terremoto--maremoto- -corral.--1960
TERREMOTO
- MAREMOTO 1960
El terremoto que viví en Corral en mayo de 1960, seis
meses después de mi llagada a Chile y al puerto de Corral, creo que dejó en mis
tan fuertes emociones que pienso no haberlo mitificado o muy poco.
Además, se mitifica cuando trata uno de poner relieve a
su propia actuación e impresiones, pero mi papel fue el de un simple
espectador.
Lo que sí es muy probable que haya olvidado un gran
número de sucesos de lo que viví y pude observar.
CORRAL
Dista de Valdivia unos 20 kilómetros algo más siguiendo
los meandros del rio, en aquel tiempo, único medio de comunicación con la
ciudad de Valdivia.
El viaje era lento, si la marea bajaba ayudaba al barco. En
caso contrario el viaje era mucho más largo y podía durar más de tres horas.
Los viajeros de primera jugaban a las cartas y los pobres, sobre todo en
invierno tomaban mate con carne que asaban pegándola a la pared de la caldera.
El barco se detenía en tres puertos antes de llegar a
Corral: Carboneros en la Isla del Rey, Niebla, Mancera en la isla de ese nombre
y Corral. En ocasiones se detenía al encuentro de botes en los que desembarcaba
personas y mercadería. Era un viaje lento y pintoresco, las primeras veces,
luego aburrido por la monotonía y lentitud.
La fotografía que se adjunta es la de Corral devastado. Se pueden ver los
restos del antiguo muelle de antes del maremoto.
En la fotografía adjunta se ve solamente la Plaza, los
restos del muelle y lo que se denominaba Corral Alto. A la derecha de la fotografía,
terminando esta, se ve un espolón en ángulo, la Puntilla, que era el camino que
conducía de Corral Alto a Corral Bajo Este se extendía en una entrada baja en
forma de U rodeada por los cerros. La anchura debía ser de cinco cuadras por
diez o más de profundidad. Es evidente que esta planicie fue, no muy
antiguamente, ocupada por el mar.
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LOS ALREDEDORES
Corral se encuentra frente a la desembocadura del rio
Calle-Calle. Este rio formaba en medio de la bahía un banco que se llamaba de
las Tres Marías
Siguiendo la costa hacía el suroeste había un camino
estrecho que conducía a la playa y la caleta pesquera de Amargos. Luego ese
camino subía y allí se encontraba el cementerio de
Corral. La siguiente playa se llamaba San Carlos. La
costa continuaba más abrupta hasta el morro Gonzalo y después se inclinaba
directamente hacia el sur. En esa costa existían dos pequeñas aldeas o caseríos
de pescadores-agricultores: el Huape y Chaihuin a orillas del rio del mismo
nombre que distaba unos 14 kilómetros de Corral.
Hacía el Este, bajando de Corral Alto por una larga
escalera, se encontraba el muelle Francés donde se cargaba antiguamente la
producción de los Altos Hornos (La Usina) y orillando la costa comenzaba el
camino que conducía a la usina, a la población de la Aguada y luego subía hasta
Quitalutos donde había otra población para los trabajadores que hacían el
carbón en cuatro grandes hornos de cemento. Pasada la usina estaba la
subestación eléctrica con grandes transformadores y comenzaba el camino que
conducía al caserío de San Juan continuando hasta llegar al fondo de la bahía
que se denominaba Ensenada con otro caserío pequeño.
La isla de Mancera es una pequeña isla triangular que se
encuentra bajo la isla del Rey frente a la entrada que hace la bahía hacía
Ensenada. En ella existen los restos de un fuerte español que tenía la especial
finalidad de cerrar son sus baterías la desembocadura del rio.
La isla del Rey no es verdaderamente una isla, aunque
está parcialmente rodeada por el Calle-Calle y el rio Tornagaleones. Se
extiende por la orilla izquierda del Calle-Calle desde cerca de Valdivia
separada por el estero Angachilla.
A la derecha de la desembocadura del rio está el poblado
de Niebla
LOS FUERTES ESPAÑOLES
Los españoles se esmeraron en defender de los piratas y
corsarios el acceso a Valdivia. .
Blindaron la bahía
construyendo una serie de fuertes en piedra o excavados en los riscos.
Precisamente estos fuertes dieron origen a los poblados de la bahía. El fuerte
más amplio era el de Corral. Además, casi en círculo, defendían la bahía los
fuertes de Niebla, Mancera y pequeñas
baterías en los cerros circundantes. Podían organizar un fuego cruzado bastante
eficaz.
Posiblemente la defensa constaba de unos cincuenta o más
cañones.
LOS ALTOS HORNOS.
Cuando llegué en 1959 los Altos Hornos de Corral estaban
cerrados definitivamente. Fue una empresa francesa quien los edificó y tenían
una extensión considerable. No sé exactamente cuántos años funcionaron. El
acero que fabricaban era de excelente calidad ya que la fundición se hacía a
base de carbón vegetal.
Probablemente cuando los bosques autóctonos, existentes antes
en una gran extensión, se agotaron la empresa resultó antieconómica se cerró
debido a que se tenía que importar el carbón y el mineral. Corral que había
llegado a tener unos ocho mil habitantes
en 1959 apenas tendría dos mil, que
vivían de la pesca y el cabotaje que recibía el puerto.
