EL RENEGADO
La imagen representa a Juan de Aguilera, conquistador español, que fue hecho prisionero por los mayas y que engendró al primer mestizo hispano- mejicano.
Se conocen algunos nombres de españoles que por una u otra razón adoptaron la vida de los indígenas americanos. Es posible que haya habido otros varios que no fueron tenidos en cuenta.
GONZALO GUERRERO, marinero. Natural de Palos. Naufragó en Yucatán en 1536. Murió luchando contra Cortés.
CASCORRO. Pescador de Huelva. Al principio de la conquista, en Cuba.
FRANCISCO MARTIN. Soldado de la expedición de Alfanje en 1532. Selva colombiana.
FRANCISCO GASCO. En Chile.
LOPE DE OVIEDO. En Texas.
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Capitulo 1 LA GRAN CAVERNA
Mirándola de espaldas difícilmente se podía pensar que se trataba de una mujer. Usando como bastón la lanza de dura madera trepaba seguramente por la empinada y pedregosa cuesta. Tenía movimientos ágiles. alta, flexible, de apretados músculos, se movía como un gran gato en el que todos los músculos se dibujan siguiendo un hermoso ritmo.
Completamente desnuda, con el cuerpo marcado por atroces cicatrices hundidas y cortes de heridas nunca suturadas.
Ella era igual que cualquier guerrero que ha sobrevivido a múltiples batallas.
Su cabeza torpemente rapada indicaba que su pelo le estorbaba como guerrera, o bien que lo había sacrificado en un pesado luto según las normas de su tribu.
Detrás de ella escalaban la abrupta ladera sembrada de enormes guijarros como monstruosas piedras de honda un hombre bajo y musculoso de movimientos pesados y ágiles a la vez. Su pelo, muy negro, estaba cortado a la semejanza de un cerquillo monacal por delante mientras que una larga melena le caía por atrás. Desnudo no mostraba cicatrices, sino complicados dibujos en rojo y azul sobre su cuerpo. En sus manos llevaba un arco armado con una flecha, listo para ser tensado instantáneamente como si en cualquier momento pudiese aparecer algún peligro. Pendía de su espalda un grueso manojo de flechas con plumas multicolores.
El tercero que ascendía con ellos, parecía escalar sin esfuerzo alguno. Era un adolescente. Desnudo su cuerpo contrastaba con el de sus acompañantes. Su piel era aterciopelada y mucho más clara que la de ellos, su cobrizo parecía dorado. Su pelo cortado como el del otro varón era castaño oscuro. Como la mujer empuñaba una larga lanza, con la aguzadísma punta negra por haber sido endurecida en el fuego. No se servía de ella para apoyarse, sino que la enristraba como para defenderse o atacar a un enemigo aun invisible.
Ascendían en un sabio zigzagueo siguiendo las huellas naturales dejadas por la erosión y por los animales de la montaña. Se deslizaban entre las rocas y los arbustos espinosos con movimientos gráciles de sus cuerpos brillantes debido a algún aceite, sin mover una rama ni clavarse una espina. Caminaban muy erguidos, sin mirar donde pisaban como si sus pies desnudos captasen el camino tomándose en forma prensil de la senda empinada y adivinando obstáculos. Su caminar elástico parecían los pasos aprendidos de un milenario ballet.
Resultaba hermoso verlos trepar, deslizarse silenciosos, sin hacer rodar una sola piedra, sin tropezar con una rama espinosa, como réptiles o como la brisa.
Los cuerpos brillantes empezaron a transpirar por el calor y el reverbero de las rocas sin parecer mayormente afectados por ello.
Subían y subían. Sin cambiar una palabra entre ellos. Uno detrás de otro. Llegaron a una estrecha plataforma que contorneaba la montaña transformándose en una especie de repisa. Empezaron a seguir aquella senda pegados a la pared rocosa y teniendo a sus pies vertiginoso abismo. La mujer, ya que abría el camino ahora, no se ayudaba con la lanza sino que la empuñaba lista a usarla frente a un atacante o repeler cualquier ataque repentino. Ella ahora caminando en un plano horizontal cojeaba ligeramente... La cornisa se abrió bastante en ella habían enraizado muchos arbustos. La mujer se detuvo. Se apegó aun más a la pared rocosa cubierta de vegetación trepadora. Empezó a palpar el muro rocoso con la mano. Más abajo lo hacía con el cuento d de la lanza. Los otros dos algo distanciados, la seguían siempre en guardia. Ella dijo en un murmullo:
⦁ Estamos muy cerca.
⦁ Huelo a la pantera, dijo el joven.
⦁ Si, dijo el llamado Sirupré. Si, Ureíta.
⦁ La pantera solamente pasó por aquí, dijo la mujer. Puede haber entrado en la caverna. La entrada está cerca.
Continuaba avanzando lentamente.
⦁ Aquí está, dijo la mujer apartando con suavidad las plantas que tapaban la oquedad. Sin titubear se sentó en el borde, pasó ambas piernas y se deslizó a dentro como culebra. Arrastraba la lanza tras de sí.
Sirupré tuvo dificultades debido a su corpulencia. El joven se deslizó con facilidad.
Una vez dentro se comprobaba que la entrada era grande pero las plantas habían creado una inextricable cortina que solamente dejaban pasar en algunos huecos una luz tamizada y casi verdosa. Adentro, en contraste con el agobiante calor exterior, se experimentaba una agradable frescura y sea. Sin embargo se sentía allí con fuerza el característico olor de un felino. Sobre la fina arena del piso se veían claramente sus huellas muy recientes.
Sirupré se acuclilló sobre ellas y las observó atentamente.
⦁ Es una hembra grande. Está preñada y cerca de parir. Tendremos que tener cuidado.
⦁ Tendremos alimento, dijo Ureíta casi festivamente.
⦁ No vinimos a eso, dijo secamente la mujer. Será mejor que no la encontremos en uno de los pasadizos.
⦁ No hay que temer, dijo Sirupré, ella no se ha dirigido nunca hacia ellos.
De todas maneras, ellos avanzaron preparados hacía el fondo de la caverna que era bastante larga. A pesar de ello una vez acostumbrados existía una cierta claridad. Terminaba en una pared vertical muy alta. En ella, a diversas alturas, había oquedades alargadas como entradas a túneles. Sirupré se encaramó y olfateó en las entradas.
⦁ No, la pantera no ha penetrado en los corredores. Probablemente es muy voluminosa o teme arriesgarse. Ahora debe estar cazando o durmiendo en otra parte. Cuando salgamos habrá que ser muy cautos, sobre todo si ya ha parido.
⦁ La pantera no nos molestará, afirmó la mujer.
La mujer escogió uno de los estrechos boquerones. Se introdujo como la primera vez arrastrando la lanza sobre su cabeza.
⦁ Ahora comienza el viaje en las tinieblas, musitó Sirupré. Se introdujo laboriosamente. Le siguió un espacio después el joven sin vacilar.
La inclinación del conducto no era muy grande y parecía haber sido labrado por las aguas, porque era lo bastante suave para no herir la gruesa piel de los indígenas. Poco después se fue agrandando y pudieron caminar agazapados. Ureíta arrastraba la lanza detrás de si con la mano izquierda mientras tenía la derecha colocada un poco arriba de su cabeza en previsión de cualquier resalte peligroso. Con su fino sentido sentía los movimientos de quienes le precedían. Captaba de antemano cuando podía caminar o debía reptar arrastrando de nuevo su lanza. En ocasiones tenia dificultad en una curva demasiado cerrada. Finalmente sintió que llegaba a un espacio amplio, se enderezó y trató de tocar el techo primero con el brazo extendido, luego con la lanza. La mujer dijo que se tomasen de su mano. Ella avanzaba con cautela, quizá explorando con sus pies el desigual piso rocoso. Finalmente dijo en un susurro:
⦁ Aquí es. Yo descenderé la primera. Luego esperen muchos latidos de su corazón porque se podrían ensartar en mi lanza. Ureíta me seguirá. Bajen con cuidado. Se frena con los brazos y las piernas.
⦁ Lo haremos como dices, Pineabe, dijo Sirupré.
⦁ El hoyo está a mis pies, dijo ella.
Escucharon los movimientos de ella al sentarse y luego el suave frotamiento de la piel al comenzar a dejarse deslizar.
⦁ ¿Será muy peligroso? preguntó Ureíta.
⦁ Es un túnel que baja y es muy estrecho. Ella desciende arrastrando la lanza si tú…
⦁ Comprendo, dijo Ureíta
⦁ Ahora tú, dijo Sirupré
Palpando el piso con el extremo de su lanza Ureíta encontró el pozo Cuidadosamente se sentó en el borde con las piernas colgando y exploró el contorno del túnel. Luego, decididamente se dejó caer. Las estrechas paredes de nuevo eran pulidas por millones de años sometidas al flujo del agua. Cuando sentía que tomaba demasiada velocidad se frenaba con brazos y piernas contra la pared. Cosa que ya no pudo hacer en el tramo final completamente vertical y cayó hecho un ovillo sobre un espeso manto de arena.
⦁ Apártate, dijo Pineabe, Sirupré viene ahora.
La oscuridad estaba reemplazada por una luz cenital que venía de lejos a mucha altura. Acuclillados al lado de donde habían caído, esperaron al guerrero. Este llegó resoplando.
Pineabe no preguntó a su hijo si había tenido miedo, aunque sabía que deslizarse en tinieblas por aquellos ductos subterráneos desafiaba la fortaleza del mejor guerrero.
A pesar de lo pulido de los ductos, Ureíta sentía su cuerpo lleno de múltiples pequeños cortes y no tenía parte que no le ardiese. No lo comentó. Los guerreros nunca se compadecen a si mismos.
Seguían a Pineabe que parecía muy familiarizada con aquella inmensa caverna y aquellos lugares. Pronto la arena desapareció y empezaron a caminar por un lugar inundado. El agua les llegaba a las corvas estaba muy helada. De repente caían en un profundo hoyo y entonces se sumergían hasta el cuello. De nuevo estaban sumergidos en la más completa oscuridad y se debieron tomar de la mano otra vez. Aumentaba el rumor de un agua que se despeñaba y notaron en sus piernas un aumento de la corriente cada vez más pronunciada. Ellos se dirigían directamente guiados por Pineabe hacía lo que parecía una catarata que se precipitaba en la oscuridad en una sima desconocida. Llegaron con un ruido ensordecedor al borde del lugar en que se precipitaba el agua y apenas podían mantenerse en pie.
Pineabe atrajo hacía si a Ureíta y luego lo empujó hacía adelante.
⦁ Harás como otras veces. Siéntate. Respira hondo y déjate caer.
Ureíta obedeció sumergiéndose en el agua helada, tan helada que resultaba casi insoportable. El agua le llegaba al mentón. Respiró fuerte y se dejó engullir por el torrente. Por largos instantes creyó que penetraba en el dominio de la muerte. Fue algo muy rápido que a él le pareció muy lento. Cayó sobre un lecho rocoso y automáticamente magullado salió de la cascada. Abrió los ojos y llenó sus pulmones de aire. Quedó absolutamente deslumbrado no porque la claridad fuera muy intensa, sino por el espectáculo que captaban sus ojos parpadeantes. Como en la primera caverna, con más intensidad estaba inundada de una luz tamizada que procedía de una abertura a grande altura. Esa luz se quebraba en mil destellos feéricos al refractarse en inmensas lágrimas de vidrio de mil colores que pendían fantásticamente del techo de la caverna o bien que se elevaban a intervalos en inmensos colmillos que emergían del piso. Una insignificante lagunita de aguas transparentes y mágicas reflejaba todo aquel espectáculo. Ureíta, apoyado en su lanza miraba todo aquello incapaz de reaccionar, Nadie jamás le había contado que existiesen aquellas maravillas, ni siquiera su madre que parecía conocerlas y estar familiarizadas con ellas. Ni siquiera en las leyendas maravillosas que contaban los viejos se describía, si es que se hubiese podido hacer, aquella maravilla. Estaba seguro que para Sirupré el espectáculo tampoco era nuevo. Era verdad. Incluso sentían que el penoso recorrido a través de las cavernas y túneles merecía la pena. Sin embargo, a la vez sentían el respeto por lo sagrado.
Cuando se reunieron con Ureíta todos ascendieron la suave orilla arenosa y se dejaron caer agotados, pues todo aquel tenebroso viaje, a pesar de ser guerreros bien entrenados les había agotado. Pronto se durmieron.
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Cuando Ureíta se despertó quedó largamente recostado contemplando el mundo maravilloso que le rodeaba muy cambiado debido a los diferentes juegos de luz debidos a la inclinación exterior del sol. Su cuerpo estaba descansado a pesar que las múltiples heridas y cortaduras que le había producido el descenso le ardiesen intensamente. Desde muy niño había sido entrenado para no tener en cuenta todo aquel tipo de molestias producidas con mucha frecuencia en las cacerías en la selva y aun el mucho más graves a consecuencia de la guerra. Heridas en nada comparables con las sufridas por su madre-amazona o cualquier otro guerrero valeroso de su tribu... De todas maneras, fue explorando centímetro a centímetro su cuerpo para calibrar la importancia de sus lesiones.
Sirupré y su madre dormían aún.
Se incorporó no porque lo desease, sino impulsado por sus necesidades biológicas. Buscó un lugar bastante alejado de la lagunita, pues desde muy temprano le habían enseñado que los desechos del cuerpo ensuciaban las aguas y la tierra. Las heces debían estar lejos de donde pudiesen ser pisadas por otros porque los viejos decían que si se pisaban se comunicaban los espíritus de la enfermedad. Con las manos hizo un hoyo profundo en la suave arena y defecó y orinó dentro de él. Luego los cubrió cuidadosamente y colocó encima una roca suelta. Así tampoco un animal, si acaso allí también los había, podría llegar a ellos.
Recordaba que su padre ,que era tan diferente en tantas cosas de los hombres de la tribu, decía que aquellas costumbres eran muy sabías y deberían conocerlas también las gentes del otro lado del mar.
Volvió al borde del laguito y comenzó a lavar su cuerpo restregando algunas partes con la fina arena. Sus compañeros también se habían despertado. Pineabe se movía recorriendo las márgenes de la laguna recogiendo pequeños moluscos, crustáceos y gusanos. Allí abundaban.
Ureíta la miraba con inmenso amor y admiración. Muy pocos jóvenes tenían una madre parecida. Mujer y guerrera. Todas las amazonas morían vírgenes a no ser que la tribu juzgase sin excepción que siendo alguien excepcional debía tener un hijo. También su padre había sido un ser excepcional, tanto que a pesar de ser un extranjero adoptado por la tribu fue juzgado digno del honor sin nombre de fecundar una amazona. Era evidente para Ureíta que él debía ser igualmente alguien fuera de lo común.
Sirupré volviendo de realizar sus ritos matinales se puso a ayudar a Pineabe. Ureíta le imitó.
Cuando reunieron una cantidad apreciable de alimento se sentaron a la orilla del agua en el pequeño hoyo en que los habían acumulado y se pusieron a comerlos Era un alimento nutritivo y energético al que acostumbrados a ingerir crudos igual que los pescados de orilla del mar. Masticaban calmadamente como era su costumbre en las comidas de cualquier especie.
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Comiendo, sentado como todos ellos sobre sus talones, Ureíta contemplaba a su madre. Como siempre le fascinaba aquel cuerpo firme, incansable, marcado por tantas cicatrices cuya historia le habían contado otras muchas veces en detalle. En su imaginación lo comparaba con los cuerpos fofos, redondos, llenos de grasa de las mujeres – madre de la tribu. Aquellas mujeres de pechos enormes y colgantes que oscilaban con cada movimiento de ellas siempre que una de las crías que portaban a su espalda no los apretasen golosamente en sus manos.
En cambio, su madre al igual que cualquier mujer guerrera, los tenía pequeños y firmes. Es cierto que le habían dicho que ella no le amamantó como lo hacía cualquier mujer, sino que fue entregado para su crianza a una mujer-madre.
Ciertamente, muchos guerreros podían más musculosos que ella, pero aquellos músculos poco pronunciados y largos tenían una elasticidad y fuerza que la mayoría de los guerreros envidiaba. Ella era ágil y en sus saltos recordaba a las duras pelotas de caucho que en algunas tribus usaban para sus juegos.
Era igualmente cierto que las amazonas vivían poco. En la tribu no existía ninguna mujer guerrero anciana. Su padre decía que eran víctimas de su bravura. Eran demasiado buenas, valientes, arriesgadas para que se perpetuasen .Esas cosas que decía su padre eran propias solamente de él, como otras muchas, porque era diferente. También todos le recordaban como bueno y bravo y por eso murió luchando con los extranjeros.
Su padre junto con ser guerrero era un shaman famoso y la tribu no dudaba de enviarle al mando de lejanas expediciones, aunque no todos entendían sus enrevesados pensamientos y lo que el contaba de lejanísimas regiones que había conocido.
Sirupré y su madre eran de los pocos que comprendían algo de lo que él contaba. Los otros guerreros de la tribu le admiraban y reverenciaban, algunos ocultamente le odiaban aun ahora, después de su muerte.
Ahora Ureíta sabía que él había sido designado para suceder a su padre y era la razón por la que habían descendido a las entrañas de la tierra.
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Terminaron su frugal comida. Ureíta sentía oscuramente que estaba llegando el “momento” por el que estaban allí. Sumergirse en el corazón de la montaña no era un azar, ni siquiera para que el conociese aquel lugar maravilloso. Hacer esto no estaba en las costumbres de su pueblo en que cada acción tenía un fin concreto. Menos aun estaban allí para cazar la pantera como en un momento llegó a pensar y cuyas huellas parecían haber seguido en algún momento. Sabía que sus dos compañeros no tenían nunca prisa porque juzgaban que el apuro es propio de los niños. La vida del ser humano era su opinión está compuesta de una sabia espera en todos los aspectos. El guerrero espera los movimientos previos de su oponente, lo mismo que el cazador o el pescador que esperan pacientemente sus presas Ellos esperarán largo tiempo con el arco distendido y la flecha colocada hasta que pase su presa o la sombra del pescado cruce el agua profunda.
El silencio duró largo tiempo. Frente a frente, sentados los tres sobre sus talones, con las manos suavemente colocadas sobre las rodillas, parecían tres estatuas pétreas en concordancia con las rocas que les rodeaban.
Sirupré rompió el encanto:
⦁ ¿Ureíta, sabes por qué estamos en este lugar?
El joven estaba consciente que no esperaban respuesta alguna de él.
