi madre y la arrojaba con violencia dentro de la choza del solitario. No salía aun de mi asombro, cuando pude ver que este se arrojaba violentamente sobre mi madre, como si con su enorme corpachón la quisiese aplastar o castigar salvajemente, como sus desordenados movimientos dejaban suponer. Luego sentí, rato más tarde, un poco de tranquilidad, cuando pasados sus violentos espasmos, ví que se acariciaban cara con cara. Esta pausa fue temporal ya que, poco después, todo recomenzó con violentos espasmos en que, sujetándola por el cuello, la montaba repetidas veces.
Mi madre fue devuelta a su choza y otra hembra fue introducida con el solitario. Ahora ya no me cabe la duda que son todas mujeres las que introducen en su choza para que él haga con ellas cuanto desee sin ninguna restricción. Me gustaría preguntar a alguien el significado de todo esto, pero mis compañeros son aun más jóvenes que yo mismo. Supongo que debe tratarse de algún tipo de rito religioso, quizá una especie de adoración a Dios.

De nuevo ha pasado mucho tiempo. Hemos crecido. Mis compañeros ya no son tan juguetones, en cambio son muy agresivos. Están dispuestos a pelear por cosas sin importancia y por la comida. Otras veces apáticos, no se interesan en otra cosa que captando el escaso sol que penetra en nuestro reducto o mirando distraídamente el exterior. Nuestra comunicación mutua va en sentido opuesto al crecimiento de nuestros cuerpos. Cada vez me siento más sólo y aislado. Anhelo con fuerza poder escapar de nuestro encierro. Dios, nuestro omnipotente guardián, ahora que somos mayores, no nos descuida en ningún momento. Parece intuir mis deseos de fuga. Íntimamente sé que debo huir, porque allá afuera está mi verdadero mundo. Este encierro cruel e insensato va contra mi verdadera naturaleza y por tanto no puede conducir a nada bueno.

Dios nos sigue apartando a unos de otros. Va sacando, uno a uno, a mis compañeros de encierro. Esto debería alegrarme porque aumenta mi espacio vital. Sin embargo, después de estas continuas desapariciones, reina entre los que quedamos un ambiente lúgubre de tragedia. Hablo de desapariciones porque en ningún momento he podido comprobar que hayan sido colocados en algunas de las prisiones que tengo a mi vista. Aun más. Después de cada desaparición me ha parecido escuchar gritos desgarradores como de muerte. No se trata de algo que haya percibido con mis oídos físicos, aunque para mi tenga una certeza indudable. Mis días y noches transcurren en la angustia y el terror. Cada día que se abre la puerta de nuestra prisión para entregarnos los alimentos, temo ser yo uno de los arrebatados.

Llegó el día aciago. Dios, de improviso nos tomó a los dos últimos que quedamos. Hábilmente ligo nuestras extremidades, de modo que no nos pudimos mover. Nos transportó lejos, a un lugar que, aun pendiendo cabeza abajo, no pude reconocer. Nos depositó al pie de un árbol. Toma a mi compañero y lo cuelga cabeza abajo de una rama. Se balancea retorciéndose inútilmente. Veo como golpea su cabeza secamente con el canto de la mano. Su cuerpo queda exánime. Trato de no ver lo que sigue. Le abre la garganta de donde cae un chorro de sangre y comienza a seccionarle y arrancarle la piel, teniendo yo la certeza que aun vive. Trato de ovillarme trémulo y espero mi suerte de
CONEJO.
Si a alguien cree que este relato se asemeja a lo que sucede en algunos lejanos países con alguna frecuencia
Piense que la semejanza probablemente es

ACCIDENTAL.



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