LA PLAZA
La plaza de Corral era muy particular. No estaba
emplazada, como sucede generalmente, frente a la iglesia y la municipalidad,
sino abajo en el puerto. Era bastante pequeña. Allí se encontraba en un costado
la Municipalidad, frente al mar, una compañía de Bomberos, (de las tres que
existían en el pueblo), la Capitanía del puerto, la vivienda del capitán y las
oficinas de las compañías navieras.
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Tenía a mi llegada 33años. Llegué a Chile con el deseo de
participar en algún Proyecto de Desarrollo Social.
Entré en Chile por el ferrocarril Transandino el 13 de
noviembre de 1959.
Dos semanas después integré un equipo de belgas que se
proponían crear una cooperativa pesquera y otros vagos proyectos de Desarrollo.
Me integraron a este equipo porque yo hablaba francés.
No conservo recuero alguno del 20 de mayo día en que se dio
el terremoto en Lota y Coronel. Pienso que yo aun me encontraba tan lejano a la
concepción de lo que era un terremoto que no me impresionó o bien las primeras
noticias que llegaban por las radios no captaban la gravedad e lo sucedido.
Quizá no hubo comunicaciones rádiales ese día. El caso es que no me acuerdo de
nada.
Mis recuerdos comienzan el día 21 de mayo. Día claro y de
temperatura suave. Creo que me despertaron los scouts marinos que recorrían las
calles tocando sus pitos propios de la marina. Era feriado y me levanté tarde.
Lo que hice esa mañana fue irrelevante. Almorcé con mis
compañeros y poco después llegó un grupo de jóvenes corraleros con los que
comenzaba a relacionarme y me invitaron para ir a ver un partido de baloncesto
en la cancha de las nuevas escuelas que se encontraban bordeando la playa de
Corral Bajo.
En el camino percibí el enervante hablar de los locutores
de radio que salía de las casas y que me recordaban los posts bombardeos de
Europa en que se enumeraban interminablemente los nombres de heridos,
desaparecidos y muertos. Creo que eso me empezó
a colocar en la realidad trágica, pero que siempre me era distante por
darse en lugares desconocidos para mí.
Me sentía aburrido y me lamentaba para mi mismo haberme
dejado convencer de venir a ver el partido de basquetbol. Los jugadores corrían
con desgana. Sobre nosotros un cielo azul sin nubes y un sol, que, para la
época, calentaba bastante. El juego que había comenzado perezosamente hacía que
el balón no llegase casi nunca a la red. Los espectadores éramos escasos, todos
sentados de espalda al mar en el bajo parapeto de piedras sobrepuestas que
delimitaba la cancha con la playa. Unos metros de arena sucia y un mar calmo
azul-verdoso.
En la bahía amarrados a las boyas lejos de la costa dos
barcos en limpieza de calderas, el Carlos y el Canelo, ambos de la compañía
naviera valdiviana Haverweck. Sabía que en el muelle de la usina, el muelle
francés como se le llamaba, estaba otro barco más moderno, el Santiago cargando
ferralla, pero no se veía de donde estábamos.
Poco rato antes yo había dicho a mis amigos irónicamente
cuando nos sentamos en el parapeto:
·
¡Cabros tengan cuidado, puede venir un remezón
fuerte y hacernos caer a todos patas para arriba!
Efectivamente desde el día anterior los temblores se
sucedían cada cierto tiempo. En la noche algunos fueron fuertes y precedidos de
ruidos lejanos. Mis amigos por darme gusto, rieron con mis palabras. Luego
quedaron en un silencio supersticioso que no querían confesar. Miraban aun con
más desgana el partido.
De repente, sin ningún aviso previo, la tierra comenzó a
moverse violentamente semejante a cuando se sacude una manta para hacer caer un
insecto.
Todos como movidos por un resorte saltamos de nuestro precario
asiento, yo tan asustado como el resto de mis compañeros. Al hacerlo levanté la
vista instintivamente hacía el cerro de la Marina que tenía enfrente y con
horror vi como las casa instaladas en repechos de su ladera, se bamboleaban
agitadamente. Igual cosa, más abajo ocurria con los inseguros palafitos que
bordeaban el camino a Amargos. Eran viviendas que apoyaban solamente la parte
delantera en tierra y el resto se sustentaban en troncos que se sumergían en el
agua. Aquellas frágiles casas del cerro caerían de un momento al otro y los
troncos de los palafitos se derrumbarían.
Gregorio, uno de mis acompañantes, que vivía precisamente
en el cerro me tomó nerviosamente un brazo y señaló descompuesto los
movimientos de su propia casa allá arriba. Luego, soltándome emprendió una
rápida carrera a pesar de mis advertencias que podría alcanzarle uno de los
rodados que se deslizaban del cerro.
·
¡Miren el fuerte de Niebla! –gritó alguien.
Me volví hacía la bahía. La atmósfera seguía clara, pero
enfrente en la lejanía, los contornos aparecían como cuando se mira una
fotografía movida, el fuerte, los cerros, las casas…Aun a la distancia se veían
caer rocas y desportillarse algunas almenas del fuerte. Más tarde pensaría que
no debió ser diferente cuando el fuerte español era bombardeado por alguna
flota.