⦁ Hace varias lunas que fuiste iniciado como guerrero adulto. Eres uno de los guerreros más joven de nuestra tribu. Ya no eres un aprendiz, aunque continúas siendo un discípulo. Los discípulos corrientes son iniciados una sola vez. Los “escogidos” como tú, lo serán muchas veces. ¡Muchas veces!
Una leve aprensión recorrió el estómago de Ureíta y a la vez algo sucedió en su mente. La “iniciación” de por sí era algo duro y terrible el precio que todo adolescente debía pagar para llegar a ser un guerrero aceptado por la tribu. Eran las pruebas duras y difíciles para preparar a cada varón y mujer ante todos sus hermanos del clan que este y la tribu estaban por encima de sus vidas individuales. Su yo, su vida personal, su interés se supeditaban a la supervivencia de la comunidad. La vida de cada miembro de la tribu y del clan dependía de todos los demás y por ello “todos se debían a todos”.
Eso era lo que las iniciaciones enseñaban de una manera práctica, real y verdadera a través de la realización de lo aprendido en ese momento siendo ejercitado sin ayuda alguna por cada uno de ellos. Si cada uno demostraba su capacidad de ser artesano, cazador, guerrero…. No era para su beneficio, sino el de toda la comunidad
Ser un iniciado era un honor, pero ya comportaba en adelante pesadas cargas Mucho más ser jefe que implicaba el sacrificio de sí mismo al único servicio de todos.
Que en aquellos momentos Sirupré le dijese que sería iniciado varias veces más aún tenía un terrible significado que le aterraba porque se le escapaba aun su sentido profundo.
Indudablemente era el hijo de un héroe y ese era su destino.
A Sirupré debido a su larga experiencia no se le escaparon aquellos pensamientos del muchacho. Por ello calló un largo rato. Después continuó:
⦁ Tu bien sabes que en nuestra tribu desde tiempos tan antiguos que nadie sabe su origen existen los guerreros corrientes y los “elegidos”. No hay diferencia entre mujeres y varones. Tenemos el honor y la bendición de las “amazonas” como Pineabe que nos envidian las tribus lejanas. Los varones elegidos no menos valiosa que ellas para nuestro crecimiento y defensa.
El Gran Padre es quine os elige, el Consejo de los Ancianos tan pronto como leen los dignos de una elección son los que determinarán vuestro destino ya de héroes o chamanes para ser depositarios de la sabiduría que la tribu ha ido acumulando a través de muchas vidas.
Tu mismo padre. Un extranjero venido de tierras lejanas, nos fue enviado por el Gran Señor para que siendo uno de nosotros nos enseñase el camino para que nuestra tribu no fuese aniquilada con la llegada de las gentes del otro lado del mar. Los ancianos de la tribu supieron reconocer las señales de su elección y el acepto su misión y se sometió a todas las iniciaciones a las que decidieron someterle.
YO TE ENTREGO EL MENSAJE DEL CONSEJO DE LOS ANCIANOS, QUE DECIDIO QUE TE POSESIONES DEL ESPIRITU DE TU PADRE.
Aquí en esta caverna recibirás su espíritu como el recibió el de nuestros antepasados cuando se posesionó del espíritu de mi padre el difunto chamán.
Es importante que el espíritu de tu padre te posea para que te enseñe todo lo que conocía de sus lejanas tierras porque en ello está la salvación de nuestro clan y tribu.
Pineabe miraba fijamente a Ureíta mientras hablaba Sirupré.
Ureíta anonadada por aquellas revelaciones se sentía paralogizado. No tenía problema alguno para aceptar los mandatos que se le daban, ya que desde su infancia se le había inculcado que ante todo para un guerrero estaba el bien común de aquellos que de alguna manera se habían confiado a su valor y fuerza.
⦁ Juntémonos, dijo Sirupré. Debemos formar el círculo sagrado
Diciendo aquello se sentó sobre la suave arena con las piernas cruzadas y extendió sus brazos con las manos abiertas. Los otros le imitaron y fueron entrelazando fuertemente sus manos unos con otros.
⦁ Abramos nuestras mentes para que nos posea el espíritu de Apoena….
Ureíta tan pronto como unió sus manos con las de su madre y el chamán sintió una sensación como jamás antes había experimentado. Se sentía fundido con ellos como si formasen un único cuerpo y una sola mente.
Luego no hubo transición alguna. Estaba en otro lugar y en otro tiempo. Contemplaba cosas extrañas e inauditas… ¡estaba viviendo otra vida!
II. ALVARO DIAZ DEL VIVAR
Ya no sufro. No siento más el dolor de mis heridas. Es lo que he escuchado muchas veces antes que ahora en los campos de batalla con aquellos que ya están muriendo.
Mi mente no solamente está clara, sino que parece que tengo una lucidez extrema. Es como si habitara otro cuerpo que tuviera la capacidad de mirar dentro y fuera de sí mismo. No comprendo como muriendo se puede tener tal claridad en vez de estar como tantos otros sin sentido debido a las terribles heridas que tengo y toda la sangre que he perdido.
Era indudable que los españoles están informados de mi presencia a pesar que yo me creía un guerrero anónimo. Ellos tienen espías por todas partes. Gentes que una vez fueron bravos guerreros, pero que ahora se entregaron al servicio de los enemigos que les utilizan y acabarán destruyéndoles.
Ya en su primera carga en sus gritos desaforados era evidente que yo era su objetivo principal. Era tanto su furor que llegué a sentir su odio hacia mí como materializado:
⦁ ¡Matad al traidor Álvaro! ¡al renegado! ¡Al indio espurio! ¡Al traidor hijo de madre puta!
Luego la voz estentórea de su capitán:
⦁ ¡Cien doblones para quien traiga la cabeza del traidor Álvaro!
Con esa suma fabulosa que nunca sería pagada, el furor de todos los soldados y yanaconas era indudable que se dirigía contra mí.
Sin duda mi cabeza estaría ya ensartada en una de sus picas sino hubiera sido la respuesta suicida de las amazonas capitaneadas por Pineabe mi esposa. Ellas rescataron mi cuerpo sangrante del campo de batalla con el sacrificio de sus vidas. He participado durante mi vida en muchas batallas, aquí y en occidente, pero nunca jamás participé en una lucha tan desigual e increíble. Nosotros luchamos con armas de madera y con puntas de cortante obsidiana contra hombres forrados de hierro y empuñando armas de los mejores aceros españoles.
Las ágiles y rápidas amazonas saltaban sobre ellos y sus caballos abrazadas a los hombres de hierro los arrojaban del caballo sin soltarlos jamás a pesar de ser acuchilladas ferozmente por los compañeros del atacado. En confuso revoltijo los guerreros con sus macanas de piedra atacaban al caído, sujeto por los brazos aun de la amazona, y con sus golpes sacaban chispas de las armaduras, mientras que los otros jinetes les alanceaban a su placer. Yo creo que ellas, aun muertas, no se desasían del soldado al que habían hecho presa.
Cuán grande es el poder del espíritu que permite que se forme una muralla de carne desnuda frente a un puñado de aventureros osados que tratan de arrebatarles sus tierras, mujeres, costumbres y reducirles a la esclavitud.
Yo sé muy bien que ellos para justificarse dicen que nosotros los indios somos seres de espíritu obtuso, locos que tontamente queremos desafiar el acero y las espadas toledanas en forma inútil
Están completamente equivocados. Sabemos perfectamente que estamos en inferioridad frente a ellos y que defendernos, aun con pocas posibilidades de triunfar al precio de terribles carnicerías. –
Estamos conscientes que tenemos que oponer esa muralla de carne desnuda a sus espadas tajadoras para que tenga tiempo el grueso de la tribu compuesta de los más débiles a huir y refugiarse en lugares selváticos donde ellos por ahora no puedan alcanzarles.
Hace poco rato, cuando las mujeres guerreras en su carga demencial frenaron al escuadrón que había roto nuestras filas con el único fin de capturarme vivo o muerto estaban perfectamente conscientes del alto precio que iban a pagar con sus vidas.
El escuadrón español fue cruelmente diezmado y tuvieron que volver grupas vergonzosamente y no pudieron sacar del campo de batalla este cuerpo igualmente desnudo y destrozado por su acero. Fue igual que cuando un atrevido goloso voltea un árbol hueco en que habita un panal de abejas. Estas se defienden tan fieramente que acaban haciéndole huir, aunque ellas deban morir por millares.
¡Cien doblones de oro por mi cabeza les enloqueció e inútilmente perdieron vidas de hombres y caballos!
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Ureíta no había participado aun en batallas. Había escuchado mil veces los relatos de los sobrevivientes de los primeros choques con los invasores en los que había muerto su padre y su madre habían quedado tan mal herida. Sin embargo, ahora en el trance sagrado vio y sintió todo a través de unos ojos que estaban en su mente y que sabía no eran los suyos. Era terrible la conciencia de esa dualidad y unidad simultaneas.
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Como si Pineabe estuviese igualmente dentro de él rompió aquella extraña situación, aun sin soltar las manos del círculo sagrado:
⦁ Deberás combatir con esos guerreros forrados de metal y aprender a usar sus mismas armas. Las que arrancamos con el precio de muchas vidas
Era evidente que también ella había revivido aquellos luctuosos momentos en los que participó y que ahora Ureíta contemplaba directamente
Cuando tu padre aún estaba vivo no conocíamos lanzas, ni espadas, ni puñal de acero. Por cada extranjero que derrotamos murieron cinco o seis de nuestros guerreros.
Aun caídos los extranjeros trataban de encogerse como las tortugas en sus trajes de hierro y mientras tanto los otros hacían carnicería en nosotros.
Muchas lunas antes, cuando tu padre llegó nuestras armas eran semejantes y nuestras luchas parejas. Solamente el valor, la fuerza, la agilidad, la astucia y el deseo de defender la tribu diferenciaban a un guerrero del otro. Éramos un una mujer o un hombre contra otro. No se trataba de matar, sino de hacer huir al adversario. Al caído no se le remataba porque ya estaba vencido. Tampoco a los que huían se les perseguía para exterminarles. No se tomaban prisioneros como hacen las gentes de las ciudades para que nos sirviesen, sino que estábamos contentos con alejar a los invasores de nuestros terrenos de caza y recolección.
En verdad, no conocíamos la guerra por la guerra. Es cierto que cada cierto tiempo podían llegar invasores que había que hacer huir. A veces eran tribus que agotados sus terrenos de caza y recolección deseaban los nuestros. Eso lo comprendíamos, pero ellos debían buscar otros y, en ocasiones, solamente nos pedían que les dejásemos atravesar nuestros bosques e ir más allá al lejano sur. Ahora los extranjeros que llegan del otro lado de la Gran Agua no proceden así. Ellos son muy pocos y desean someter a su servicio a nuestras tribus.
¡Son extranjeros devoradores de tierras y de humanos!
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Cuando Pineabe casó de hablar, Ureíta cayó de nuevo en el trance profundo:
⦁ Moriré muy pronto. No siento odio alguno por los que en otro tiempo fueron mis hermanos incapaces de comprender que no soy ni un traidor, ni asesino un enemigo irreconciliable por el hecho de haberme convertido en indio. Solamente lucho contra su prepotencia, crueldad y desprecio por estos seres humanos que somos iguales a ellos.
En estos momentos siento con fuerza el deseo de reencarnarme en mis hijos fundiendo dos pueblos en uno solo tal como los olmecas soñaban hacer. Una nueva
estirpe de españoles e indios. No sé como pueda suceder esto, pero ahora agonizando lo deseo con todas las fuerzas que me quedan. Que mis dones, que mis capacidades se unan a la sabiduría ancestral este pueblo. Que un día, lo mejor de nuestros dos pueblos triunfe y que el odio, la ambición y el deseo de rapiña se purifique en esos nuevos seres humanos del futuro.
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De nuevo habló Pineabe:
⦁ Le sacamos moribundo del combate, tu padre estaba terriblemente herido. Nuestro designio había sido arrancar su cuerpo de las manos de los extranjeros para que no lo expusiesen al ludibrio o lo arrojasen a sus perros. El nos había dicho en muchas ocasiones que si caía en mano de los extranjeros le harían morir en indecibles torturas y que si lo capturaban muerto desmembrarían su cuerpo y clavado en picas lo expondrían en las entradas de sus diferentes aldeas. Esas cosas no las podíamos aceptar. Nuestro pueblo lo rescató con sus propias vidas en paga. Era la deuda que teníamos con él y la cumplimos. Ninguno de los que sobrevivimos a aquella lucha desesperada nos hemos arrepentido de lo que hicimos por él.
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Sirupré, el shaman interrumpió:
Apoena está entre nosotros y desea seguir instruyendo a su hijo
⦁ Hace más de cuatrocientos años que mi antecesor en quince generaciones Rodrigo Díaz del Vivar, que sería conocido como el Cid Campeador, mientras Valencia estaba sitiada por los moros No murió con las armas en la mano, sino en su cama y abatido por la peste. Una ironía de la suerte. Yo, su descendiente directo de sus blasones y grandes hechos, moriré en buena lid y por buena causa, como el mismo vivió y hubiera deseado morir. Herido de muerte por mis hermanos, no por traidor como gritaban, sino por ser fiel a mi conciencia y estirpe. A mi deber de caballero de defender con su vida al pobre y oprimido contra el fuerte e invasor. Creo que mi bravo antecesor en mi situación no hubiese procedido en forma diferente a la mía.
Yo, como él, tengo la esperanza de ganar mi última batalla después de muerto. No la ganaré mediante el engaño que muerto y embalsamado sujeto astutamente sobre su fiel Babieca sembró el terror en las filas de los moros. Tengo la esperanza que mi hijo, la decimosexta generación de los Vivar, mitad español y mitad indio sea el quien gane la última batalla de una manera tan sutil que se me escapa. ¡Ojalá suceda así!
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¡Shaman, Madre! ¡Es mi padre quien está hablando dentro de mí! ¡No sé que me está ocurriendo! ¡A la vez soy yo y soy mi padre! Veo con sus ojos, escucho con sus oídos, pienso con su mente, ¡sufro con sus heridas…! estoy muy confundido!
⦁ ¡Tranquilízate y no rompas el círculo sagrado! ¡Va a ser muy difícil para ti! Tu padre vive en ti desde de ahora para que toda su sabiduría entre en ti y sea tuya. Vas a conocer su vida. No comprenderás ahora muchas cosas, como tampoco nosotros las comprendíamos cuando él nos hablaba de ellas. Tu padre llegó desde el otro lado de la Gran Agua. Las costumbres de su lejana tribu son para nosotros tan extrañas como son esos mismos extranjeros forrados de cuero y hierro. Necesitamos más que nunca comprenderlas ya que se han hecho tan numerosos como las hormigas del fin del verano que cubren el cielo y que devoramos asadas con tanto placer. Quizás tu padre por tu medio no haga comprender estas cosas aun oscuras para nosotros y así los expulsaremos de nuestras tierras.
⦁ ¡Esperad! ¡me siento agotado! ¡Dejadme descansar!
⦁ Sea como deseas. Rompamos el círculo sagrado.
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Ya desde muy niño escuché la narración de cómo llegó mi padre a nuestras tierras. Ahora quiero que mi madre, me cuente como ocurrió todo cuando ella con las otras amazonas lo encontró. Para mí no es comprensible lo que escuché, lo que no comprendo como mi padre, Apoena, llegó hasta nuestra tribu y sobre todo por qué llegó a ser como uno de nosotros y un cacique tan famoso.
⦁ Ureíta, pienso que es el espíritu de tu padre quien te impulsa a que nos hagas estas preguntas. Ciertamente, cuando las hacías aun con espíritu infantil, nuestras respuestas estaban dirigidas a un niño y aunque eran verdaderas omitíamos tantas cosas que entonces no comprenderías.
Ahora, mientras reposa tu cuerpo, el espíritu que te habita permitirá que comprendas y fijes lo que sucedió porque ya posees el conocimiento de nuestras tradiciones.
⦁ Hace muchas lunas, empezó Sirupré, tu madre, Pineabe, había recibido su segunda iniciación como guerrera. Con sus compañeras, todas amazonas como ella, descendió de nuestro poblado en la montaña a las orillas de la Gran Agua.
Ellas primero aprendieron a ser mujeres, luego a ser guerreras, su tercera etapa era aprender a bastarse por ellas mismas y conocer sus capacidades para vivir y luchar lejos de la protección del resto de la tribu.
Tú no comprendes bien esto porque eres varón, pero para las hembras es muy importante ya que deben recorrer un largo camino para conseguirlo. Tienen que aprender a no temer nada, a valerse siempre únicamente por sí mismas, a nunca ser socorridas por nadie en cualquier situación en que se encuentren y a ser las defensoras siempre de la tribu.
Teniendo en cuenta lo que te digo escucha lo que cuente ahora Pineabe la guerrera
⦁ Estábamos contentas. Era el comienzo de poner en práctica lo que habíamos aprendido desde casi nuestra niñez cuando fuimos elegidas como mujeres guerreras.
Por primera vez estábamos solas, alejadas del territorio tribal y por lo tanto expuestas solamente a nuestras propias capacidades en cualquier situación en que nos viésemos envueltas. Ni siquiera sabíamos si el territorio que recorríamos pertenecía a una tribu amiga o enemiga. Contábamos con nuestra astucia y fuerza.
Si encontrábamos a guerreros de otras tribus, inmediatamente nos codiciarían pensando que éramos mujeres-madre fácil presa para su concupiscencia y trofeos y conducir a su tribu.
Además, los bordes de la Gran Agua escondían muchos misterios y peligros desconocidos para nosotras. En nuestra selva tupida nos movemos como sombras, aparecemos y desparecemos a voluntad y fácilmente nos ocultamos. Además, es fresca y reparada. Allí, en cambio, debimos aprender a convertirnos en arena, en pez, en iguana…Aprendimos a luchar con el tiburón y el caimán, a no pisar la raya venenosa o el pez que fulmina…Aprendimos que el nadar era hermoso y peligroso. Íbamos a demostrarnos de lo que éramos capaces, algo hermoso y fascinante.
En esa época ignorábamos que existían esos grandes cajones de troncos que tu padre llamaba navíos, llenos de hombres extranjeros forrados en metal que pueden manejar el rayo y matar.