Cuando empecé a recordar estos sucesos no alcanzaba a
comprender como pude captar tantas y diversas imágenes mientras atemorizado,
con las piernas abiertas trataba de mantenerme en equilibrio igual que hacía
escasos meses me sucedía en la cubierta
del barco en los momentos de mar
gruesa. Mi mente observaba, a pesar del miedo, todo con claridad y calma.
Estaba consciente del peligro allí mismo donde me
encontrabas viendo oscilar una gran chimenea perteneciente a las escuelas.
Calculé si siendo tan alta alcanzaría o no el centro de la cancha donde me
encontraba.
Los remezones de la tierra se calmaban por momentos para
recomenzar enseguida con mayor violencia. Casi todos los que estaban en la
cancha habían corrido hacía sus hogares cercanos o lejanos. Solo quedaban junto
a mi unos jugadores y el viejo árbitro.
Aquello era una interminable pesadilla. No sé, si
entonces o más tarde, me imaginé estar en el dorso de un gigantesco cetáceo que
intentase librarse de los parásitos al despertar de algún milenario sueño.
¿Qué había ocurrido en las calles que estaban más allá de
la escuela? Miré. En la calle que tenía enfrente de mí, que se extendía hasta
el pie de los cerros del fondo, pude ver unas cuantas casas que se habían
deslizado de sus basas hacía el centro de la calle. Estaban corridas pero
intactas. Entre ellas dos derrumbes de astillas. Yo sabía muy bien que
pertenecían a casas abandonadas y verdaderamente de maderas podridas. Lo curioso
es que eran pequeñas astillas.
Durante una de las pausas empecé a caminar por una de
aquellas calles, pero al renovarse las sacudidas temí ser aplastado por alguna
de las casas que se pudieran derrumbar y volví a la despejada cancha.
Esperé un nuevo momento de cierta tranquilidad y decidí
dirigirme a la Puntilla, llegar a la Plaza y saber que era lo que había
sucedido con la casa en la que vivíamos. El camino estaba sembrado de postes
caídos y cables. Temí que la electricidad no hubiese sido cortada y el peligro
que eso significaba. Apenas alcancé la Plaza cerca del muelle y los temblores
recomenzaron. Todo estaba sembrado de vidrios de las casas y de la capitanía
del puerto que se encontraba al comienzo del muelle.
En la Plaza se encontraban muy pocas personas. Pregunté a
una señora. si acaso aquella plaza era
un relleno ganado al mar. Yo temía mucho las grandes grietas que había leído en
narraciones se abrían tragando personas y vehículos. Ella opinaba que si era un relleno. Decidí volver a la cancha
de la escuela lugar que parecía más seguro. Retrocedí.
Tengo que explicar que bajando de la Puntilla hacía
Corral Bajo había un esterito sobre el habían construido un pequeño puente de
madera en arco semejante a los puentes japoneses. Al otro lado del puente
comenzaba la Feria o mercado. Era muy curiosa porque sobre cada puesto habían
edificado algunas piezas donde vivían los feriantes dueños del puesto.
Al enfrentarme con el puente un grupo d despavorido de
personas y perros corrían hacía mí gritando:
·
¡Salida de mar!
Yo no entendía nada, pero bajé casualmente la vista hacía
el estero y vi que el agua en vez de correr hacia abajo, corría hacia arriba y
sentí que algo muy malo estaba sucediendo.
De nuevo desanduve el camino y volví a la Plaza. Llegando
escuché gritos que venían del
extremo del muelle en el que un marino gritaba hacía la
motonave de madera Prats haciendo señales para que no se acercase al embarcadero.
Probablemente esas eran sus
ordenes pues el capitán del puerto juzgaría que el mar
era más seguro en aquellos momentos que la tierra firme. Yo casi pensaba lo
mismo.
En la lancha Prats se veía a los pasajeros arremolinados
junto a la timonera probablemente discutiendo con el capitán. Se escuchaban las
voces y entre ellas la más fuerte del cura de Corral que también venía en ella.
Al final, la lancha atracó al muelle y los pasajeros precipitadamente subieron
por las escaleras, los últimos de ellos chapoteando en el agua que empezaba a cubrir
el muelle. Todos corrieron hacía Corral Alto y yo les seguí hasta el gran
balcón natural al pie del cerro Milagro. Desde allí se veía casi toda la bahía.
Habían llegado allí bastantes personas que miraban
aterrorizadas lo que estaba sucediendo. Pronto me día cuenta que en la aparente
calma del mar se notaban fuertes corrientes. Ya que algunas casas habían
flotado y se movían con rapidez. Lo más impresionante era la Compañía de
Bomberos la que estaba frente a la Plaza, que flotaba y alguien (luego supe que
el cuartelero) sobre ella tocaba desesperadamente a rebato la campana.
La riada de gente procedente de Corral Bajo empezó a
engrosarse subiendo por la empinada calle que corría al lado de la Iglesia.
Ancianos apoyándose en otras personas, madres
rodeadas de racimos de niños tomados de las manos o agarrados a sus
polleras. Seguía temblando bastante seguido.
Pensé por un momento que en el voladizo en que estábamos
se encontraba sobre una gran caverna debajo de nosotros y que a pesar de ser de
sólida roca en uno de aquellos temblores podía derrumbarse y todos nosotros con
ella. Así que traté de convencer a las gentes que subiesen hacía el cerro
tomando el callejón abrupto del cerro Milagro:
·
¡Adelante! ¡suban al cerro! ¡este lugar puede
ser peligroso!
Algunos obedecían, en otros la curiosidad superaba al
miedo.
Cuando me puede concentrar de nuevo en lo que pasaba en
el mar, vi como este se retiraba rápidamente, arrastrando con él cuanta
embarcación había en la bahía y las casas que estaban flotando. Los dos grandes
barcos eran tironeados de sus amarras en las boyas.
Entonces alguien empezó a señalar hacía el centro de la
bahía. Miré y vi como una muralla de agua coronada de espuma que cerraba el
horizonte de lado a lado de la bahía avanzaba desde el mar abierto. Me pareció
muy alta y temí que nos alcanzase, aunque estábamos aproximadamente a unos
veinte metros o más sobre el nivel del mar. Me volví y corrí hacia el callejón
que subía al cerro. Miraba con susto las altas paredes de tierra a cada lado
sabiendo que en un momento uno podía verme sepultado por rocas, tierra y parte
de las mismas casa que a cierta altura estaban como colgadas del callejón.
Llegado bastante arriba a una parte más despejada, la
bahía se podía ver de nuevo. La ola había avanzado mucho. Una sacudida brutal
hizo gritar a las gentes que me rodeaban y que rompían en oraciones, llantos y
gritos. Hubo un instante que todos se callaron y vi como la gran ola embestía
las casas de Corral Bajo, empezando por las escuelas donde hacía poco yo había
estado. Todo fue empujado por la inmensa masa de agua hasta estrellar en confuso revoltijo ocho o diez cuadras de
casas y pulverizarlos contra los cerros del fondo. Aquello parecía una caldera
hirviente de de agua gris y enormes restos.
Las amarras de los barcos habían reventado y estos, como
cajas de fósforos, eran arrastrados vertiginosamente de un lado a otro de la
bahía con ruidos sordos en sus choques con las rocas.
Paralogizado por la catástrofe no sé cómo volví a la
realidad, quizá fueron los gritos y gemidos de las gentes que me rodeaban.
Mujeres que se tiraban del pelo llorando histéricamente, hombres que parecían
estatuas de piedra en un rictus de angustia desesperada.
Todo había sido demolido en instantes como aparecían esos
sucesos en las películas de la época. Ahora un agua sin espuma se volvía a
retirar a gran velocidad en un extraño silencio. En esa agua flotaba una espesa
capa de maderas y desechos. Algunas casas mutiladas que boyaban en aquella
espesa sopa de aquelarre como grotescas embarcaciones que el mar en su
gigantesca resaca chupaba hacía las profundidades. Lo que era peor es que en el
techo o ventanas de aquellas viviendas aparecían, a veces, lejanas figuras
gesticulantes que unos y otros, arriba mi lado, iban ubicando con grandes
gritos de asombro y desesperación.
Desesperación e impotencia por no poderles auxiliar, cosa
imposible, aunque no hubiéramos estado tan alejados.
Entre el grupo que me rodeaba iba aumentando la confusión.
Aquellos que lloraban confesaban a gritos sus pecados y se golpeaban el pecho,
asegurando que sus pecados eran la causa de todo aquel espantoso castigo y que
eran sin duda los momentos próximos del fin del mundo. Un hombre joven señalaba su casa que estaba
siendo arrastrada y mostraba las llaves de ella en su mano. No me acuerdo que
es lo que dijo
Yo poco creyente, a pesar de estar también anonadado, en
forma alguna relacionaba aquella catástrofe con Dios ni con los pecados. Mi mente
se decía un poco brutalmente que bien pronto la mayoría olvidaría su
arrepentimiento tan pronto como se sintieran a salvo y solamente en aquel
momento deseaban hacer un buen negocio con Dios.
De nuevo los potentes ruidos huecos que procedía de la
lejana bahía me hicieron tratar de explorar el mar. Los barcos. Las lanchas
grandes vacías o cargadas, rotas todas las amarras llevadas por las corrientes, se movían en una
alucinante danza. Primeramente, el Carlos fue lanzado contra la “puntilla” del
camino a Amargos, chocando contra el cerro. El Canelo era arrastrado hacía la
Usina y los altos Hornos de la Aguada. Creo que todos quedamos crispados a la
vista de aquellos grandes barcos zarandeados como barquitos de papel.
Esperábamos que en cualquier momento se volcasen o, despanzurrados por una roca,
se hundirían a nuestra vista. Todos sabíamos que sus tripulaciones estaban,
casi completas a bordo aparte de algunos estibadores y las gentes que
traficaban en forma diversa con los tripulantes. Era la más desesperada
tempestad sin viento, lluvia y con el cielo azul de un día de invierno. Creo
que los barcos querían enderezar un poco su rumbo, quizá para hacer frente a
las corrientes, pero era inútil, porque ambos estaban reparando las calderas y
solamente podían tratar de ayudarse inútilmente con el timón.
El barco que parecía tener cierto éxito era el Santiago.