Éramos siete amazonas. Yo soy la única viva de todas ellas. Fuertes e incansables no temíamos a nada. Durante muchas lunas recorrimos aquellas inmensas playas. Aprendimos a caminar días enteros sobre aquellas arenas candentes que nos quemaban las plantas de los pies hasta que las endurecimos. Difícil es correr sobre las filosas rocas de las orillas resbalosas por las plantas marinas o donde con enorme fuerza revientan las olas. Supimos desconfiar de las arenas que se tragan a las personas lentamente y de las cuales solamente con ayuda se puede escapar. Nadábamos días enteros para enfrentarnos con el tiburón al que rajábamos la panza con el cuchillo de obsidiana o bien metiendo aguzados palos en la boca de los sanguinarios caimanes de forma que sus fauces quedase empaladas y Lugo saltando sobre ellos los rematásemos entre sus formidables saltos y contorsiones.
Nos alimentábamos de peces crudos y ricos moluscos. Nuestra piel se hizo muy oscura y nos sentíamos cada vez más fuertes y enérgicas.
En todas aquellas largas lunas no encontramos huella alguna de gentes de otras tribus ya fuesen mujeres o varones. Cuando el cielo se oscureció durante muchos días. La lluvia era incesante y los vientos hacían remolinos que arrastraban hasta grandes troncos, decidimos que había llegado el momento de volver sobre nuestros pasos y regresar a la tribu. Ya no podíamos encender fuego ni escucharnos unas a otras tal era el ruido de las aguas que caían y de los vientos. Hacíamos profundos hoyos en la arena donde dormíamos azotadas por la lluvia tratando de darnos con nuestros cuerpos algo de calor. A pesar de todo ello nos manteníamos contentas porque sabíamos que aquello nos hacia fuertes y nos enseñaba a adaptarnos a cualquier circunstancia.
Uno de aquellos días de furioso temporal caminábamos una detrás de otra por la playa con la cabeza gacha enceguecidas por la lluvia que nos azotaba la cara. Era una playa traicionera de rocas cortantes enterradas en la arena. Delante de nosotras el agua era una cortina oscura que no permitía ver sino a corta distancia. Repentinamente nos enfrentamos con tres hombres que venían en sentido contrario al nuestro. Caminaban vacilantes y mostraban una debilidad extrema. Enseguida les rodeamos con nuestras lanzas preparadas al ataque, aunque a nos dimos cuenta que no presentaban peligro alguno por lo extenuados que aparecían y porque no vimos que portasen arma alguna. Ellos empezaron a gritar enseguida palabras en lengua desconocida que el ruido del viento la lluvia y el mar hacían aun menos identificables.
Nunca ninguna de nosotras habíamos visto hombres tan pálidos, con tanto pelo, casi como los monos. Nos daban risa y asco. Nos produjeron tanta curiosidad que algunas se acercaron y les tiraron de sus largos pelos y barbas. Ellos estaban tan agotados que nos dejaban hacer, De cerca comprobamos que estaban muy heridos. Uno solamente estaba completamente desnudo. Los otros dos llevaban unas camisas largas como las que usan las mujeres de las tribus mayas. Cuando las tocamos advertimos que eran muy duras. Ahora sabemos que están hechas de cadenas y que las llevan debajo de las corazas para evitar las flechas y los cortes de las espadas. Apoena nos diría que se llaman cotas de malla. Ese era su único vestido y les hacía más torpes y ridículos.
Tu padre que era quien iba completamente desnudo nos señalaba desesperadamente su hundido vientre y el de sus compañeros. Comprendimos que tenían mucha hambre. No entendíamos como les podía suceder ya que el alimento estaba por todas partes en abundancia sobre todo en aquellas rocas que pisábamos y que el mar había dejado temporalmente al descubierto.
Me agaché y tomando un pedazo de hulte y unos puñados de mariscos se los ofrecí a tu padre. Enseguida me día cuenta que desconocía que se trataba de un buen alimento. Entonces yo misma empecé a comer de ellos. El recogió algunos y empezó a morderlos con desconfianza y disgusto. Luego empezó a comerlos ávidamente lo que nos causó risas. Dejando de lado toda desconfianza nos apresuramos a arrancar de las rocas toda clase de mariscos y plantas acuáticas. Ellos los recibían, pero no comían si no veían que nosotras lo hiciésemos antes. Comprendimos que debían pertenecer a una tribu de las lejanas montañas que desconocían estos lugares y los abundantes alimentos que se encuentran en ellos. Una de mis compañeros encontró en la orilla un gran pescado recién arrojado por el mar. Cortó largas tiras que todas empezamos a comer crudas, pero ellos hacían grandes visajes de repugnancia. No podíamos comprender que fuesen gentes tan estúpidas que morían de hambre y rechazaban cosas tan buenas. Luego de permanecer largo tiempo con ellos nos dimos cuenta que oscurecía rápidamente y deseábamos encontrar un lugar menos azotado por la lluvia y el viento. Les abandonamos suponiendo que ellos seguirían su camino igualmente.
Sorpresivamente al otro día salió el sol. Fuimos al cercano bosque y sacamos musgos de los árboles, los secamos sobre las piedras y pudimos hacer fuego cosa que no habíamos hecho en muchos días. Recogimos gran cantidad de moluscos, pescados, desenterramos raíces buenas para comer del bosque. Buscamos un buen hoyo de esos que hacen en las rocas los remolinos. Colocamos los alimentos en ellos, Los cubrimos de grandes hojas y encima encendimos una fogata. Pronto tuvimos una gran cantidad de comida cocida, con mucho caldo caliente algo que no habíamos disfrutado hacía mucho tiempo. Con el vientre bien lleno, ninguna de nosotras deseaba continuar caminando y dormimos al dulce calor del sol y de la arena ya seca.
Al anochecer llegó tu padre, Apoena. Caminaba en condiciones deplorables apoyado en un palo. Aparte de las heridas y golpes que tenía se había herido en las rocas y lajas resbalosas del roquedal en que les abandonamos. Tenía grandes cortes sangrantes en los pies. Era claro, para nuestros ojos expertos que había caído con frecuencia y muchas de sus heridas eran recientes. Le compadecimos, le ayudamos a lavarse en el estero junto al que habíamos acampado, con agua dulce y le sacamos la arena de sus heridas. Ahí nos dimos cuenta que su piel no era gruesa y dura como la de nosotras. Le dios los restos de nuestros alimentos cocidos y los comió con mucha ansia. Cuando comió y descansó nos empezó a tratar de explicar con gestos que sus compañeros estaban muertos o bien habían continuado su camino hacia el norte. No le comprendimos mucho entonces.
No sé si por tu padre o porque sin confesárnoslo nosotras estábamos muy cansadas, permanecimos varios días en nuestro campamento provisorio. El tiempo mejoraba, aunque todas las tardes llovía un largo rato. Las heridas de Apoena mejoraban rápidamente ayudadas por las plantas que recogíamos del bosque y se las colocábamos.
Confirmamos que su manera de hablar era diferente a todas las que conocíamos y muy diferente de ellas. Tampoco se parecía a la “interlingua” que usaban los chamanes en sus reuniones de cada cierta luna y que ocasionalmente algunas de nosotras habían escuchado. Pronto, a pesar de todo, aprendimos a comunicarnos un poco con él mediante gestos. Él nos indicaba hacía el sur con frecuencia y pensamos que deseaba seguir con nosotras.
Cuando sospechamos lo que deseaba discutimos detenidamente lo que haríamos con tu padre. Nos pareció un desatino llevarlo hasta la tribu. Podría ser un peligro que desconocíamos. El debía volver al norte donde se encontraba su tribu y a donde se dirigían cuando les encontramos.
Descubrimos que él con frecuencia, parecía indicarnos que procedía de la Gran agua, cosa imposible según lo que hasta entonces conocíamos. Posiblemente sus grandes sufrimientos le habían trastornado el espíritu. Era imposible que nadie viniese de donde señalaba. Quizá más repuesto, nos quería hacer caer en algún engaño. Podía ser que ellos tres fuesen una avanzadilla que los temporales habían separado del grueso de una expedición. Empezamos a desconfiar más de él y sentir hostilidad. A la vez nos preguntábamos ¿qué clase de guerrero podía ser si era más desvalido que un niño o una mujer-madre? ¿Por qué era tan peludo, tenía la piel tan delgada y tan blanca? ¿Sus pies eran blandos, parecidos a los de los niños chicos antes de caminar? ¿Por qué en aquellos días de descanso no se afanaba en fabricarse sus armas cosa que habría hecho inmediatamente cualquier guerrero?
En el cercano bosque estaban todos los elementos para hacerlas y nosotras hacíamos fuego y le era fácil endurecerlas, tampoco faltaban las piedras con las que rompiéndolas tendría las herramientas necesarias.
En cambio, permanecía la mayor parte del tiempo tendido tratando de aprender algunas de nuestras palabras y enseñarnos las suyas cosa en la que no teníamos interés alguno.
¿Qué estaba tratando de conseguir? ¿Fortalecerse porque nos deseaba como hembras? ¿Ignoraba que tratar de hacer eso le significaba la muerte inmediata? Algo semejante una amazona no lo acepta ni del guerrero más poderoso de su tribu.
Discutimos sobre su suerte y hubo un momento que pensamos que debíamos matarle. Si las siete hubiéramos estado de acuerdo es lo que habríamos ejecutado. Las determinaciones por unanimidad no se discuten de nuevo. Su manera de comportarse, para nosotras era extraña y ambigua. No podíamos calcular el peligro que encerraba.
Finalmente decidimos abandonarle a su suerte. Todas estábamos convencidas que aun estando sano no era capaz de sobrevivir por sí mismo por la torpeza que mostraba en todos sus actos.
Partimos antes de la primera claridad de la mañana. El dormía apaciblemente. Le dejamos enterrados en el fogón alimentos cocidos del día anterior. Sin embargo, a pesar de nuestro silencio vimos que el se daba cuenta, despertando, de nuestra partida.
Se incorporó trabajosamente buscando un palo en que apoyarse para seguirnos. Le arrojamos varías lanzas sin ánimo de herirle para que se diese cuenta de nuestro rechazo. Era claro que no bromeábamos y que se las clavaríamos en el cuerpo si insistía. El persistió en querernos seguir. Yo avancé hacía él y con la lanza como clara advertencia le corté la piel desde debajo de su brazo derecho hasta el muslo. Era una herida superficial, pero sangraba bastante. Quedó quieto y como aterrado mirando como le corría la sangre. Nos dio risa verle tan cobarde. Ninguno de los miembros más débiles de nuestra tribu se mostraría con tan poca dignidad. Emprendimos un ligero trote y nos alejamos definitivamente de él.
Pasaron dos días después que le abandonamos. Le habíamos olvidado. Ya no solía llover. A la segunda noche después que abandonamos al extranjero sentimos que alguien se aproximaba. Era de nuevo él. Le rodeamos indignadas apuntándole con nuestras lanzas Si hubiese llegado en buenas condiciones le habríamos muerto sin duda. Estaba tan agotado y tan herido que cayó a nuestros pies. Tenía abierta la herida que yo le hice y otras muchas debidas a múltiples caídas y arrastrarse para continuar la marcha. Le recibimos., le curamos sus heridas y lo alimentamos.
Decidimos dejarle que nos siguiese, era claro que no representaba ningún peligro. En algún momento caería y no se levantaría más. Sabíamos bien que no podría seguirnos cuando nos internásemos en los bosques y menos trepar a las montañas tras de nosotras.
Penosamente, día a día, con una tenacidad inaudita nos seguía a la distancia. Llegaba muy tarde en la noche a nuestros campamentos en un grado de agotamiento inaudito.
Siempre le dábamos alimentos y comenzamos a admirar aquella fuerza de voluntad que no se doblegaba. Comenzamos a sentir lástima de él y respetar su tenacidad.
Efectivamente él no habría podido atravesar el bosque y subir a las montañas, pero nosotras ya habíamos decidido que lo haríamos igual que se lleva una presa de caza muy grande. Era imposible que debido a su estado de agotamiento y torpeza.
Tejimos con fibras vegetales una suerte de hamaca semejante a las que usamos para dormir. Lo metimos dentro y atamos. Atravesando un palo largo lo llevábamos entre dos de nosotras igual que se hace cuando retiramos a los heridos graves de un combate y los tenemos que trasladar hasta la aldea.
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Tu padre, intervino Sirupré, mucho más tarde me contó lo terrible que fue para él aquella larga marcha. El trataba de caminar y seguir a las amazonas, pero no lo conseguía y debía aceptar humildemente ser transportado por ellas largos trechos. Esto para un guerrero como era él es muy humillante. Me decía que en ese momento se juró ser uno de nosotros, si se lo permitíamos. Conseguir esto sin haber nacido como uno de nosotros y además siendo ya varón de cierta edad. Lo consiguió y llegó a ser cumplidamente uno como nosotros.
Apoena, me decía que en aquellos largos días de viaje admiró profundamente toda nuestra forma de vivir que nos integra tan profundamente con el mundo que nos rodea. Mundo que no consideramos hostil ni enemigo, sino al que nos debemos adaptar en todas circunstancias. Se dio cuenta que todo aquello que le habían enseñado como peligroso que había que destruir y vencer. Ponía por ejemplo que a él se le había enseñado que caminar en una selva era abrirse un camino cortando cuanto se presentase como obstáculo. En cambio nosotros igual que los más hábiles animales nos deslizamos aun en sitios inaccesibles por lo tupido o por los matorrales espinosos….
Empecé, me decía Apoena, a no sentirme orgulloso de todo aquello que había poseído antiguamente para defender mi cuerpo del medio ambiente y sus rigores, tal como ropa, armas, calzado, viendo a mis compañeras moverse incólumes sin defensa corporal alguna, mientras yo inútilmente era incapaz de imitarlas sin sufrir grave daño. Todos aquellos artilugios, en vez de defenderme me habían quitado la capacidad de tener dentro de mi mismo mi propia defensa. Yo era un humano igual que aquellas mujeres desnudas que me rodeaban, pero carecía de su agilidad, su flexibilidad, su sabiduría para saber en cada momento lo que hacer y cómo resolver el problema que se presentase. Sus miembros, su piel no eran diferentes a los míos, pero podían caminar horas sobre la candente arena, tomar las brasas con sus manos y deslizarse en medio de árboles espinosos y venenosos.
Le causaba mucha maravilla la capacidad de fabricarse sus armas tanto para cazar como para la guerra con valvas de moluscos o piedras usadas como instrumentos y muchas fibras que sacaban de las plantas o de las tripas de animales. De eso y mucho más eran capaces aquellas jóvenes completamente desnudas que le estaban salvando la vida quizá arriesgando pesados castigos a la llegada de su tribu por haber decidido llevar con ellas aquel extranjero.
Yo en aquel tiempo no comprendía gran cosa de las explicaciones de tu padre de todo aquello que el antes y todos los extranjeros llevan en su cuerpo para defenderse del mundo que les rodea, aun sin pensar en todo lo que se ponen en caso de guerra o cuando temen ser atacados. Cuando mucho tiempo después he contemplado y tocado eso que llaman vestidos, solamente estoy convencido que les convierten en unos seres tan débiles, que si se les pudiesen despojar de todo ello y luchasen con nosotros sin todos esos artilugios los derrotaríamos fácilmente.
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Bien Ureíta, dijo la madre, ya ha descansado harto. Ahora debemos concentrarnos de nuevo para que el espíritu de tu padre penetre en ti de nuevo y te enseñe aquello que debes conocer para así poder continuar la defensa de nuestro pueblo que comenzó Apoena.
Cierto, madre. ¿Alcanzaré a comprender lo que él me muestre, ya que en vuestras palabras me demostráis que el vino de tierras tan diferente? Aun para mí las costumbres de nuestros vecinos que narran con frecuencia algunos ancianos son incomprensibles. Cuando Apoena narraba en los días de paz al anochecer en el consejo de la tribu muchas cosas de su tiempo de extranjero yo no comprendía nada….
No trates de comprender. La comprensión es un largo camino en que caminando por él todo comienza a tener sentido y claridad.
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“Nunca alcanzan a comprenderme. Como español tengo tendencia a exagerar y quizá me entiende más de lo que yo creo. Siempre me he sentido como alguien extraño viviendo en este mundo
Ahora en este galeón que nos lleva rumbo al Nuevo Mundo, todos estos buscavidas que se creen gentilhombres por el sólo hecho que piensan que ninguno de nosotros conoce sus humildes orígenes, sienten hacía mí una repulsa incontenible. Ellos para embarcarse debieron vender sus escasas anegas de tierra para comprarse un caballo y una armadura. Llegan a tanto que tratan de indisponerme con el capitán del galeón diciendo que yo me juzgo superior a todos.
Me vuelvo a preguntar, como siempre, por qué tengo problemas sin provocarlos, con aquellas personas que me rodean. El fondo del asunto es que ellos desean que yo sea como ellos en sus gustos, fanfarronería, y violencia. Como no soy ni me comporto como la imagen que tienen de mi antecesor, como mi manera de ser no calza con la imagen que tienen de un Álvaro Díaz del Vivar, se sienten defraudados y me odian. Entonces yo me obstino en ser yo mismo y no como ellos quisieran. Esto no les causa el menor mal, pero les enfurece. Esto me ha ocurrido siempre, en la escuela, en mi familia en las campañas de Italia y Flandes en que participé y antes en el real de los Reyes Católicos frente a Granada. Nunca nadie dudo de mi arrojo en la batalla, mis capacidades de estratega, pero no soportaban mi respeto por el enemigo y que luchase sin odio.
Ahora en esta inmunda cáscara de nuez la tensión se ha hecho insoportable.
¿Por qué? Porque yo el único gentilhombre de solar reconocido que navega en este barco, con blasones de quince generaciones, armas propias y escudo nobiliario no les apabullo diariamente con mi alcurnia como lo haría un pelafustán con uno solo de mis blasones y sin haber realizado jamás un auténtico hecho de armas. Este montón de campesinos disfrazados en caballeros, hijosdalgo perseguidos por la justicia debido a sus deudas, todos vienen a esta aventura para ganar oro y honor a cualquier precio. ¿Por qué se sienten tan heridos por mi sola presencia? ¿Acaso porque no me paso el día como ellos jugando a los dados y naipes maldiciendo su mala suerte? ¿Buscando rencillas para demostrar su arrogancia y valentía? Continuamente disimulo escuchar cuchicheos malévolos a mi espalda.
Ya en el primer y segundo día abordo, cuando aun no habíamos abandonado las tranquilas aguas del Mediterráneo les faltó tiempo para unos con otros contarse sus fingidas hazañas de amor y guerra.