Había sido arrancado del muelle Francés donde estaba amarrado cuando la ola lo
hundió totalmente. El barco estaba ya listo para zarpar, solamente esperaba a
su capitán y oficiales que almorzaban con el capitán del puerto...
No era un barco a vapor como los otros. Sus máquinas
funcionaban bien y podía poner proa a las olas. Finalmente consiguió salir de
la bahía y alcanzar la alta mar
Las otras embarcaciones fueron desapareciendo de nuestra
vista sin que supiésemos si se habían hundido, el mar las había arrojado hacía
la Ensenada o bien se habían varado en
lugares fuera de nuestra vista.
Solamente días después supe que estas suposiciones fueron
ciertas. Algunos de los que me rodeaban afirmaban haber visto como ciertas
embarcaciones se hundieron. Era difícil observar muchos detalles de lo que ocurría allá abajo
en la bahía.
Un viejito habló por primera vez y dijo:
·
Esto no es nada. Vendrá una tercera ola y
después otras muchas más, algo menores. Yo he visto estas cosas. Nada va a
quedar.
Miramos incrédulamente al viejito arrugado. Nadie
comentaba su afirmación, pero yo me preguntaba dónde podría haber adquirido
aquel conocimiento. En ese momento subían un nuevo grupo de personas hacía
donde estábamos. Entre ellos venía el comandante Bustos capitán del puerto de
Corral. Iba rodeado de los marinos de los barcos que hacía pocas horas habían
estado almorzando en su casa y cuyos barcos estaban hundidos o, como el
Santiago, en alta mar.
Algunos le preguntaron:
·
¿Capitán, vendrá otra ola?
·
Si, afirmaron varios de los marinos. En los
maremotos suelen ser tres grandes olas y otras menores. Muy pronto llegará la tercera
ola.
Todos quedamos asustados. Quizá inseguros de que una tercera
ola pudiese llegar hasta donde estábamos, lo cual era disparatado, pero en esos
momentos uno pasa por momentos de incongruencia. Una ola que llegase hasta la
altura del cerro donde nos encontrábamos si hubiera significado el famoso fin
del mundo o algo semejante.
Pensé
inmediatamente en las condiciones en que habíamos quedado la multitud de
personas que nos habíamos salvado. Estábamos en una especie de isla. Corral no
tenía comunicación con Valdivia la ciudad más próxima, sino por medio de
embarcaciones que bajaban por el rio Calle.Calle. Era evidente que, aun suponiendo
días de calma, ignorábamos las condiciones de catástrofe de la misma Valdivia
Era probable que no llegase ayuda y víveres en una o dos semanas. Todas
aquellas personas que me rodeaban tenían solo habían quedado con lo que
llevaban puesto en sus cuerpos además necesitarían comer. Era posible que en
los escombros dejados por la ola al retirarse se pudiesen encontrar víveres
utilizables. Por otro lado, arriba en el cerro de Quitalutos se encontraba una
población abandonada cuyas casas se encontraban aun en relativa buena
conservación. Esa población había sido construida por los Altos Hornos para el
servicio de los hornos para la fabricación de carbón vegetal que era con lo que
trabajaba la fundición. La gente, al menos, estaría bajo techo.
Todo lo anterior se me vino de golpe al pensamiento,
quizá porque en el fondo yo era el menos traumatizado dado que no había perdido
ni familiares, ni amigos y que aun no tenia, ni mis pertenencias.
Me dirigí a los hombres y jóvenes que estaban cerca de mí
y les dije:
·
Bajemos a Corral antes que llegue la otra ola.
Quizá han quedado víveres que se puedan utilizar en las ruinas de los comercios.
En realidad, era una tontería, pero fue lo único que se
me ocurrió. Fácilmente convencí a una docena de personas y nos dirigimos
decididamente cerro abajo en una operación arriesgada y sin destino.
En la bajada vi algo sobrecogedor. Afuera de una de las viviendas
habían colocado una mujer muy anciana que parecía próxima a expirar de
consunción. La mujer tenía un extraño temblor que agitaba todo su cuerpo
continuamente y trataba de levantar la cabeza patéticamente sin conseguirlo.
Parecía un esqueleto con vida sentado en una silla.
Descender no era tarea fácil, íbamos contra corriente
abriéndonos paso en la espesa columna de personas que subían un poco
tardíamente a refugiarse en el cerro. Les dije también que podrían refugiarse
en las viviendas de Quitalutos si se apresuraban, pero creo que pocos me hicieron caso. Al menos, pensaba yo, que
tratasen de refugiarse buscando los pequeños esteros para disponer de un poco
de agua para beber.
Nadie parecía comprender cosas que eran obvias y de
sobrevivencia. El único que deseaba hacer algo era el viejo y obeso sargento
jefe del retén, abierto a recibir cualquier orden, pero sin ninguna iniciativa.
Como vi que todo era inútil corrí detrás de mis compañeros que descendían hacía
Corral.
Cuando llegamos al balcón natural al pie del cerro
echamos un vistazo a la bahía. Cuando mis compañeros vieron la destrucción y
desolación perdieron todo el empuje y se mostraron irresolutos. En efecto, se
veía un informe amasijo de restos de varios metros de altura. La mayoría se
dispersó. Yo con tres o cuatro bajamos sin mucho entusiasmo por la calle
Condell al costado de la iglesia. Un poco más debajo de la iglesia comenzaban los
escombros de las casas arrasadas, masas de maderas, latas de techo, árboles
destroncados que nos hacían muy difícil el avance. Había que trepar sobre aquel
amasijo de materiales destrozados cortantes y con fierros de todos tipos
puntiagudos y cortantes. Solamente un joven que me acompañaba con gruesas botas
trepó rápidamente y se alejó. Instantáneamente calculé lo difícil y arriesgado
que sería si nos internábamos mucho, para poder huir sobre todo aquello. No
podríamos cargar prácticamente con nada en el caso que se encontrase algún
alimento tal como algunos tarros de conservas.
En ese momento surgieron a mi derecha, escalando las
ruinas, tres hombres que cargaban dificultosamente un somier de cama
despanzurrado sobre el que yacía un bulto informe, amasijo de barro y trapos.
De una cara irreconocible emergía una lengua enorme y tumefacta.
Los hombres me dijeron que era el viejito que vivía en la
esquina sobre la puntilla y que arrastrado por el agua había sido estrangulado
por unos cables eléctricos caídos. Los hombres continuaron con su ominosa carga
no sé hacía donde.
Trepando por los restos con dificultad pude llegar al
principio de la calle allí donde comenzaba Corral Bajo Entre algunos como
pasajes que había entre las ruinas se
movían algunas personas que no se si buscaban personas o cosas. Los desechos
alcanzaban un mínimo de tres metros de altura. La gente se gritaba sin verse,
ignoro si para tratar de ubicarse o para no perder el contacto Estaba ya muy
próximo a anochecer, aunque no eran más de las cinco de la tarde.
Indeciso y desorientado me preguntaba que objeto tenía
seguir por allí cuando se elevó un grito persistente que venía de lo alto:
·
¡La Ola! ¡Viene la olaaaaaaa!.
Me hice eco del grito, gritándolo a mí vez con todas mis
fuerzas hacía las ruinas encorvadas y lejanas:
·
¡Viene la ola! ¡Corran!
Se lo grité con angustia a un niño cercano que bebía
ansioso una botella de cerveza escarbada entre las ruinas de un expendio que
estaba a mi izquierda. Lo volví a gritar a las figuras lejanas que torpemente
trataban de huir entre las ruinas.
Entonces yo mismo hui. No era muy difícil porque apenas
me había internado en el laberinto. Nos reunimos varias personas que nos
dirigimos hacia la plaza de la iglesia. Nos detuvimos brevemente en el balcón
al pie del cerro, pero la bahía estaba ya muy sombría y no se distinguía gran
cosa. No quise esperar más, porque podía ser peligroso, aunque comprobé que la
segunda ola solamente había salpicado la calle de espuma.
Apenas había salido del cajón en pendiente que conducía
al cerro cuando escuché el estampido de la embestida de la tercera ola. Me paré
y tuve la tentación de desandar el camino. Metros más abajo me encontré con un
grupo de gente que subía:
·
Ya no queda nada, me dijeron. La ola se ha
llevado todo lo que quedaba. Barrió hasta los escombros.
Ya arriba, al borde del camino estaban muchas personas
sentadas o en pie. Los hombres silenciosos, las mujeres llorando quedamente o
murmurando incoherencias. Sin duda eran de los que habían perdido todo. Me
encontraba de repente con un pequeño grupo cansino que subía creo que sin
rumbo. Finalmente, indeciso me senté como los otros al borde del camino sin
saber, yo mismo qué hacer. Estaba ya casi oscuro. Me encontraba muy cansado y
conversé con los más cercanos. Ellos me contaron que el vapor Canelo había sido
arrastrado rio arriba y que algunos decían haberlo visto fuertemente escorado y
atravesado en medio del rio. El Carlos, finalmente, se había hundido en medio
de la bahía y solamente emergía el puente y los palos. Creían que estaba sobre
el banco de arena de las Tres Marías. El Santiago en un momento quedó sentado
sobre la subestación eléctrica que estaba frente a los Altos Hornos, la Usina,
pero consiguió hacer frente a las corrientes y se perdió de vista hacía alta
mar.
Todos opinaban que la ola tuvo que entrar en las
quebradas del fondo de Corral Bajo y en la del Boldo. Posiblemente con menos
fuerza, pero sería indudable que las casas que bordeaban los pequeños cañones
debían haber sido igualmente destruidas.
Había caído completamente la noche. Aun subían y bajaban
algunas personas. Pocas con linternas eléctricas. Se decía que en Corral Alto y
los cerros, como en el que estábamos, los daños habían sido escasos
Las casas bien
construidas resistieron, únicamente algunas muy viejas o con problemas
estructurales se derrumbaron. Con la tranquilidad los frecuentes temblores
parecían más violentos. Algunos llegaban precedidos o seguidos de roncos ruidos
subterráneos. Yo, como la mayoría, aun a sabiendas que nuestras casas
estuvieran en pie, no deseábamos acercarnos al mar temiendo una nueva embestida
en cualquier momento y en la más completa oscuridad. Pensé que tenía que buscar
en el cerro un lugar un poco más abrigado. Cuando amaneciera bajaría y trataría
de calibrar la situación. Me incorporé y empecé a descender. No bajé mucho.