Contaban historias inverosímiles para gentes avezadas no solamente para mí, el capitán y los pilotos, sino también para la mayoría de los más humildes tripulantes. Se jactaban de la magnitud de sus penes que hacían gritar a las numerosas doncellas que habían fincado de dolor y placer y enloquecidas de amor y a las más ardientes mujeres.
Pronto cuando entramos en el atlántico, las largas olas les hicieron callar víctimas de espantosos mareos y vómitos. Gentes que días atrás se ufanaban de ser excelentes navegantes.
Yo reía de sus narraciones de lugares y batallas en las que jamás habían estado. Puesto que no podía evitar aquellos rosarios de sandeces por la estrechura y hacinamiento en que nos encontrábamos, me limitaba a sonreír irónicamente. Mi silencio y no experimentar el mareo, les irritaba grandemente. Mucho más aun que no me unía al coro de sus lúbricas carcajadas cuando describían sus lances amorosos. No es que yo hiciese voto de castidad. Amé y he sido amado, pero con respeto y gozo, porque eran amores fuertes y verdaderos no de aquellos de amores furtivos de a maravedí.
Mi cortés y prudente silencio lo interpretaban mal y sospechaban que no podían engañarme porque yo era casi siempre conocedor de los lugares y batallas que describían y fácilmente podía mostrarles como mentirosos.
En los dos primeros días solían decir melosos:
⦁ Vos, don Álvaro, rico y noble, que habéis recorrido toda Europa, sin duda tendréis mucho que contar.
Ciertamente podía narrar múltiples aventuras, pero no aquellas de gusto fanfarrón y procaz que ellos deseaban oír. En esos casos me escuchaban en forma distraída interrumpiéndome alguien siempre con mal disimuladas bromas. Es cierto que todo se cortaba si yo descendía un poco mi mano sobre la empuñadura de mi espada y se helaban las principiantes burlas.
Yo no sé que fama me rodeaba, porque sin ser nunca pendenciero el banal movimiento de mi mano una mirada fría con el ceño fruncido, produjese tanto espanto. Puede ser que también interviniese la aureola de mi buen antepasado el Cid y la ausencia de sangre noble de mis compañeros de ruta.
Yo no pienso haber sido nunca alguien pendenciero, ni recuerdo que por una broma pesada haya desenvainado mi espada o puñal para vengar la afrenta. Siempre he rechazado a aquellos que puntillosamente creen manchado su honor por cualquier niñería. La broma o insultos son palabras y con palabras se combaten. Estimo la vida humana como algo sagrado que no debe ser arriesgado con ligereza.
En los duros años que me ha tocado vivir, he combatido muchas veces, pero me ha bastado dejar fuera de combate a mi oponente y nunca he rematado a un vencido. Para mí las armas son instrumentos nefastos que deberían repugnar a todos. El noble solamente debe usarlas por necesidad. La gran lacra de mi tiempo es la de usar las armas con ligereza. Generaciones futuras se avergonzarán de ello. Me pregunto si esos usos desmesurados son frutos de la valentía y la justicia o mucho más del miedo.
¿Cómo se comportarían conmigo esta banda de matones incluidos el escribano y los dos clérigos, si conociesen estos sentimientos míos íntimos que me prohíben usar mis armas y conocimientos guerreros en sólo provecho? Probablemente me considerarían como cobarde y pusilánime, poniendo en duda mis condiciones de caballero. Afortunadamente no los conocen y por eso me temen y optan por hacerme el vacio, cosa que para mí es dejarme en paz públicamente, aunque sé que complotan en secreto.
Mare incognitum. Nadie de quienes viajábamos había navegado nunca en estas altitudes. El capitán y algunos marineros solamente. Yo tenía una ventaja sobre mis compañeros, ya de niño, nacido en Valencia, cruce en muchas ocasiones el Mediterráneo. He conocido temporales y bravuras. Lo navegué tanto en galeras, bricbarcas como en humildes caiquenes de pesca. Reconozco que estas olas altas y largas son cosa seria aun cuando la mar está en calma. Cuando la mar se pone brava resultan impresionantes, parece como si navegásemos entre dos murallas de agua mucho más altas que el palo mayor de la carabela. Eso es cuando estamos abajo, cuándo cabalgamos la ola parece que el navío se va a partir por la mitad, todo el maderamen cruje. Efectivamente el capitán me ha contado que más de un barco efectivamente se ha partido por la mitad en un temporal. Nuestro barco parece bastante marinero y espero que resista bien los temporales.
Mis compañeros con las mares gruesas se refugian inmediatamente en sus hamacas del entrepuente, los que no lo hacen rápidamente tomados de las amuras vomitan hasta los intestinos. Luego, bien envueltos en sus capas tratan de acurrucarse en algún lugar protegido de la cubierta.
Yo que no he alardeado de mis condiciones marineras, ni de mis viajes de buen valenciano, me preguntaba cómo reaccionaría mi cuerpo en estas nuevas situaciones para mí completamente nuevas. Me observaba a mí mismo, a la vez que me daba cuenta que los viejos lobos de mar no me quitaban los ojos sorprendidos que no demostrase las mismas señales que mis compañeros.
Es cierto que con las primeras “mares boas” sentí bastante desazón, pero me alivié mascando uno de los grandes limones que en prevención había llevado en mi zurrón.
Mi cuerpo se fue acostumbrando fácilmente a las grandes bordadas del barco que con viento constante había desplegado todas sus velas hasta los sobrejuanetes y navegaba con una fuerte escora a babor. Cuando me sentí en completo aplomo dejé mi hamaca y subí a la toldilla. Allí cerca del timonel se encontraba el sonriente capitán con el fin de ordenar la nueva bordada en el momento oportuno.
⦁ Buen viento, Don Álvaro, me dijo alegremente. Un buen comienzo de nuestro viaje. ¿Qué le parece? Quiera Dios y la Santísima Virgen que este buen comienzo nos acompañe largo tiempo. Luego añadió maliciosamente. Pero, Don Álvaro ¿qué hacéis aquí? Harto mejor marinero me parecéis que esos fanfarrones recién salidos de la gleba.
⦁ No lo crea tanto, capitán, al comienzo de las bordadas también sentí alguna descompostura.
⦁ ¡Quien no, Don Álvaro, eso ocurre aun a viejos lobos de mar. Lo que a nosotros nos hace reír son esos espadachines de a maravedí que hasta se vanaglorian de ser buenos marineros, pero solamente aparecen por cubierta mohínos y tambaleantes si el mar no está como taza de leche, cosa inaudita en este mar inmenso.
⦁ Gentes inútiles. Canallas de España que uno está obligado a conducir a este Nuevo Mundo maravilloso
⦁ Mida su lengua capitán. Recuerde que no existe chancho flaco que no pueda ser peligroso.
⦁ Si, lo tengo en cuenta, Don Álvaro, pero recuerde que aquí en mi nave, después de Dios está el capitán. Nunca me ha temblado la mano si he debido hacer colgar de una gavia aun revoltoso. Aunque no es necesario llegar a tanto una tanda de latigazos con el látigo de siete colas deja tranquilo a cualquier rufián exaltado que se cree agraviado por las palabras francas y verdaderas de un marino.
De todas maneras, también perdonad mi franqueza, vos que sois un auténtico caballero. ¿Cómo vos habéis partido a la aventura, siendo así que no lleváis, dada vuestra nobleza, ningún cargo proveído por el Rey nuestro señor? Rico, de alcurnia, cristiano viejo, sin duda no os arrastra al Nuevo Mundo la sed de oro y poder de estos ganapanes disfrazados de caballeros. ¿Acaso algún mal de amores?
⦁ Capitán me simpatizáis y me dais confianza. Os puedo decir que ni yo mismo sé bien por qué decidí esta aventura. Solamente os diré que estoy harto de España, de las etiquetas obligatorias de la corte, de sus envidias y odios. De tenerse que batir a espada por algo tan infantil como el olvido de levantar la mano o el chambergo. Decidí ir a una “tierra nueva” donde pudiera ser yo mismo sin etiquetas ni reverencias de nadie, ni a nadie. Esa es la razón por la que no he aspirado a cargo alguno que tendría derecho por mi sólo linaje y mis servicios al Rey. Quiero ser un particular que cree un nuevo linaje y una vida menos sórdida de la que se obliga en España donde todas nuestras acciones están controladas por la costumbre, la envidia y el linaje.
Desde luego me guardé decirle que por la Religión, pues inmediatamente habría sido sospechado de simpatía con los herejes y que estaba huyendo del largo brazo de la Inquisición.
⦁ Os comprendo perfectamente, dijo el capitán. Yo aquí soy señor de mi nave y no deseo instalarme en tierra, sino los breves pasajes en que reposo con mi familia
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Los días pasaban monótonos. Casi todos mis compañeros se fueron habituando a la navegación, muy pocos a la mar gruesa… Mi firmeza frente al mareo a la mayoría les causaba una especie de afrenta. Sin que viniese a cuento se trataban de disculpar conmigo diciendo que ellos eran gentes de tierra adentro. Yo les escuchaba sin darles importancia y tratando de seguirles la corriente. Advertí que me iban haciendo un cortés, por entonces, vacio. Me evitaban.
Aun me invitaban a jugar con ellos a los dados o a los naipes. Nunca aceptaba jugar a los dados ya que pensaba que era un juego de truhanes. A los naipes algunas veces lo hacía ya que en ese juego se puede desarrollar una cierta ingeniosidad. Mi inusitada buena suerte y mi sentido común hacían que ni ganase ni perdiese y con el ducado que comenzaba el juego terminaba siempre de nuevo en mi bolsa. Yo no deseaba ganar a aquellos pobres diablos que sabía muy endeudados. Apostaba bajo, rehusando siempre cualquier apuesta importante. Cuando el juego empezó a ser origen cada vez más de pendencias, opté por retirarme porque ya no era pasatiempo sino pábulo de bajas pasiones. Opté por enfrascarme en la lectura de Ulises y Eneas que llevaba conmigo en buenas ediciones.
Mi afición a la lectura fue otro comienzo a la mala voluntad que me tenían. La mayoría de ellos eran iletrados. Solamente podía conversar de literatura con los dos clérigos y el escribano. Con el capitán solamente hablábamos de viajes y de los “portulanos” que el me prestaba, pues poseía algunos.
Era claro que la monotonía del viaje con buen tiempo y generalmente vientos de popa suaves que mantenían la nave a un andar lento se iba creando, como el capitán me había advertido un ambiente pesado y colérico. Los incidentes se sucedían cada vez con más frecuencia, de ordinario de palabra o con algunos golpes. Tampoco era raro que saliesen a relucir puñales, pero sin llegar a la sangre. Esto por la rapidez del capitán y la habilidad de sus ayudantes. Yo me mantenía siempre al margen de estos problemas preguntándome hasta cuando lo conseguiría. Sentía cada vez con más fuerza la hostilidad que me rodeaba y me preguntaba cual sería el origen de una posible reyerta provocada por aquellos que deseaban verme en una situación embarazosa.
El capitán me decía que todo aquello era fruto del largo viaje, la estrechez del navío, el añejamiento de los víveres y el racionamiento del agua. Los sabios capitanes manejan estos acontecimientos con mano de hierro y guantes de terciopelo.
Yo mismo acostumbrado a la soledad me sentía frecuentemente irritado. Comprendía que mi contemplación del horizonte, los peces que seguían el derrotero de nuestro braco o que volaban airosos a sus costados o bien, en la noche las estrellas y constelaciones no bastaban para aliviar mi desazón. Notaba que mi cuerpo reclamaba acción y por ello decidí un trabajo que ocupase algo mis manos y mi mente. Conseguí del maestro carpintero del barco un hermoso pedazo de haya decidido a construir una réplica de nuestro barco. Comencé mi prolija labor de tallado con mi daga toledana a sabiendas que la damascena era de un acero muy superior. Desde luego me conseguí, buscando entre el lastre de la cala del barco entre los restos de lastre una negra piedra de obsidiana, con la que saqué un filo excelente a mi daga.
Pasaba la mayor parte del día absorbido por mi trabajo. Empecé a captar al paso irónicos cuchicheos que invariablemente venían a decir:
⦁ Nuestro guerrero que, a veces, toma aires de filósofo, resulta que ahora es un menestral. Veremos cuando enfrentemos a los indios si es tan buen soldado como el supone serlo.
Evidentemente, fingía no haber escuchado nada, aunque me hervía la sangre con frecuencia. Las cosas empezaron a ir tan lejos que el capitán juzgó conveniente llamarme a parte para advertirme y pedirme calma.
⦁ Capitán ¿quiere que no haga nada? ¿Qué siga haciendo el papel de idiota?
¿No advierte que esta actitud será tomada igualmente como desafió?
⦁ Don Álvaro yo no le pido que acepte seguir siendo ultrajado.
Lo único que le ruego que no se ofusque y termine todo esto en un duelo en mi nave. Todos sabemos que vos sois muy bueno con la espada y el puñal. Situaciones de esta índole han causado terribles condiciones en otras naves, porque dado el clima de enervamiento se puede convertir en una lucha de todos contra todos. No se deje, pues, llevar por la impudicia de estos míseros espadachines.
⦁ Mejor es que les amoneste para que se queden tranquilos porque no se insulta y agravia impunemente a un descendiente del Cid.
Yo dije esta bravuconada, consciente que sería transmitida pasando de boca en boca y que serviría para poner un poco de tranquilidad en los ánimos. Calculaba que podía existir un exaltado que tratase de mostrar a sus compañeros que no tenía miedo a nada
⦁ Desde luego, dijo el capitán.
⦁ Si se da algún tipo de desafío, dijo yo, será sin arma alguna.
⦁ ¡Ah, maligno! Dijo riendo el capitán, creéis que ignoro que habéis aprendido de los moros esa nueva manera de luchar con las manos un arte que hacen las manos más peligrosas que las armas.
⦁ Espero que evitaremos confrontamientos innecesarios. Si lo hay, más de uno se bañará en el mar así que tenga ya prevenidas las sogas de salvamento.
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Con vientos continuamente favorables habíamos recorrido mucho más de la mitad de nuestro camino. Hubo mares gruesas y cortos tiempos desfavorables o pequeños temporales. Nada importante.
Casi repentinamente se descargó una verdadera borrasca. Comprendí la importancia con sólo mirar la cara de los viejos marineros. El capitán tomó enseguida las medidas más extremas de seguridad. Se cerraron todas las escotillas y se cubrieron con pesadas lonas embreadas. Se arriaron todas las velas y se dejaron sólo los foques para la maniobra del buque. Se envió a todos aquellos que no eran indispensables a sus hamacas y los cañones se amarraron fuertemente. El barco era castigado por terribles y bruscos paquetes de olas.
Yo, abajo como todos los demás contemplaba las pesadas piezas de artillería que en cada bandazo podían romper sus amarras. Me preguntaba que podría ocurrir si ocasionalmente se soltaba un cañón y empezaba a correr alocadamente de un lado a otro del entrepuente. Destruiría mamparas y los mismos costados del barco como un ariete imparable. Aquella noche dormí sobresaltadamente confiando solamente en la pericia del capitán y de su timonel ambos amarrados firmemente junto al timón para no ser arrastrado por las olas que barrían no solo la cubierta sino también la toldilla. Cuando en esa noche de pesadilla dormité, me desperté comprobando que el temporal no había amainado, sino que era peor. Decidí subir a cubierta. Llegar a la única escotilla practicable esquivando las bamboleantes hamacas parecía un acto suicida. Todo era mejor que permanecer un momento más en aquel ambiente pestilente a detritus humanos y vómitos que me rodeaban y sobre los que era difícil no resbalar. Llegado a la escalerilla de cuerda que bailaba de un lado a otro fue difícil ,pero tomado de ella levantar la pesada escotilla me pareció un acto sobrehumano debido a mi desesperación. Encaramado a gatas en cubierta pude respirar aquel ambiente húmedo, pero limpio y cargado de agua. No llovía. El viento silbaba en los cordajes y las olas intermitentemente, barrían la cubierta, pero no eran tan altas como el día anterior. Tomándome de cuanto cordaje pendía de lo alto me pude incorporar y caminar hacía la escalera de la toldilla. Ya a los primeros pasos estaba totalmente chorreante. El agua era tibia. Me felicité de haber dejado la mayoría de mis ropas con los borceguíes en mi hamaca. Llevaba solamente una camisa y el jubón sin calzas.
Cuando el capitán me distinguió:
⦁ Cómo se atreva a subir hasta aquí Don Álvaro con grave peligro de su vida’
⦁ Abajo me estaba ahogando la mierda y los vómitos de mis compañeros. Prefiero morir aquí arriba lavado por el aire y el agua salada que morir abajo como las ratas de sentina.
⦁ Venga conmigo a la cámara de popa. Descansaremos un rato y beberemos un buen trago. El timonel, se las puede componer solo un rato.
⦁ ¿Está pasando el temporal?
⦁ Desgraciadamente aun no. Estamos acercándonos al centro del huracán. Cuando esto ocurre se tiene una cierta calma. Después será lo que Dios quiera.
⦁ ¿Tan mala está la cosa capitán?
⦁ Uno nunca sabe. El barco está aguantando bien. Ya he perdido cuatro gavieros. Todos ellos buenos marineros. Es muy malo cuando caen al mar los mejores hombres. Los que no son tan buenos como ellos eran empiezan a trabajar peor y con miedo. El miedo, Don Álvaro, es el peor enemigo de aquellos que trepan a las jarcias.
⦁ ¿Cómo va el derrotero?
⦁ No he podido hacer cálculos. Mi experiencia de marino me dice que el huracán nos ha arrastrado violentamente hacía las costas a las que nos dirigimos. Temo que no estemos sino a pocos días de tierra. No sé dónde.
⦁ ¿Tanto como eso?
⦁ Así es. Hay que dejarlo mejor en las manos de Dios.
⦁ Usted, capitán, siempre me parece un hombre muy religioso.
⦁ Cierto, cierto. Tratemos de comer algo para restaurar las fuerzas frente a lo que nos espera. No hay nada caliente, pero un poco de galleta con miel nos dará fuerzas.
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Que estábamos saliendo del ojo del huracán me lo advirtió un terrible bandazo del navío, seguido de un ruido ensordecedor de algo que caía sobre cubierta. Siguió una sucesión de golpes menores. Con grandes dificultades pude salir de la cabina del capitán. El barco cabeceaba locamente. La rueda del timón giraba descompasadamente y no había rastro alguno del timonel a pesar que estaba atado junto a ella. El capitán tomado de mí mismo juraba entrecortadamente.
⦁ Tengo que llegar al timón. Me tiene que acompañar y atarme allí para que no me ocurra lo que le sucedió al desgraciado timonel.
⦁ El timonel también estaba amarrado, respondí.
⦁ Aférrese a lo que pueda, gritó desesperado.
Pensé que nunca conseguiríamos llegar a la rueda del timón. Cuando milagrosamente pudimos tomarnos de la rueda vimos que las cuerdas con que estuvo el timonel colgaban. Sin duda confiado en la aparente calma se había desatado. Entre los dos con gran esfuerzo pudimos manejar la rueda y con gran trabajo até al capitán, no calculando cuando sería yo mismo arrastrado por una ola que de nuevo barría la toldilla.
El temporal siguió y siguió. Logré sujetarme a un palo con varias vueltas de un grueso calabrote. Yo era un muñeco desarticulado golpeado por los paquetes de agua y los bandazos que arrojaban sobre mi cuanto era arrastrado por la cubierta. Al miedo y la desesperación sobrevino a mi cuerpo casi descoyuntado una gran paz. Es como si de repente hubiese estado incorporado al ritmo de la tempestad y que era uno con ella. Era como entrar en la eternidad. Posiblemente perdí el conocimiento. Cuando me recobré, creo que horas después, el temporal había amainado. El capitán desvanecido sobre el timón estaba siendo auxiliado por el contramaestre. Los golpes de mar eran menos violentos y mucho más espaciados. Cuando me deshice de mi atadura y pude llegar hasta el capitán, este estaba ordenando con voz desfallecida al contramaestre:
⦁ Todos los hombres que no sean capaces para la maniobra deben ser puestos a manejar las bombas. Los gavieros inmediatamente deben ponerse a la maniobra porque hay que izar algo de tela para que el buque sea navegable.
En la confusión reinante era muy difícil poner en práctica las órdenes del capitán. Temí que estaba mal herido, pero no quiso que le llevasen a su cabina, sino que sentado en el piso se apoyó en una mampara, aun despierto para dar las órdenes necesarias. Me pareció un hombre al borde del colapso ,solamente sostenido por su conciencia de mando. Lo admiré profundamente. Un heroísmo como el suyo lo había encontrado muy pocas veces en los campos de batalla, en casos que un comandante herido se preocupaba ante todo de la salvación de sus hombres o de conseguir la victoria en el combate.
Según los gavieros iban subiendo a cubierta y reuniéndose frente al capitán este vio su pequeño número. Leí en su rostro la desesperación más absoluta. Estaba claro que con aquellos hombres en la devastación en que se encontraba el navío era imposible la maniobra. A gritos ordenó al contramaestre que el subiese también a las vergas y que le pasase su silbato porque él dirigiría la maniobra desde cubierta. El contramaestre sin responder le paso el pito y luego se desnudó completamente como ya lo estaban el resto de los marineros y se puso entre los dientes el cuchillo de maniobra. El capitán silbó la primera orden y todos como monos de piel lisa, brillantes por el agua que lavaba sus cuerpos corrieron se lanzaron hacía el trinquete para recuperar los foques destrozados, limpiar para enarbolar los foques nuevos que darían un cierto impulso y estabilidad al barco. Trepaban dificultosamente evitando el chicoteo despiadado de los cabos sueltos y el terrible golpe si les alcanzaba un mozón loco de repente .Sentí como un garfio que me tomaba del tobillo. Era la mano crispada del capitán. Me incliné cerca de su cara:
⦁ No van a poder, me gritó´, Necesitarían al menos otro más con un hacha de abordaje.
Era indudable que nunca se le pasó por la cabeza que yo pudiese ayudarles. Miré hacía el mamparo donde estaban sujetas las hachas y seguían allí firmes en sus anclajes.
Si, podía ayudar. De casi niño en la galera de mi padre había trepado a los palos y jugado a ser gaviero. No dudé. Me desembaracé de toda mi empapada ropa, corrí a tomar un hacha que ceñí a mi cintura con pedazo de cordel y tomando mi querida daga damascena entre los dientes me lancé corriendo y haciendo equilibrios hacía el trinquete. Antes de llegar resbalé y caí con riesgo de herirme. Afortunadamente los gavieros habían conseguido desenredar una de las escalas y pude trepar por ella a pesar que se movía peligrosamente como un columpio loco. Conseguí pasar el hacha al gaviero más próximo, seguro que el la manejaría mejor y yo trataría de ayudar según los gritos de mis compañeros. Me tomaba de la verga con todas mis fuerzas. Los obenques laceraban mis pies desacostumbrados a aquel rudo ejercicio y que carecían de la dureza y permisibilidad de los marineros.
Cuando muchas horas después pisé la bamboleante cubierta me pareció alcanzar tierra firme y el más mullido de los tapiases.
El capitán me recibió acostado en su cabina con la más variada colección de juramentos marineros. Aseguraba que el hecho que no me hubiese caído de las vergas y roto la cabeza o ahogado se debía a mi proverbial buena suerte. Le dije que aquello no se debía a la buena suerte, sino que, en mi juventud, debido a mi insaciable sed de experiencias en la galera de mi padre había subido con los gavieros muchas veces a la maniobra. Cierto que nunca con tamaño temporal. También había timoneado e incluso remado entre los galeotes como uno más….
Esas experiencias solamente yo las conocía porque serían incomprendidas siempre por mis orgullosos pares e interpretadas torcidamente.
El capitán me hizo vestir con ropas suyas ya que las mías habían sido barridas por el temporal, hasta que yo pudiese llegar a los revueltos arcones del equipaje y encontrase el de mi propiedad.
Pasado el temporal los marineros me consideraban como un héroe. El resto de los pasajeros como algo deshonroso y la última de las extravagancias de un caballero, de noble estirpe. Lo que más criticaban era que como era posible que un caballero se hubiese colgado desnudo como un gusano de las vergas del navío.
Picado con estos comentarios y dispuesto a desafiarles, empecé a subir con los gavieros ahora simplemente por deporte, aunque ahora vestido simplemente con jubón y camisa de marinero que compré a uno de los tripulantes. Descalzo todo el tiempo como ellos.
El capitán no aprobaba mi conducta, pero no me decía nada.
Todo ello sería pocos días después provisional, porque los gentileshombres con sus pesadas botas todos se irían al fondo del mar en el luctuoso naufragio.
Yo estaba consciente que mi actitud personalista y fuera de las costumbres de aquella sociedad tan estrecha de la que yo estaba huyendo. Uno de los clérigos se sintió obligado a advertirme que en cualquier momento sería desafiado a duelo para lavar aquella afrenta pública en condiciones tales que ni el mismo capitán podría impedirlo.
¿Una vez más me preguntaba a mí mismo porque les importaba tanto que yo fuese diferente? ¿En qué deshonraba yo al resto de los pasajeros por el hecho de que en un momento de peligro trabajase como marinero? ¿Por qué era vergonzoso y deshonroso el trabajo de aquellos marineros que habían arriesgado su vida para salvarnos a todos? ¿Qué deshonra significaba que caminase sobre aquel cascarón bamboleante sin botas ni una espada que en cada vaivén se metía entre las piernas mientras que las rígidas suelas de los borceguíes hacían resbalar, caer y causar la hilaridad de los observadores?
Ya estaba decidido a dar una buena lección de esgrima a cualquier de aquellos estúpidos que me desafiasen y si mi buena suerte me acompañaba dejarles en un estruendoso ridículo.
Sin embargo, esa buena suerte o la Providencia enviaron la segunda tempestad. Apenas habíamos tenido dos días de bonanza. El capitán consiguió apenas determinar nuestra situación. Era indudable que habíamos derivado notablemente hacía el sur y que probablemente nos encontrábamos muy cerca de tierra.
El temporal se desencadenó con tal rapidez y fuerza que no hubo posibilidad de arriar ninguna vela. El palo mayor se quebró a la vez, que la mesana, pues el mayor lo derribó en su caída. Ahora con el barco escorado violentamente empezó una lucha de leones con cuanta herramienta cortante pudimos encontrar. Tengo que decir que ahora que todos mis compañeros vieron en inminente peligro sus vidas olvidaron sus caballerías y empuñaron desesperadamente hachas y cuchillos. Conseguimos arrojar al mar cuanto nos podía causar problemas cuando una ola arrancó de cuajo el timón. En ese momento el escorado barco ya no era ni siquiera una balsa ingobernable. Nunca me habían convencido las confidencias del capitán de que nos debíamos encontrar muy cerca de tierra. De repente el barco chocó y se reventó como una nuez.
Cuando recobré mis cabales me encontraba nadando desesperadamente tratando de no ser golpeado por todos los restos que hervían a mí alrededor. Repentinamente me sentí levantado como por una mano gigantesca, me tomé de algo y no supe más. Cuando desperté estaba lejos de la costa rodeado de montones de maderos y restos del naufragio que formaban una especie de parapeto entre mí y el mar. Me encontraba desnudo, solamente con restos de harapos y ceñido con mi ancho cinturón del que pendía mi fiel puñal damasceno en su sólida vaina. Según iba recuperando la lucidez hice un inventario de mi cuerpo, un conjunto de grandes morados cruzados por mil desgarraduras que si bien sangrantes, parecían poco profundas. Pronto volví a caer en una especie de desmayo. Despertaba con poca conciencia en la oscuridad, dolorido y aterido. Tenía una sed insoportable. Estaba seguro que moriría. Cuando desperté con algo más de lucidez me encontraba reconfortado ligeramente por un sol ya alto y que calentaba mucho. Sentía mi cuerpo muy dolorido. Mucho más que en las heridas recibidas en combate. No me podía poner en pie. Reptando entre los escombros de la nave pude llegar hasta la orilla. Ahí me di cuenta que no estaba en tierra sino en un ancho arrecife que distaba relativamente poco de la verdadera playa de arena. Me deslicé en el agua salada y sentí su terrible influencia y escozor desde la planta de mis pies a la coronilla de mi cabeza. En el agua me sentía más capaz y lentamente nadé hacía la playa. El estar en el agua me dio como energía. Nadando y caminando en las partes bajas sostenido por el agua pude llegar finalmente a lo que parecía la verdadera tierra firme En el entretanto el cielo se cubrió repentinamente y se puso a llover como jamás lo había experimentado. Verdaderas cortinas de agua caían sobre mi cuerpo, afortunadamente lavándole del agua salada, Era un agua tibia.
En la gran playa, más restos del naufragio y varios cadáveres desnudos a los que no pude reconocer. Encontré restos de uno de los palos flotando cerca de la orilla y con asombro descubrí que se encontraban atados a ellos dos hombres. Al principio pensé que muertos, luego vi que aun respiraban. Corté sus ataduras y los arrastré penosamente hasta la playa. Se encontraban muy maltratados, pero mi experiencia en la guerra me hacía suponer que quizá sobrevivirían. Me puse a friccionar a uno de ellos. No dio señales de recuperarse. Luego lo hice con el otro al que reconocí como Martín. Fue reaccionando lentamente, pero cuando se despertó era imposible que tomase conciencia de la realidad. En cambio, el otro, un marinero de nombre Gonzalo no lo podíamos hacer revivir. Cuando dos días más tarde desesperados, aunque aun respiraba, le íbamos a abandonar comenzó como a despertarse.
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⦁ Madre, Sirupré,he vivido en carne de mi padre su llegada a nuestra tierra. He “vivido”en él su muerte y recuperación.
Indudablemente en esa playa que he visto con sus ojos es donde, tú, madre lo encontraste cuando caminabais con tus compañeras las otras amazonas.
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II. ALVARO DIAZ DEL VIVAR
Ya no sufro. No siento más el dolor de mis heridas. Es lo que he escuchado muchas veces antes que ahora en los campos de batalla con aquellos que ya están muriendo.
Mi mente no solamente está clara, sino que parece que tengo una lucidez extrema. Es como si habitara otro cuerpo que tuviera la capacidad de mirar dentro y fuera de sí mismo. No comprendo como muriendo se puede tener tal claridad en vez de estar como tantos otros sin sentido debido a las terribles heridas que tengo y toda la sangre que he perdido.
Era indudable que los españoles están informados de mi presencia a pesar que yo me creía un guerrero anónimo. Ellos tienen espías por todas partes. Gentes que una vez fueron bravos guerreros, pero que ahora se entregaron al servicio de los enemigos que les utilizan y acabarán destruyéndoles.
Ya en su primera carga en sus gritos desaforados era evidente que yo era su objetivo principal. Era tanto su furor que llegué a sentir su odio hacia mí como materializado:
⦁ ¡Matad al traidor Álvaro! ¡al renegado! ¡Al indio espurio! ¡Al traidor hijo de madre puta!
Luego la voz estentórea de su capitán:
⦁ ¡Cien doblones para quien traiga la cabeza del traidor Álvaro!
Con esa suma fabulosa que nunca sería pagada, el furor de todos los soldados y yanaconas era indudable que se dirigía contra mí.
Sin duda mi cabeza estaría ya ensartada en una de sus picas sino hubiera sido la respuesta suicida de las amazonas capitaneadas por Pineabe mi esposa. Ellas rescataron mi cuerpo sangrante del campo de batalla con el sacrificio de sus vidas. He participado durante mi vida en muchas batallas, aquí y en occidente, pero nunca jamás participé en una lucha tan desigual e increíble. Nosotros luchamos con armas de madera y con puntas de cortante obsidiana contra hombres forrados de hierro y empuñando armas de los mejores aceros españoles.
Las ágiles y rápidas amazonas saltaban sobre ellos y sus caballos abrazadas a los hombres de hierro los arrojaban del caballo sin soltarlos jamás a pesar de ser acuchilladas ferozmente por los compañeros del atacado. En confuso revoltijo los guerreros con sus macanas de piedra atacaban al caído, sujeto por los brazos aun de la amazona, y con sus golpes sacaban chispas de las armaduras, mientras que los otros jinetes les alanceaban a su placer. Yo creo que ellas, aun muertas, no se desasían del soldado al que habían hecho presa.
Cuán grande es el poder del espíritu que permite que se forme una muralla de carne desnuda frente a un puñado de aventureros osados que tratan de arrebatarles sus tierras, mujeres, costumbres y reducirles a la esclavitud.
Yo sé muy bien que ellos para justificarse dicen que nosotros los indios somos seres de espíritu obtuso, locos que tontamente queremos desafiar el acero y las espadas toledanas en forma inútil
Están completamente equivocados. Sabemos perfectamente que estamos en inferioridad frente a ellos y que defendernos, aun con pocas posibilidades de triunfar al precio de terribles carnicerías. –
Estamos conscientes que tenemos que oponer esa muralla de carne desnuda a sus espadas tajadoras para que tenga tiempo el grueso de la tribu compuesta de los más débiles a huir y refugiarse en lugares selváticos donde ellos por ahora no puedan alcanzarles.
Hace poco rato, cuando las mujeres guerreras en su carga demencial frenaron al escuadrón que había roto nuestras filas con el único fin de capturarme vivo o muerto estaban perfectamente conscientes del alto precio que iban a pagar con sus vidas.
El escuadrón español fue cruelmente diezmado y tuvieron que volver grupas vergonzosamente y no pudieron sacar del campo de batalla este cuerpo igualmente desnudo y destrozado por su acero. Fue igual que cuando un atrevido goloso voltea un árbol hueco en que habita un panal de abejas. Estas se defienden tan fieramente que acaban haciéndole huir, aunque ellas deban morir por millares.
¡Cien doblones de oro por mi cabeza les enloqueció e inútilmente perdieron vidas de hombres y caballos!
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Ureíta no había participado aun en batallas. Había escuchado mil veces los relatos de los sobrevivientes de los primeros choques con los invasores en los que había muerto su padre y su madre habían quedado tan mal herida. Sin embargo, ahora en el trance sagrado vio y sintió todo a través de unos ojos que estaban en su mente y que sabía no eran los suyos. Era terrible la conciencia de esa dualidad y unidad simultaneas.
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Como si Pineabe estuviese igualmente dentro de él rompió aquella extraña situación, aun sin soltar las manos del círculo sagrado:
⦁ Deberás combatir con esos guerreros forrados de metal y aprender a usar sus mismas armas. Las que arrancamos con el precio de muchas vidas
Era evidente que también ella había revivido aquellos luctuosos momentos en los que participó y que ahora Ureíta contemplaba directamente
Cuando tu padre aún estaba vivo no conocíamos lanzas, ni espadas, ni puñal de acero. Por cada extranjero que derrotamos murieron cinco o seis de nuestros guerreros.
Aun caídos los extranjeros trataban de encogerse como las tortugas en sus trajes de hierro y mientras tanto los otros hacían carnicería en nosotros.
Muchas lunas antes, cuando tu padre llegó nuestras armas eran semejantes y nuestras luchas parejas. Solamente el valor, la fuerza, la agilidad, la astucia y el deseo de defender la tribu diferenciaban a un guerrero del otro. Éramos un una mujer o un hombre contra otro. No se trataba de matar, sino de hacer huir al adversario. Al caído no se le remataba porque ya estaba vencido. Tampoco a los que huían se les perseguía para exterminarles. No se tomaban prisioneros como hacen las gentes de las ciudades para que nos sirviesen, sino que estábamos contentos con alejar a los invasores de nuestros terrenos de caza y recolección.
En verdad, no conocíamos la guerra por la guerra. Es cierto que cada cierto tiempo podían llegar invasores que había que hacer huir. A veces eran tribus que agotados sus terrenos de caza y recolección deseaban los nuestros. Eso lo comprendíamos, pero ellos debían buscar otros y, en ocasiones, solamente nos pedían que les dejásemos atravesar nuestros bosques e ir más allá al lejano sur. Ahora los extranjeros que llegan del otro lado de la Gran Agua no proceden así. Ellos son muy pocos y desean someter a su servicio a nuestras tribus.
¡Son extranjeros devoradores de tierras y de humanos!
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Cuando Pineabe casó de hablar, Ureíta cayó de nuevo en el trance profundo:
⦁ Moriré muy pronto. No siento odio alguno por los que en otro tiempo fueron mis hermanos incapaces de comprender que no soy ni un traidor, ni asesino un enemigo irreconciliable por el hecho de haberme convertido en indio. Solamente lucho contra su prepotencia, crueldad y desprecio por estos seres humanos que somos iguales a ellos.