Un grupo de sombras estaban cerca encendiendo una hoguera
con tablas arrancadas a un cerco. Les ayudé a juntar combustible. Friolentos
nos apretujamos alrededor del fuego. Yo tenía un jersey, una casaca y sandalias,
pero el frio no era intenso. Dos mujeres estaban juntas enrolladas en una
frazada. Reconocí algunas personas que conocía solamente de vista. Estaba allí
una profesora de la escuela parroquial con su padre y hermana. Hablábamos, pero
no recuerdo de qué sería el tema. Callábamos tensos con los ruidos subterráneos
y los temblores. Probablemente la mayoría temíamos que se abriese en la tierra
una de las fatídicas grietas nos tragase. En los cerros y cañadones vecinos se
escuchaban temerosos y continuos aullidos de perros, gritos de personas que se
llamaban a la distancia o gritos que terminaban en una especie de sollozo que
sonaba desgarrador.
Más allá del pequeño círculo que iluminaban las movedizas
llamas de nuestra hoguera la oscuridad era absoluta. Noche sin estrella alguna.
En la lejanía las lucecitas de otras pequeñas hogueras. Cada temblor hacía
prorrumpir a las mujeres que estaban con nosotros en exclamaciones o plegarias.
Después de tantas horas de tensión me sentía como
narcotizado. Encontré cerca unos pedazos de tabla donde me acomodé haciéndome
un ovillo. Temía, sobre todo, la humedad de la tierra. Un desconocido me
alcanzó un chalón en el que me envolví y otro un mendrugo de pan. Me acurruqué
y dormí despertando continuamente por los sollozos de la hermana de la profesora.
Escuché entonces entre sus gemidos que su marido pertenecía a la tripulación
del Canelo como cocinero.
Al filo de la madrugada pasó junto a nosotros uno de los
marineros del Carlos, preguntando si alguien sabía qué había sucedido a sus
familiares. Respecto a la tripulación de su barco opinaba que se habían salvado
casi todos excepto los cuatro que intentaron huir en un bote salvavidas al que
el mar aplastó contra el casco del buque y ellos desaparecieron, los daban como
ahogados.
Cuando se tranquilizó un poco el mar después de la
tercera ola, ya de noche decidieron echar al agua la balsa de aluminio lo único
de salvamento que les quedaba. Los remos, faltos de chumaceras, tenían que ser
sujetado con los pies de dos hombres cada uno y lo peor es que solamente se
podían guiar en la oscuridad completa por la intuición y el ruido de la
rompiente, ignorando si las olas que golpeaban eran peligrosas o no. Por fin
consiguieron varar ene alguna parte y tanta había sido la tensión que alguien
preguntó tontamente:
·
¿Qué hacemos ahora con la balsa?
Todos rompieron a reír y llorar. Se dieron cuenta que se
habían salvado. Otro tuvo ánimo para decir:
·
¡Llévatela a casa, si quieres!
El marinero que nos contaba estas cosas no estaba exento
de angustia. Permanecía con nosotros porque necesitaba desahogarse un poco. En
esos momentos ignoraba completamente que había sido de su familia, si los suyos estaban en el cerro o muertos.
Nos dejó y se internó en la oscuridad, preguntando sin duda
en cada grupo si alguien le podía dar noticias de sus familiares.
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Mis recuerdos y notas que tengo me han permitido, en los párrafos
anteriores, hacer una descripción de lo que viví ese día. Lo que escribiré
posteriormente se trata de solamente recuerdos de los días posteriores al tsunami.
Su orden aproximadamente cronológico. Es posible que algunos de los
hechos se encuentren un tanto deformados por la antigüedad de cincuenta años,
aunque para mí muchos, aun me parecen muy vivos.
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Cuando amaneció bajé a Corral. Efectivamente nuestra casa que se
encontraba sobre el fuerte español no había sufrido daño alguno.
La ola parece que solamente salpicó el piso del fuerte y nosotros
estábamos unos dos metros sobre él.
Lo que me llamó mucho la atención es que el mar estaba sin el menor rizo
ni ola. Parecía como aceitoso, completamente calmo. No sé si en esa ocasión o
más tarde alguien me dijo que el mar estaba así porque pedía perdón.
No recuerdo lo que hice aquel día. Pienso que exploré un poco con
precaución y cambié impresiones con la
personas de mi equipo y me enteré de sus propias experiencias.
No habían quedado embarcaciones utilizables. Estábamos aislados
completamente de Valdivia.
En ese tiempo las radios a pila eran escasas y después de la catástrofe
solamente quedaron dos en el pueblo. Por ellas supimos confusamente y en
retazos algo de lo que sucedía en Valdivia y en el resto del país.
Llegada la tarde decidimos ir a dormir al cerro de nuevo, esta vez
llevando algo de ropa. No sé si alguien quedó en la casa, creo que no. De esa
segunda noche no recuerdo nada ni del día subsiguiente.
Al tercer día empezó a llover con fuerza. En un momento me dirigí a la
iglesia y en el camino me encontré con un espectáculo que nunca he olvidado.