En estos momentos siento con fuerza el deseo de reencarnarme en mis hijos fundiendo dos pueblos en uno solo tal como los olmecas soñaban hacer. Una nueva
estirpe de españoles e indios. No sé como pueda suceder esto, pero ahora agonizando lo deseo con todas las fuerzas que me quedan. Que mis dones, que mis capacidades se unan a la sabiduría ancestral este pueblo. Que un día, lo mejor de nuestros dos pueblos triunfe y que el odio, la ambición y el deseo de rapiña se purifique en esos nuevos seres humanos del futuro.
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De nuevo habló Pineabe:
⦁ Le sacamos moribundo del combate, tu padre estaba terriblemente herido. Nuestro designio había sido arrancar su cuerpo de las manos de los extranjeros para que no lo expusiesen al ludibrio o lo arrojasen a sus perros. El nos había dicho en muchas ocasiones que si caía en mano de los extranjeros le harían morir en indecibles torturas y que si lo capturaban muerto desmembrarían su cuerpo y clavado en picas lo expondrían en las entradas de sus diferentes aldeas. Esas cosas no las podíamos aceptar. Nuestro pueblo lo rescató con sus propias vidas en paga. Era la deuda que teníamos con él y la cumplimos. Ninguno de los que sobrevivimos a aquella lucha desesperada nos hemos arrepentido de lo que hicimos por él.
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Sirupré, el shaman interrumpió:
Apoena está entre nosotros y desea seguir instruyendo a su hijo
⦁ Hace más de cuatrocientos años que mi antecesor en quince generaciones Rodrigo Díaz del Vivar, que sería conocido como el Cid Campeador, mientras Valencia estaba sitiada por los moros No murió con las armas en la mano, sino en su cama y abatido por la peste. Una ironía de la suerte. Yo, su descendiente directo de sus blasones y grandes hechos, moriré en buena lid y por buena causa, como el mismo vivió y hubiera deseado morir. Herido de muerte por mis hermanos, no por traidor como gritaban, sino por ser fiel a mi conciencia y estirpe. A mi deber de caballero de defender con su vida al pobre y oprimido contra el fuerte e invasor. Creo que mi bravo antecesor en mi situación no hubiese procedido en forma diferente a la mía.
Yo, como él, tengo la esperanza de ganar mi última batalla después de muerto. No la ganaré mediante el engaño que muerto y embalsamado sujeto astutamente sobre su fiel Babieca sembró el terror en las filas de los moros. Tengo la esperanza que mi hijo, la decimosexta generación de los Vivar, mitad español y mitad indio sea el quien gane la última batalla de una manera tan sutil que se me escapa. ¡Ojalá suceda así!
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¡Shaman, Madre! ¡Es mi padre quien está hablando dentro de mí! ¡No sé que me está ocurriendo! ¡A la vez soy yo y soy mi padre! Veo con sus ojos, escucho con sus oídos, pienso con su mente, ¡sufro con sus heridas…! estoy muy confundido!
⦁ ¡Tranquilízate y no rompas el círculo sagrado! ¡Va a ser muy difícil para ti! Tu padre vive en ti desde de ahora para que toda su sabiduría entre en ti y sea tuya. Vas a conocer su vida. No comprenderás ahora muchas cosas, como tampoco nosotros las comprendíamos cuando él nos hablaba de ellas. Tu padre llegó desde el otro lado de la Gran Agua. Las costumbres de su lejana tribu son para nosotros tan extrañas como son esos mismos extranjeros forrados de cuero y hierro. Necesitamos más que nunca comprenderlas ya que se han hecho tan numerosos como las hormigas del fin del verano que cubren el cielo y que devoramos asadas con tanto placer. Quizás tu padre por tu medio no haga comprender estas cosas aun oscuras para nosotros y así los expulsaremos de nuestras tierras.
⦁ ¡Esperad! ¡me siento agotado! ¡Dejadme descansar!
⦁ Sea como deseas. Rompamos el círculo sagrado.
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Ya desde muy niño escuché la narración de cómo llegó mi padre a nuestras tierras. Ahora quiero que mi madre, me cuente como ocurrió todo cuando ella con las otras amazonas lo encontró. Para mí no es comprensible lo que escuché, lo que no comprendo como mi padre, Apoena, llegó hasta nuestra tribu y sobre todo por qué llegó a ser como uno de nosotros y un cacique tan famoso.
⦁ Ureíta, pienso que es el espíritu de tu padre quien te impulsa a que nos hagas estas preguntas. Ciertamente, cuando las hacías aun con espíritu infantil, nuestras respuestas estaban dirigidas a un niño y aunque eran verdaderas omitíamos tantas cosas que entonces no comprenderías.
Ahora, mientras reposa tu cuerpo, el espíritu que te habita permitirá que comprendas y fijes lo que sucedió porque ya posees el conocimiento de nuestras tradiciones.
⦁ Hace muchas lunas, empezó Sirupré, tu madre, Pineabe, había recibido su segunda iniciación como guerrera. Con sus compañeras, todas amazonas como ella, descendió de nuestro poblado en la montaña a las orillas de la Gran Agua.
Ellas primero aprendieron a ser mujeres, luego a ser guerreras, su tercera etapa era aprender a bastarse por ellas mismas y conocer sus capacidades para vivir y luchar lejos de la protección del resto de la tribu.
Tú no comprendes bien esto porque eres varón, pero para las hembras es muy importante ya que deben recorrer un largo camino para conseguirlo. Tienen que aprender a no temer nada, a valerse siempre únicamente por sí mismas, a nunca ser socorridas por nadie en cualquier situación en que se encuentren y a ser las defensoras siempre de la tribu.
Teniendo en cuenta lo que te digo escucha lo que cuente ahora Pineabe la guerrera
⦁ Estábamos contentas. Era el comienzo de poner en práctica lo que habíamos aprendido desde casi nuestra niñez cuando fuimos elegidas como mujeres guerreras.
Por primera vez estábamos solas, alejadas del territorio tribal y por lo tanto expuestas solamente a nuestras propias capacidades en cualquier situación en que nos viésemos envueltas. Ni siquiera sabíamos si el territorio que recorríamos pertenecía a una tribu amiga o enemiga. Contábamos con nuestra astucia y fuerza.
Si encontrábamos a guerreros de otras tribus, inmediatamente nos codiciarían pensando que éramos mujeres-madre fácil presa para su concupiscencia y trofeos y conducir a su tribu.
Además, los bordes de la Gran Agua escondían muchos misterios y peligros desconocidos para nosotras. En nuestra selva tupida nos movemos como sombras, aparecemos y desparecemos a voluntad y fácilmente nos ocultamos. Además, es fresca y reparada. Allí, en cambio, debimos aprender a convertirnos en arena, en pez, en iguana…Aprendimos a luchar con el tiburón y el caimán, a no pisar la raya venenosa o el pez que fulmina…Aprendimos que el nadar era hermoso y peligroso. Íbamos a demostrarnos de lo que éramos capaces, algo hermoso y fascinante.
En esa época ignorábamos que existían esos grandes cajones de troncos que tu padre llamaba navíos, llenos de hombres extranjeros forrados en metal que pueden manejar el rayo y matar.
Éramos siete amazonas. Yo soy la única viva de todas ellas. Fuertes e incansables no temíamos a nada. Durante muchas lunas recorrimos aquellas inmensas playas. Aprendimos a caminar días enteros sobre aquellas arenas candentes que nos quemaban las plantas de los pies hasta que las endurecimos. Difícil es correr sobre las filosas rocas de las orillas resbalosas por las plantas marinas o donde con enorme fuerza revientan las olas. Supimos desconfiar de las arenas que se tragan a las personas lentamente y de las cuales solamente con ayuda se puede escapar. Nadábamos días enteros para enfrentarnos con el tiburón al que rajábamos la panza con el cuchillo de obsidiana o bien metiendo aguzados palos en la boca de los sanguinarios caimanes de forma que sus fauces quedase empaladas y Lugo saltando sobre ellos los rematásemos entre sus formidables saltos y contorsiones.
Nos alimentábamos de peces crudos y ricos moluscos. Nuestra piel se hizo muy oscura y nos sentíamos cada vez más fuertes y enérgicas.
En todas aquellas largas lunas no encontramos huella alguna de gentes de otras tribus ya fuesen mujeres o varones. Cuando el cielo se oscureció durante muchos días. La lluvia era incesante y los vientos hacían remolinos que arrastraban hasta grandes troncos, decidimos que había llegado el momento de volver sobre nuestros pasos y regresar a la tribu. Ya no podíamos encender fuego ni escucharnos unas a otras tal era el ruido de las aguas que caían y de los vientos. Hacíamos profundos hoyos en la arena donde dormíamos azotadas por la lluvia tratando de darnos con nuestros cuerpos algo de calor. A pesar de todo ello nos manteníamos contentas porque sabíamos que aquello nos hacia fuertes y nos enseñaba a adaptarnos a cualquier circunstancia.
Uno de aquellos días de furioso temporal caminábamos una detrás de otra por la playa con la cabeza gacha enceguecidas por la lluvia que nos azotaba la cara. Era una playa traicionera de rocas cortantes enterradas en la arena. Delante de nosotras el agua era una cortina oscura que no permitía ver sino a corta distancia. Repentinamente nos enfrentamos con tres hombres que venían en sentido contrario al nuestro. Caminaban vacilantes y mostraban una debilidad extrema. Enseguida les rodeamos con nuestras lanzas preparadas al ataque, aunque a nos dimos cuenta que no presentaban peligro alguno por lo extenuados que aparecían y porque no vimos que portasen arma alguna. Ellos empezaron a gritar enseguida palabras en lengua desconocida que el ruido del viento la lluvia y el mar hacían aun menos identificables.
Nunca ninguna de nosotras habíamos visto hombres tan pálidos, con tanto pelo, casi como los monos. Nos daban risa y asco. Nos produjeron tanta curiosidad que algunas se acercaron y les tiraron de sus largos pelos y barbas. Ellos estaban tan agotados que nos dejaban hacer, De cerca comprobamos que estaban muy heridos. Uno solamente estaba completamente desnudo. Los otros dos llevaban unas camisas largas como las que usan las mujeres de las tribus mayas. Cuando las tocamos advertimos que eran muy duras. Ahora sabemos que están hechas de cadenas y que las llevan debajo de las corazas para evitar las flechas y los cortes de las espadas. Apoena nos diría que se llaman cotas de malla. Ese era su único vestido y les hacía más torpes y ridículos.
Tu padre que era quien iba completamente desnudo nos señalaba desesperadamente su hundido vientre y el de sus compañeros. Comprendimos que tenían mucha hambre. No entendíamos como les podía suceder ya que el alimento estaba por todas partes en abundancia sobre todo en aquellas rocas que pisábamos y que el mar había dejado temporalmente al descubierto.
Me agaché y tomando un pedazo de hulte y unos puñados de mariscos se los ofrecí a tu padre. Enseguida me día cuenta que desconocía que se trataba de un buen alimento. Entonces yo misma empecé a comer de ellos. El recogió algunos y empezó a morderlos con desconfianza y disgusto. Luego empezó a comerlos ávidamente lo que nos causó risas. Dejando de lado toda desconfianza nos apresuramos a arrancar de las rocas toda clase de mariscos y plantas acuáticas. Ellos los recibían, pero no comían si no veían que nosotras lo hiciésemos antes. Comprendimos que debían pertenecer a una tribu de las lejanas montañas que desconocían estos lugares y los abundantes alimentos que se encuentran en ellos. Una de mis compañeros encontró en la orilla un gran pescado recién arrojado por el mar. Cortó largas tiras que todas empezamos a comer crudas, pero ellos hacían grandes visajes de repugnancia. No podíamos comprender que fuesen gentes tan estúpidas que morían de hambre y rechazaban cosas tan buenas. Luego de permanecer largo tiempo con ellos nos dimos cuenta que oscurecía rápidamente y deseábamos encontrar un lugar menos azotado por la lluvia y el viento. Les abandonamos suponiendo que ellos seguirían su camino igualmente.
Sorpresivamente al otro día salió el sol. Fuimos al cercano bosque y sacamos musgos de los árboles, los secamos sobre las piedras y pudimos hacer fuego cosa que no habíamos hecho en muchos días. Recogimos gran cantidad de moluscos, pescados, desenterramos raíces buenas para comer del bosque. Buscamos un buen hoyo de esos que hacen en las rocas los remolinos. Colocamos los alimentos en ellos, Los cubrimos de grandes hojas y encima encendimos una fogata. Pronto tuvimos una gran cantidad de comida cocida, con mucho caldo caliente algo que no habíamos disfrutado hacía mucho tiempo. Con el vientre bien lleno, ninguna de nosotras deseaba continuar caminando y dormimos al dulce calor del sol y de la arena ya seca.
Al anochecer llegó tu padre, Apoena. Caminaba en condiciones deplorables apoyado en un palo. Aparte de las heridas y golpes que tenía se había herido en las rocas y lajas resbalosas del roquedal en que les abandonamos. Tenía grandes cortes sangrantes en los pies. Era claro, para nuestros ojos expertos que había caído con frecuencia y muchas de sus heridas eran recientes. Le compadecimos, le ayudamos a lavarse en el estero junto al que habíamos acampado, con agua dulce y le sacamos la arena de sus heridas. Ahí nos dimos cuenta que su piel no era gruesa y dura como la de nosotras. Le dios los restos de nuestros alimentos cocidos y los comió con mucha ansia. Cuando comió y descansó nos empezó a tratar de explicar con gestos que sus compañeros estaban muertos o bien habían continuado su camino hacia el norte. No le comprendimos mucho entonces.
No sé si por tu padre o porque sin confesárnoslo nosotras estábamos muy cansadas, permanecimos varios días en nuestro campamento provisorio. El tiempo mejoraba, aunque todas las tardes llovía un largo rato. Las heridas de Apoena mejoraban rápidamente ayudadas por las plantas que recogíamos del bosque y se las colocábamos.
Confirmamos que su manera de hablar era diferente a todas las que conocíamos y muy diferente de ellas. Tampoco se parecía a la “interlingua” que usaban los chamanes en sus reuniones de cada cierta luna y que ocasionalmente algunas de nosotras habían escuchado. Pronto, a pesar de todo, aprendimos a comunicarnos un poco con él mediante gestos. Él nos indicaba hacía el sur con frecuencia y pensamos que deseaba seguir con nosotras.
Cuando sospechamos lo que deseaba discutimos detenidamente lo que haríamos con tu padre. Nos pareció un desatino llevarlo hasta la tribu. Podría ser un peligro que desconocíamos. El debía volver al norte donde se encontraba su tribu y a donde se dirigían cuando les encontramos.
Descubrimos que él con frecuencia, parecía indicarnos que procedía de la Gran agua, cosa imposible según lo que hasta entonces conocíamos. Posiblemente sus grandes sufrimientos le habían trastornado el espíritu. Era imposible que nadie viniese de donde señalaba. Quizá más repuesto, nos quería hacer caer en algún engaño. Podía ser que ellos tres fuesen una avanzadilla que los temporales habían separado del grueso de una expedición. Empezamos a desconfiar más de él y sentir hostilidad. A la vez nos preguntábamos ¿qué clase de guerrero podía ser si era más desvalido que un niño o una mujer-madre? ¿Por qué era tan peludo, tenía la piel tan delgada y tan blanca? ¿Sus pies eran blandos, parecidos a los de los niños chicos antes de caminar? ¿Por qué en aquellos días de descanso no se afanaba en fabricarse sus armas cosa que habría hecho inmediatamente cualquier guerrero?
En el cercano bosque estaban todos los elementos para hacerlas y nosotras hacíamos fuego y le era fácil endurecerlas, tampoco faltaban las piedras con las que rompiéndolas tendría las herramientas necesarias.
En cambio, permanecía la mayor parte del tiempo tendido tratando de aprender algunas de nuestras palabras y enseñarnos las suyas cosa en la que no teníamos interés alguno.
¿Qué estaba tratando de conseguir? ¿Fortalecerse porque nos deseaba como hembras? ¿Ignoraba que tratar de hacer eso le significaba la muerte inmediata? Algo semejante una amazona no lo acepta ni del guerrero más poderoso de su tribu.
Discutimos sobre su suerte y hubo un momento que pensamos que debíamos matarle. Si las siete hubiéramos estado de acuerdo es lo que habríamos ejecutado. Las determinaciones por unanimidad no se discuten de nuevo. Su manera de comportarse, para nosotras era extraña y ambigua. No podíamos calcular el peligro que encerraba.
Finalmente decidimos abandonarle a su suerte. Todas estábamos convencidas que aun estando sano no era capaz de sobrevivir por sí mismo por la torpeza que mostraba en todos sus actos.
Partimos antes de la primera claridad de la mañana. El dormía apaciblemente. Le dejamos enterrados en el fogón alimentos cocidos del día anterior. Sin embargo, a pesar de nuestro silencio vimos que el se daba cuenta, despertando, de nuestra partida.
Se incorporó trabajosamente buscando un palo en que apoyarse para seguirnos. Le arrojamos varías lanzas sin ánimo de herirle para que se diese cuenta de nuestro rechazo. Era claro que no bromeábamos y que se las clavaríamos en el cuerpo si insistía. El persistió en querernos seguir. Yo avancé hacía él y con la lanza como clara advertencia le corté la piel desde debajo de su brazo derecho hasta el muslo. Era una herida superficial, pero sangraba bastante. Quedó quieto y como aterrado mirando como le corría la sangre. Nos dio risa verle tan cobarde. Ninguno de los miembros más débiles de nuestra tribu se mostraría con tan poca dignidad. Emprendimos un ligero trote y nos alejamos definitivamente de él.
Pasaron dos días después que le abandonamos. Le habíamos olvidado. Ya no solía llover. A la segunda noche después que abandonamos al extranjero sentimos que alguien se aproximaba. Era de nuevo él. Le rodeamos indignadas apuntándole con nuestras lanzas Si hubiese llegado en buenas condiciones le habríamos muerto sin duda. Estaba tan agotado y tan herido que cayó a nuestros pies. Tenía abierta la herida que yo le hice y otras muchas debidas a múltiples caídas y arrastrarse para continuar la marcha. Le recibimos., le curamos sus heridas y lo alimentamos.
Decidimos dejarle que nos siguiese, era claro que no representaba ningún peligro. En algún momento caería y no se levantaría más. Sabíamos bien que no podría seguirnos cuando nos internásemos en los bosques y menos trepar a las montañas tras de nosotras.
Penosamente, día a día, con una tenacidad inaudita nos seguía a la distancia. Llegaba muy tarde en la noche a nuestros campamentos en un grado de agotamiento inaudito.
Siempre le dábamos alimentos y comenzamos a admirar aquella fuerza de voluntad que no se doblegaba. Comenzamos a sentir lástima de él y respetar su tenacidad.
Efectivamente él no habría podido atravesar el bosque y subir a las montañas, pero nosotras ya habíamos decidido que lo haríamos igual que se lleva una presa de caza muy grande. Era imposible que debido a su estado de agotamiento y torpeza.
Tejimos con fibras vegetales una suerte de hamaca semejante a las que usamos para dormir. Lo metimos dentro y atamos. Atravesando un palo largo lo llevábamos entre dos de nosotras igual que se hace cuando retiramos a los heridos graves de un combate y los tenemos que trasladar hasta la aldea.
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Tu padre, intervino Sirupré, mucho más tarde me contó lo terrible que fue para él aquella larga marcha. El trataba de caminar y seguir a las amazonas, pero no lo conseguía y debía aceptar humildemente ser transportado por ellas largos trechos. Esto para un guerrero como era él es muy humillante. Me decía que en ese momento se juró ser uno de nosotros, si se lo permitíamos. Conseguir esto sin haber nacido como uno de nosotros y además siendo ya varón de cierta edad. Lo consiguió y llegó a ser cumplidamente uno como nosotros.
Apoena, me decía que en aquellos largos días de viaje admiró profundamente toda nuestra forma de vivir que nos integra tan profundamente con el mundo que nos rodea. Mundo que no consideramos hostil ni enemigo, sino al que nos debemos adaptar en todas circunstancias. Se dio cuenta que todo aquello que le habían enseñado como peligroso que había que destruir y vencer. Ponía por ejemplo que a él se le había enseñado que caminar en una selva era abrirse un camino cortando cuanto se presentase como obstáculo. En cambio nosotros igual que los más hábiles animales nos deslizamos aun en sitios inaccesibles por lo tupido o por los matorrales espinosos….
Empecé, me decía Apoena, a no sentirme orgulloso de todo aquello que había poseído antiguamente para defender mi cuerpo del medio ambiente y sus rigores, tal como ropa, armas, calzado, viendo a mis compañeras moverse incólumes sin defensa corporal alguna, mientras yo inútilmente era incapaz de imitarlas sin sufrir grave daño. Todos aquellos artilugios, en vez de defenderme me habían quitado la capacidad de tener dentro de mi mismo mi propia defensa. Yo era un humano igual que aquellas mujeres desnudas que me rodeaban, pero carecía de su agilidad, su flexibilidad, su sabiduría para saber en cada momento lo que hacer y cómo resolver el problema que se presentase. Sus miembros, su piel no eran diferentes a los míos, pero podían caminar horas sobre la candente arena, tomar las brasas con sus manos y deslizarse en medio de árboles espinosos y venenosos.
Le causaba mucha maravilla la capacidad de fabricarse sus armas tanto para cazar como para la guerra con valvas de moluscos o piedras usadas como instrumentos y muchas fibras que sacaban de las plantas o de las tripas de animales. De eso y mucho más eran capaces aquellas jóvenes completamente desnudas que le estaban salvando la vida quizá arriesgando pesados castigos a la llegada de su tribu por haber decidido llevar con ellas aquel extranjero.
Yo en aquel tiempo no comprendía gran cosa de las explicaciones de tu padre de todo aquello que el antes y todos los extranjeros llevan en su cuerpo para defenderse del mundo que les rodea, aun sin pensar en todo lo que se ponen en caso de guerra o cuando temen ser atacados. Cuando mucho tiempo después he contemplado y tocado eso que llaman vestidos, solamente estoy convencido que les convierten en unos seres tan débiles, que si se les pudiesen despojar de todo ello y luchasen con nosotros sin todos esos artilugios los derrotaríamos fácilmente.
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Bien Ureíta, dijo la madre, ya ha descansado harto. Ahora debemos concentrarnos de nuevo para que el espíritu de tu padre penetre en ti de nuevo y te enseñe aquello que debes conocer para así poder continuar la defensa de nuestro pueblo que comenzó Apoena.
Cierto, madre. ¿Alcanzaré a comprender lo que él me muestre, ya que en vuestras palabras me demostráis que el vino de tierras tan diferente? Aun para mí las costumbres de nuestros vecinos que narran con frecuencia algunos ancianos son incomprensibles. Cuando Apoena narraba en los días de paz al anochecer en el consejo de la tribu muchas cosas de su tiempo de extranjero yo no comprendía nada….
No trates de comprender. La comprensión es un largo camino en que caminando por él todo comienza a tener sentido y claridad.
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“Nunca alcanzan a comprenderme. Como español tengo tendencia a exagerar y quizá me entiende más de lo que yo creo. Siempre me he sentido como alguien extraño viviendo en este mundo
Ahora en este galeón que nos lleva rumbo al Nuevo Mundo, todos estos buscavidas que se creen gentilhombres por el sólo hecho que piensan que ninguno de nosotros conoce sus humildes orígenes, sienten hacía mí una repulsa incontenible. Ellos para embarcarse debieron vender sus escasas anegas de tierra para comprarse un caballo y una armadura. Llegan a tanto que tratan de indisponerme con el capitán del galeón diciendo que yo me juzgo superior a todos.
Me vuelvo a preguntar, como siempre, por qué tengo problemas sin provocarlos, con aquellas personas que me rodean. El fondo del asunto es que ellos desean que yo sea como ellos en sus gustos, fanfarronería, y violencia. Como no soy ni me comporto como la imagen que tienen de mi antecesor, como mi manera de ser no calza con la imagen que tienen de un Álvaro Díaz del Vivar, se sienten defraudados y me odian. Entonces yo me obstino en ser yo mismo y no como ellos quisieran. Esto no les causa el menor mal, pero les enfurece. Esto me ha ocurrido siempre, en la escuela, en mi familia en las campañas de Italia y Flandes en que participé y antes en el real de los Reyes Católicos frente a Granada. Nunca nadie dudo de mi arrojo en la batalla, mis capacidades de estratega, pero no soportaban mi respeto por el enemigo y que luchase sin odio.
Ahora en esta inmunda cáscara de nuez la tensión se ha hecho insoportable.
¿Por qué? Porque yo el único gentilhombre de solar reconocido que navega en este barco, con blasones de quince generaciones, armas propias y escudo nobiliario no les apabullo diariamente con mi alcurnia como lo haría un pelafustán con uno solo de mis blasones y sin haber realizado jamás un auténtico hecho de armas. Este montón de campesinos disfrazados en caballeros, hijosdalgo perseguidos por la justicia debido a sus deudas, todos vienen a esta aventura para ganar oro y honor a cualquier precio. ¿Por qué se sienten tan heridos por mi sola presencia? ¿Acaso porque no me paso el día como ellos jugando a los dados y naipes maldiciendo su mala suerte? ¿Buscando rencillas para demostrar su arrogancia y valentía? Continuamente disimulo escuchar cuchicheos malévolos a mi espalda.
Ya en el primer y segundo día abordo, cuando aun no habíamos abandonado las tranquilas aguas del Mediterráneo les faltó tiempo para unos con otros contarse sus fingidas hazañas de amor y guerra.
Contaban historias inverosímiles para gentes avezadas no solamente para mí, el capitán y los pilotos, sino también para la mayoría de los más humildes tripulantes. Se jactaban de la magnitud de sus penes que hacían gritar a las numerosas doncellas que habían fincado de dolor y placer y enloquecidas de amor y a las más ardientes mujeres.
Pronto cuando entramos en el atlántico, las largas olas les hicieron callar víctimas de espantosos mareos y vómitos. Gentes que días atrás se ufanaban de ser excelentes navegantes.
Yo reía de sus narraciones de lugares y batallas en las que jamás habían estado. Puesto que no podía evitar aquellos rosarios de sandeces por la estrechura y hacinamiento en que nos encontrábamos, me limitaba a sonreír irónicamente. Mi silencio y no experimentar el mareo, les irritaba grandemente. Mucho más aun que no me unía al coro de sus lúbricas carcajadas cuando describían sus lances amorosos. No es que yo hiciese voto de castidad. Amé y he sido amado, pero con respeto y gozo, porque eran amores fuertes y verdaderos no de aquellos de amores furtivos de a maravedí.
Mi cortés y prudente silencio lo interpretaban mal y sospechaban que no podían engañarme porque yo era casi siempre conocedor de los lugares y batallas que describían y fácilmente podía mostrarles como mentirosos.
En los dos primeros días solían decir melosos:
⦁ Vos, don Álvaro, rico y noble, que habéis recorrido toda Europa, sin duda tendréis mucho que contar.
Ciertamente podía narrar múltiples aventuras, pero no aquellas de gusto fanfarrón y procaz que ellos deseaban oír. En esos casos me escuchaban en forma distraída interrumpiéndome alguien siempre con mal disimuladas bromas. Es cierto que todo se cortaba si yo descendía un poco mi mano sobre la empuñadura de mi espada y se helaban las principiantes burlas.
Yo no sé que fama me rodeaba, porque sin ser nunca pendenciero el banal movimiento de mi mano una mirada fría con el ceño fruncido, produjese tanto espanto. Puede ser que también interviniese la aureola de mi buen antepasado el Cid y la ausencia de sangre noble de mis compañeros de ruta.
Yo no pienso haber sido nunca alguien pendenciero, ni recuerdo que por una broma pesada haya desenvainado mi espada o puñal para vengar la afrenta. Siempre he rechazado a aquellos que puntillosamente creen manchado su honor por cualquier niñería. La broma o insultos son palabras y con palabras se combaten. Estimo la vida humana como algo sagrado que no debe ser arriesgado con ligereza.
En los duros años que me ha tocado vivir, he combatido muchas veces, pero me ha bastado dejar fuera de combate a mi oponente y nunca he rematado a un vencido. Para mí las armas son instrumentos nefastos que deberían repugnar a todos. El noble solamente debe usarlas por necesidad. La gran lacra de mi tiempo es la de usar las armas con ligereza. Generaciones futuras se avergonzarán de ello. Me pregunto si esos usos desmesurados son frutos de la valentía y la justicia o mucho más del miedo.
¿Cómo se comportarían conmigo esta banda de matones incluidos el escribano y los dos clérigos, si conociesen estos sentimientos míos íntimos que me prohíben usar mis armas y conocimientos guerreros en sólo provecho? Probablemente me considerarían como cobarde y pusilánime, poniendo en duda mis condiciones de caballero. Afortunadamente no los conocen y por eso me temen y optan por hacerme el vacio, cosa que para mí es dejarme en paz públicamente, aunque sé que complotan en secreto.
Mare incognitum. Nadie de quienes viajábamos había navegado nunca en estas altitudes. El capitán y algunos marineros solamente. Yo tenía una ventaja sobre mis compañeros, ya de niño, nacido en Valencia, cruce en muchas ocasiones el Mediterráneo. He conocido temporales y bravuras. Lo navegué tanto en galeras, bricbarcas como en humildes caiquenes de pesca. Reconozco que estas olas altas y largas son cosa seria aun cuando la mar está en calma. Cuando la mar se pone brava resultan impresionantes, parece como si navegásemos entre dos murallas de agua mucho más altas que el palo mayor de la carabela. Eso es cuando estamos abajo, cuándo cabalgamos la ola parece que el navío se va a partir por la mitad, todo el maderamen cruje. Efectivamente el capitán me ha contado que más de un barco efectivamente se ha partido por la mitad en un temporal. Nuestro barco parece bastante marinero y espero que resista bien los temporales.
Mis compañeros con las mares gruesas se refugian inmediatamente en sus hamacas del entrepuente, los que no lo hacen rápidamente tomados de las amuras vomitan hasta los intestinos. Luego, bien envueltos en sus capas tratan de acurrucarse en algún lugar protegido de la cubierta.
Yo que no he alardeado de mis condiciones marineras, ni de mis viajes de buen valenciano, me preguntaba cómo reaccionaría mi cuerpo en estas nuevas situaciones para mí completamente nuevas. Me observaba a mí mismo, a la vez que me daba cuenta que los viejos lobos de mar no me quitaban los ojos sorprendidos que no demostrase las mismas señales que mis compañeros.
Es cierto que con las primeras “mares boas” sentí bastante desazón, pero me alivié mascando uno de los grandes limones que en prevención había llevado en mi zurrón.
Mi cuerpo se fue acostumbrando fácilmente a las grandes bordadas del barco que con viento constante había desplegado todas sus velas hasta los sobrejuanetes y navegaba con una fuerte escora a babor. Cuando me sentí en completo aplomo dejé mi hamaca y subí a la toldilla. Allí cerca del timonel se encontraba el sonriente capitán con el fin de ordenar la nueva bordada en el momento oportuno.
⦁ Buen viento, Don Álvaro, me dijo alegremente. Un buen comienzo de nuestro viaje. ¿Qué le parece? Quiera Dios y la Santísima Virgen que este buen comienzo nos acompañe largo tiempo. Luego añadió maliciosamente. Pero, Don Álvaro ¿qué hacéis aquí? Harto mejor marinero me parecéis que esos fanfarrones recién salidos de la gleba.
⦁ No lo crea tanto, capitán, al comienzo de las bordadas también sentí alguna descompostura.
⦁ ¡Quien no, Don Álvaro, eso ocurre aun a viejos lobos de mar. Lo que a nosotros nos hace reír son esos espadachines de a maravedí que hasta se vanaglorian de ser buenos marineros, pero solamente aparecen por cubierta mohínos y tambaleantes si el mar no está como taza de leche, cosa inaudita en este mar inmenso.
⦁ Gentes inútiles. Canallas de España que uno está obligado a conducir a este Nuevo Mundo maravilloso
⦁ Mida su lengua capitán. Recuerde que no existe chancho flaco que no pueda ser peligroso.
⦁ Si, lo tengo en cuenta, Don Álvaro, pero recuerde que aquí en mi nave, después de Dios está el capitán. Nunca me ha temblado la mano si he debido hacer colgar de una gavia aun revoltoso. Aunque no es necesario llegar a tanto una tanda de latigazos con el látigo de siete colas deja tranquilo a cualquier rufián exaltado que se cree agraviado por las palabras francas y verdaderas de un marino.
De todas maneras, también perdonad mi franqueza, vos que sois un auténtico caballero. ¿Cómo vos habéis partido a la aventura, siendo así que no lleváis, dada vuestra nobleza, ningún cargo proveído por el Rey nuestro señor? Rico, de alcurnia, cristiano viejo, sin duda no os arrastra al Nuevo Mundo la sed de oro y poder de estos ganapanes disfrazados de caballeros. ¿Acaso algún mal de amores?
⦁ Capitán me simpatizáis y me dais confianza. Os puedo decir que ni yo mismo sé bien por qué decidí esta aventura. Solamente os diré que estoy harto de España, de las etiquetas obligatorias de la corte, de sus envidias y odios. De tenerse que batir a espada por algo tan infantil como el olvido de levantar la mano o el chambergo. Decidí ir a una “tierra nueva” donde pudiera ser yo mismo sin etiquetas ni reverencias de nadie, ni a nadie. Esa es la razón por la que no he aspirado a cargo alguno que tendría derecho por mi sólo linaje y mis servicios al Rey. Quiero ser un particular que cree un nuevo linaje y una vida menos sórdida de la que se obliga en España donde todas nuestras acciones están controladas por la costumbre, la envidia y el linaje.
Desde luego me guardé decirle que por la Religión, pues inmediatamente habría sido sospechado de simpatía con los herejes y que estaba huyendo del largo brazo de la Inquisición.
⦁ Os comprendo perfectamente, dijo el capitán. Yo aquí soy señor de mi nave y no deseo instalarme en tierra, sino los breves pasajes en que reposo con mi familia
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Los días pasaban monótonos. Casi todos mis compañeros se fueron habituando a la navegación, muy pocos a la mar gruesa… Mi firmeza frente al mareo a la mayoría les causaba una especie de afrenta. Sin que viniese a cuento se trataban de disculpar conmigo diciendo que ellos eran gentes de tierra adentro. Yo les escuchaba sin darles importancia y tratando de seguirles la corriente. Advertí que me iban haciendo un cortés, por entonces, vacio. Me evitaban.
Aun me invitaban a jugar con ellos a los dados o a los naipes. Nunca aceptaba jugar a los dados ya que pensaba que era un juego de truhanes. A los naipes algunas veces lo hacía ya que en ese juego se puede desarrollar una cierta ingeniosidad. Mi inusitada buena suerte y mi sentido común hacían que ni ganase ni perdiese y con el ducado que comenzaba el juego terminaba siempre de nuevo en mi bolsa. Yo no deseaba ganar a aquellos pobres diablos que sabía muy endeudados. Apostaba bajo, rehusando siempre cualquier apuesta importante. Cuando el juego empezó a ser origen cada vez más de pendencias, opté por retirarme porque ya no era pasatiempo sino pábulo de bajas pasiones. Opté por enfrascarme en la lectura de Ulises y Eneas que llevaba conmigo en buenas ediciones.
Mi afición a la lectura fue otro comienzo a la mala voluntad que me tenían. La mayoría de ellos eran iletrados. Solamente podía conversar de literatura con los dos clérigos y el escribano. Con el capitán solamente hablábamos de viajes y de los “portulanos” que el me prestaba, pues poseía algunos.
Era claro que la monotonía del viaje con buen tiempo y generalmente vientos de popa suaves que mantenían la nave a un andar lento se iba creando, como el capitán me había advertido un ambiente pesado y colérico. Los incidentes se sucedían cada vez con más frecuencia, de ordinario de palabra o con algunos golpes. Tampoco era raro que saliesen a relucir puñales, pero sin llegar a la sangre. Esto por la rapidez del capitán y la habilidad de sus ayudantes. Yo me mantenía siempre al margen de estos problemas preguntándome hasta cuando lo conseguiría. Sentía cada vez con más fuerza la hostilidad que me rodeaba y me preguntaba cual sería el origen de una posible reyerta provocada por aquellos que deseaban verme en una situación embarazosa.
El capitán me decía que todo aquello era fruto del largo viaje, la estrechez del navío, el añejamiento de los víveres y el racionamiento del agua. Los sabios capitanes manejan estos acontecimientos con mano de hierro y guantes de terciopelo.
Yo mismo acostumbrado a la soledad me sentía frecuentemente irritado. Comprendía que mi contemplación del horizonte, los peces que seguían el derrotero de nuestro braco o que volaban airosos a sus costados o bien, en la noche las estrellas y constelaciones no bastaban para aliviar mi desazón. Notaba que mi cuerpo reclamaba acción y por ello decidí un trabajo que ocupase algo mis manos y mi mente. Conseguí del maestro carpintero del barco un hermoso pedazo de haya decidido a construir una réplica de nuestro barco. Comencé mi prolija labor de tallado con mi daga toledana a sabiendas que la damascena era de un acero muy superior. Desde luego me conseguí, buscando entre el lastre de la cala del barco entre los restos de lastre una negra piedra de obsidiana, con la que saqué un filo excelente a mi daga.
Pasaba la mayor parte del día absorbido por mi trabajo. Empecé a captar al paso irónicos cuchicheos que invariablemente venían a decir:
⦁ Nuestro guerrero que, a veces, toma aires de filósofo, resulta que ahora es un menestral. Veremos cuando enfrentemos a los indios si es tan buen soldado como el supone serlo.
Evidentemente, fingía no haber escuchado nada, aunque me hervía la sangre con frecuencia. Las cosas empezaron a ir tan lejos que el capitán juzgó conveniente llamarme a parte para advertirme y pedirme calma.
⦁ Capitán ¿quiere que no haga nada? ¿Qué siga haciendo el papel de idiota?
¿No advierte que esta actitud será tomada igualmente como desafió?
⦁ Don Álvaro yo no le pido que acepte seguir siendo ultrajado.
Lo único que le ruego que no se ofusque y termine todo esto en un duelo en mi nave. Todos sabemos que vos sois muy bueno con la espada y el puñal. Situaciones de esta índole han causado terribles condiciones en otras naves, porque dado el clima de enervamiento se puede convertir en una lucha de todos contra todos. No se deje, pues, llevar por la impudicia de estos míseros espadachines.
⦁ Mejor es que les amoneste para que se queden tranquilos porque no se insulta y agravia impunemente a un descendiente del Cid.
Yo dije esta bravuconada, consciente que sería transmitida pasando de boca en boca y que serviría para poner un poco de tranquilidad en los ánimos. Calculaba que podía existir un exaltado que tratase de mostrar a sus compañeros que no tenía miedo a nada
⦁ Desde luego, dijo el capitán.
⦁ Si se da algún tipo de desafío, dijo yo, será sin arma alguna.
⦁ ¡Ah, maligno! Dijo riendo el capitán, creéis que ignoro que habéis aprendido de los moros esa nueva manera de luchar con las manos un arte que hacen las manos más peligrosas que las armas.
⦁ Espero que evitaremos confrontamientos innecesarios. Si lo hay, más de uno se bañará en el mar así que tenga ya prevenidas las sogas de salvamento.
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Con vientos continuamente favorables habíamos recorrido mucho más de la mitad de nuestro camino. Hubo mares gruesas y cortos tiempos desfavorables o pequeños temporales. Nada importante.
Casi repentinamente se descargó una verdadera borrasca. Comprendí la importancia con sólo mirar la cara de los viejos marineros. El capitán tomó enseguida las medidas más extremas de seguridad. Se cerraron todas las escotillas y se cubrieron con pesadas lonas embreadas. Se arriaron todas las velas y se dejaron sólo los foques para la maniobra del buque. Se envió a todos aquellos que no eran indispensables a sus hamacas y los cañones se amarraron fuertemente. El barco era castigado por terribles y bruscos paquetes de olas.
Yo, abajo como todos los demás contemplaba las pesadas piezas de artillería que en cada bandazo podían romper sus amarras. Me preguntaba que podría ocurrir si ocasionalmente se soltaba un cañón y empezaba a correr alocadamente de un lado a otro del entrepuente. Destruiría mamparas y los mismos costados del barco como un ariete imparable. Aquella noche dormí sobresaltadamente confiando solamente en la pericia del capitán y de su timonel ambos amarrados firmemente junto al timón para no ser arrastrado por las olas que barrían no solo la cubierta sino también la toldilla. Cuando en esa noche de pesadilla dormité, me desperté comprobando que el temporal no había amainado, sino que era peor. Decidí subir a cubierta. Llegar a la única escotilla practicable esquivando las bamboleantes hamacas parecía un acto suicida. Todo era mejor que permanecer un momento más en aquel ambiente pestilente a detritus humanos y vómitos que me rodeaban y sobre los que era difícil no resbalar. Llegado a la escalerilla de cuerda que bailaba de un lado a otro fue difícil ,pero tomado de ella levantar la pesada escotilla me pareció un acto sobrehumano debido a mi desesperación. Encaramado a gatas en cubierta pude respirar aquel ambiente húmedo, pero limpio y cargado de agua. No llovía. El viento silbaba en los cordajes y las olas intermitentemente, barrían la cubierta, pero no eran tan altas como el día anterior. Tomándome de cuanto cordaje pendía de lo alto me pude incorporar y caminar hacía la escalera de la toldilla. Ya a los primeros pasos estaba totalmente chorreante. El agua era tibia. Me felicité de haber dejado la mayoría de mis ropas con los borceguíes en mi hamaca. Llevaba solamente una camisa y el jubón sin calzas.
Cuando el capitán me distinguió:
⦁ Cómo se atreva a subir hasta aquí Don Álvaro con grave peligro de su vida’
⦁ Abajo me estaba ahogando la mierda y los vómitos de mis compañeros. Prefiero morir aquí arriba lavado por el aire y el agua salada que morir abajo como las ratas de sentina.
⦁ Venga conmigo a la cámara de popa. Descansaremos un rato y beberemos un buen trago. El timonel, se las puede componer solo un rato.
⦁ ¿Está pasando el temporal?
⦁ Desgraciadamente aun no. Estamos acercándonos al centro del huracán. Cuando esto ocurre se tiene una cierta calma. Después será lo que Dios quiera.
⦁ ¿Tan mala está la cosa capitán?
⦁ Uno nunca sabe. El barco está aguantando bien. Ya he perdido cuatro gavieros. Todos ellos buenos marineros. Es muy malo cuando caen al mar los mejores hombres. Los que no son tan buenos como ellos eran empiezan a trabajar peor y con miedo. El miedo, Don Álvaro, es el peor enemigo de aquellos que trepan a las jarcias.
⦁ ¿Cómo va el derrotero?
⦁ No he podido hacer cálculos. Mi experiencia de marino me dice que el huracán nos ha arrastrado violentamente hacía las costas a las que nos dirigimos. Temo que no estemos sino a pocos días de tierra. No sé dónde.
⦁ ¿Tanto como eso?
⦁ Así es. Hay que dejarlo mejor en las manos de Dios.
⦁ Usted, capitán, siempre me parece un hombre muy religioso.
⦁ Cierto, cierto. Tratemos de comer algo para restaurar las fuerzas frente a lo que nos espera. No hay nada caliente, pero un poco de galleta con miel nos dará fuerzas.
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Que estábamos saliendo del ojo del huracán me lo advirtió un terrible bandazo del navío, seguido de un ruido ensordecedor de algo que caía sobre cubierta. Siguió una sucesión de golpes menores. Con grandes dificultades pude salir de la cabina del capitán. El barco cabeceaba locamente. La rueda del timón giraba descompasadamente y no había rastro alguno del timonel a pesar que estaba atado junto a ella. El capitán tomado de mí mismo juraba entrecortadamente.
⦁ Tengo que llegar al timón. Me tiene que acompañar y atarme allí para que no me ocurra lo que le sucedió al desgraciado timonel.
⦁ El timonel también estaba amarrado, respondí.
⦁ Aférrese a lo que pueda, gritó desesperado.
Pensé que nunca conseguiríamos llegar a la rueda del timón. Cuando milagrosamente pudimos tomarnos de la rueda vimos que las cuerdas con que estuvo el timonel colgaban. Sin duda confiado en la aparente calma se había desatado. Entre los dos con gran esfuerzo pudimos manejar la rueda y con gran trabajo até al capitán, no calculando cuando sería yo mismo arrastrado por una ola que de nuevo barría la toldilla.
El temporal siguió y siguió. Logré sujetarme a un palo con varias vueltas de un grueso calabrote. Yo era un muñeco desarticulado golpeado por los paquetes de agua y los bandazos que arrojaban sobre mi cuanto era arrastrado por la cubierta. Al miedo y la desesperación sobrevino a mi cuerpo casi descoyuntado una gran paz. Es como si de repente hubiese estado incorporado al ritmo de la tempestad y que era uno con ella. Era como entrar en la eternidad. Posiblemente perdí el conocimiento. Cuando me recobré, creo que horas después, el temporal había amainado. El capitán desvanecido sobre el timón estaba siendo auxiliado por el contramaestre. Los golpes de mar eran menos violentos y mucho más espaciados. Cuando me deshice de mi atadura y pude llegar hasta el capitán, este estaba ordenando con voz desfallecida al contramaestre:
⦁ Todos los hombres que no sean capaces para la maniobra deben ser puestos a manejar las bombas. Los gavieros inmediatamente deben ponerse a la maniobra porque hay que izar algo de tela para que el buque sea navegable.
En la confusión reinante era muy difícil poner en práctica las órdenes del capitán. Temí que estaba mal herido, pero no quiso que le llevasen a su cabina, sino que sentado en el piso se apoyó en una mampara, aun despierto para dar las órdenes necesarias. Me pareció un hombre al borde del colapso ,solamente sostenido por su conciencia de mando. Lo admiré profundamente. Un heroísmo como el suyo lo había encontrado muy pocas veces en los campos de batalla, en casos que un comandante herido se preocupaba ante todo de la salvación de sus hombres o de conseguir la victoria en el combate.
Según los gavieros iban subiendo a cubierta y reuniéndose frente al capitán este vio su pequeño número. Leí en su rostro la desesperación más absoluta. Estaba claro que con aquellos hombres en la devastación en que se encontraba el navío era imposible la maniobra. A gritos ordenó al contramaestre que el subiese también a las vergas y que le pasase su silbato porque él dirigiría la maniobra desde cubierta. El contramaestre sin responder le paso el pito y luego se desnudó completamente como ya lo estaban el resto de los marineros y se puso entre los dientes el cuchillo de maniobra. El capitán silbó la primera orden y todos como monos de piel lisa, brillantes por el agua que lavaba sus cuerpos corrieron se lanzaron hacía el trinquete para recuperar los foques destrozados, limpiar para enarbolar los foques nuevos que darían un cierto impulso y estabilidad al barco. Trepaban dificultosamente evitando el chicoteo despiadado de los cabos sueltos y el terrible golpe si les alcanzaba un mozón loco de repente .Sentí como un garfio que me tomaba del tobillo. Era la mano crispada del capitán. Me incliné cerca de su cara:
⦁ No van a poder, me gritó´, Necesitarían al menos otro más con un hacha de abordaje.
Era indudable que nunca se le pasó por la cabeza que yo pudiese ayudarles. Miré hacía el mamparo donde estaban sujetas las hachas y seguían allí firmes en sus anclajes.
Si, podía ayudar. De casi niño en la galera de mi padre había trepado a los palos y jugado a ser gaviero. No dudé. Me desembaracé de toda mi empapada ropa, corrí a tomar un hacha que ceñí a mi cintura con pedazo de cordel y tomando mi querida daga damascena entre los dientes me lancé corriendo y haciendo equilibrios hacía el trinquete. Antes de llegar resbalé y caí con riesgo de herirme. Afortunadamente los gavieros habían conseguido desenredar una de las escalas y pude trepar por ella a pesar que se movía peligrosamente como un columpio loco. Conseguí pasar el hacha al gaviero más próximo, seguro que el la manejaría mejor y yo trataría de ayudar según los gritos de mis compañeros. Me tomaba de la verga con todas mis fuerzas. Los obenques laceraban mis pies desacostumbrados a aquel rudo ejercicio y que carecían de la dureza y permisibilidad de los marineros.
Cuando muchas horas después pisé la bamboleante cubierta me pareció alcanzar tierra firme y el más mullido de los tapiases.
El capitán me recibió acostado en su cabina con la más variada colección de juramentos marineros. Aseguraba que el hecho que no me hubiese caído de las vergas y roto la cabeza o ahogado se debía a mi proverbial buena suerte. Le dije que aquello no se debía a la buena suerte, sino que, en mi juventud, debido a mi insaciable sed de experiencias en la galera de mi padre había subido con los gavieros muchas veces a la maniobra. Cierto que nunca con tamaño temporal. También había timoneado e incluso remado entre los galeotes como uno más….
Esas experiencias solamente yo las conocía porque serían incomprendidas siempre por mis orgullosos pares e interpretadas torcidamente.
El capitán me hizo vestir con ropas suyas ya que las mías habían sido barridas por el temporal, hasta que yo pudiese llegar a los revueltos arcones del equipaje y encontrase el de mi propiedad.
Pasado el temporal los marineros me consideraban como un héroe. El resto de los pasajeros como algo deshonroso y la última de las extravagancias de un caballero, de noble estirpe. Lo que más criticaban era que como era posible que un caballero se hubiese colgado desnudo como un gusano de las vergas del navío.
Picado con estos comentarios y dispuesto a desafiarles, empecé a subir con los gavieros ahora simplemente por deporte, aunque ahora vestido simplemente con jubón y camisa de marinero que compré a uno de los tripulantes. Descalzo todo el tiempo como ellos.
El capitán no aprobaba mi conducta, pero no me decía nada.
Todo ello sería pocos días después provisional, porque los gentileshombres con sus pesadas botas todos se irían al fondo del mar en el luctuoso naufragio.
Yo estaba consciente que mi actitud personalista y fuera de las costumbres de aquella sociedad tan estrecha de la que yo estaba huyendo. Uno de los clérigos se sintió obligado a advertirme que en cualquier momento sería desafiado a duelo para lavar aquella afrenta pública en condiciones tales que ni el mismo capitán podría impedirlo.
¿Una vez más me preguntaba a mí mismo porque les importaba tanto que yo fuese diferente? ¿En qué deshonraba yo al resto de los pasajeros por el hecho de que en un momento de peligro trabajase como marinero? ¿Por qué era vergonzoso y deshonroso el trabajo de aquellos marineros que habían arriesgado su vida para salvarnos a todos? ¿Qué deshonra significaba que caminase sobre aquel cascarón bamboleante sin botas ni una espada que en cada vaivén se metía entre las piernas mientras que las rígidas suelas de los borceguíes hacían resbalar, caer y causar la hilaridad de los observadores?
Ya estaba decidido a dar una buena lección de esgrima a cualquier de aquellos estúpidos que me desafiasen y si mi buena suerte me acompañaba dejarles en un estruendoso ridículo.
Sin embargo, esa buena suerte o la Providencia enviaron la segunda tempestad. Apenas habíamos tenido dos días de bonanza. El capitán consiguió apenas determinar nuestra situación. Era indudable que habíamos derivado notablemente hacía el sur y que probablemente nos encontrábamos muy cerca de tierra.
El temporal se desencadenó con tal rapidez y fuerza que no hubo posibilidad de arriar ninguna vela. El palo mayor se quebró a la vez, que la mesana, pues el mayor lo derribó en su caída. Ahora con el barco escorado violentamente empezó una lucha de leones con cuanta herramienta cortante pudimos encontrar. Tengo que decir que ahora que todos mis compañeros vieron en inminente peligro sus vidas olvidaron sus caballerías y empuñaron desesperadamente hachas y cuchillos. Conseguimos arrojar al mar cuanto nos podía causar problemas cuando una ola arrancó de cuajo el timón. En ese momento el escorado barco ya no era ni siquiera una balsa ingobernable. Nunca me habían convencido las confidencias del capitán de que nos debíamos encontrar muy cerca de tierra. De repente el barco chocó y se reventó como una nuez.
Cuando recobré mis cabales me encontraba nadando desesperadamente tratando de no ser golpeado por todos los restos que hervían a mí alrededor. Repentinamente me sentí levantado como por una mano gigantesca, me tomé de algo y no supe más. Cuando desperté estaba lejos de la costa rodeado de montones de maderos y restos del naufragio que formaban una especie de parapeto entre mí y el mar. Me encontraba desnudo, solamente con restos de harapos y ceñido con mi ancho cinturón del que pendía mi fiel puñal damasceno en su sólida vaina. Según iba recuperando la lucidez hice un inventario de mi cuerpo, un conjunto de grandes morados cruzados por mil desgarraduras que si bien sangrantes, parecían poco profundas. Pronto volví a caer en una especie de desmayo. Despertaba con poca conciencia en la oscuridad, dolorido y aterido. Tenía una sed insoportable. Estaba seguro que moriría. Cuando desperté con algo más de lucidez me encontraba reconfortado ligeramente por un sol ya alto y que calentaba mucho. Sentía mi cuerpo muy dolorido. Mucho más que en las heridas recibidas en combate. No me podía poner en pie. Reptando entre los escombros de la nave pude llegar hasta la orilla. Ahí me di cuenta que no estaba en tierra sino en un ancho arrecife que distaba relativamente poco de la verdadera playa de arena. Me deslicé en el agua salada y sentí su terrible influencia y escozor desde la planta de mis pies a la coronilla de mi cabeza. En el agua me sentía más capaz y lentamente nadé hacía la playa. El estar en el agua me dio como energía. Nadando y caminando en las partes bajas sostenido por el agua pude llegar finalmente a lo que parecía la verdadera tierra firme En el entretanto el cielo se cubrió repentinamente y se puso a llover como jamás lo había experimentado. Verdaderas cortinas de agua caían sobre mi cuerpo, afortunadamente lavándole del agua salada, Era un agua tibia.
En la gran playa, más restos del naufragio y varios cadáveres desnudos a los que no pude reconocer. Encontré restos de uno de los palos flotando cerca de la orilla y con asombro descubrí que se encontraban atados a ellos dos hombres. Al principio pensé que muertos, luego vi que aun respiraban. Corté sus ataduras y los arrastré penosamente hasta la playa. Se encontraban muy maltratados, pero mi experiencia en la guerra me hacía suponer que quizá sobrevivirían. Me puse a friccionar a uno de ellos. No dio señales de recuperarse. Luego lo hice con el otro al que reconocí como Martín. Fue reaccionando lentamente, pero cuando se despertó era imposible que tomase conciencia de la realidad. En cambio, el otro, un marinero de nombre Gonzalo no lo podíamos hacer revivir. Cuando dos días más tarde desesperados, aunque aun respiraba, le íbamos a abandonar comenzó como a despertarse.
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⦁ Madre, Sirupré,he vivido en carne de mi padre su llegada a nuestra tierra. He “vivido”en él su muerte y recuperación.
Indudablemente en esa playa que he visto con sus ojos es donde, tú, madre lo encontraste cuando caminabais con tus compañeras las otras amazonas.
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