Las gentes que habían subido a Quitalutos, probablemente por la falta de
alimentos, estaban bajando. Eran personas que el maremoto había
sorprendido vestidos para un día
de fiesta. Las mujeres con zapatos de taco alto . Esas personas que bajaban del
cerro estaban empapadas y embarradas. Sin duda para evitar el camino carretero
muy largo que llegaba a la Aguada, tomaron las bajadas de arrastre de leña,
sumamente abrupto y resbaladizo por la lluvia. Muchas debieron caer y resbalar. Venían descalzas
casi siempre llevando como única cosa de valor sus zapatos en la mano. Eran
gentes todas que trataban de ubicar entre la lluvia la casa de un compadre, un
amigo que las quisiese cobijar. Muchas desesperadas se agrupaban cerca de la iglesia que aparentemente no
había sufrido daños. Aparentemente, porque meses después, se supo que corría
riesgo de caer y se emprendió una larga reparación. De todas maneras muchas
personas encontraron refugio en la parte que servía como escuela y no recuerdo
si dentro mismo de la iglesia que era muy espaciosa.
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En esos primeros días llegaron a
nuestra casa personas por ayuda, entre ellas una mujer pidiendo si teníamos unos zapatos para darle.
No teníamos si no los puestos. Yo la vi tan terriblemente acomplejada por su
descalcez que decidí darle mis sandalias argentinas que era lo que tenía. Yo
mismo quedaría descalzo por un tiempo,
pero no me importaba. Incluso deseaba la experiencia. Afortunadamente el calzado era de su tamaño.
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Un enorme lanchón cargado de sacos de carbón vegetal fue arrastrado
hasta los cerros que estaban al fondo de la Aguada. El maremoto lo hizo
atravesar entre medio de la Usina más de un kilometro y lo dejó allí varado sin
que se diese vuelta o perdiese la carga.
No recuerdo quien se hizo cargo
de la autoridad en el pueblo, creo que fue el Delegado o quizá el Alcalde. Esa
Autoridad hizo saber que se le entregaría un saco de carbón a cada familia que
fuese a buscarlo.
Yo decidí ir en nombre del nuestro Equipo.
Partí en la mañana pero cuando descendí de Corral Alto hasta donde
comenzaba el camino de la Aguada, algo de un kilometro hasta llegar a la Usina,
una franja al borde del mar por donde habían corrido las vagonetas que llevaban
la carga de lingotes y planchas hasta el muelle Francés, aquello era un inmenso
revoltijo de rieles, vagonetas destrozadas, fierros de todos tamaños,
alambrones… Aun ahora no sé como caminando descalzo sobre y entre todo aquello
no me herí, sobre todo a la vuelta cargado con el saco que debía pesar unos
veinte kilos.
Llegado al camino que iba a la Aguada y subía a Quitalutos estaba bastante
despejado de fierros pero había pedrejones caídos del cerro que lo bordeaba por
el lado izquierdo.
Me dieron el carbón y esto fue la salvación como para todos y nos
permitió cocinar y calentarnos los primeros días.
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En Corral existía una única panadería. Propiedad de un español que llegó
muy pobre a servir al dueño anterior de la panadería, también español. Este, al
morir sin familia, se la dejó a su trabajador en propiedad. Cuando llegué a
Corral la panadería era prospera. El
español tenía una hija única a la que pudo dar estudios y que próximamente
se iba a casar. La fecha del casamiento
se fijó para la víspera del 21 de mayo. El novio era un contador que vivía en Concepción.
Yo estaba invitado a la boda. No fui por timidez, ya que no conocía a
casi nadie de los que asistirían y porque no tenía ropa adecuada para una
fiesta El día de la boda fue elegido
para inaugurar el nuevo horno eléctrico que
habían importado de Italia. Una gran avance de prosperidad para la
panadería.
La fiesta fue muy concurrida. La novia recibió muchos regalos. Al día
siguiente, día del maremoto, los recién casados partieron en el primer vapor
para su luna de miel. Equipaje y regalos quedaron embalados para el traslado a Concepción.
La casa donde estaba instalada la panadería era amplia, bien construida
y de dos pisos. Abajo la panadería, arriba la habitación de la familia.
La primera subida del mar hizo flotar la gran casa y la arrastro hasta
la orilla de la playa, donde la depositó. La casa quedó bastante inclinada. El
hermano del dueño que se había emborrachado dormía en el segundo piso. Se
despertó. Trato de salir, pero las puertas estaban trabadas. Consiguió abrir
una ventana o romperla y se deslizó hasta el piso por una de las tuberías de
evacuación de la lluvia. Así se salvó. El padre de la novia también se salvó.
La segunda ola destruyó la casa con el resto de Corral Bajo. Todo se
perdió.
Días después el español sumamente deprimido me contó que solamente recuperó una rueda de carretilla y un pedazo
de luma que le habían regalado y coció en aceite para hacer una garlopa. Me
regaló ese pedazo de madera y yo construí una garlopa que utilice durante
muchos años. Yo en cambio le regalé mi maleta, pues su hija se lo llevaba a
vivir con ella. De todos los habitantes de Corral con quien entonces tuve
contacto era la persona más triste y
deprimida que conocí.
Meses después me enteré que su familia para darle una actividad le
montaron un pequeño negocio, pero no pudo superar su depresión y un día lo encontraron ahorcado.
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El Carlos, el barco que se hundió en medio de la bahía estaba cargado
de harina y durmientes de madera para el
ferrocarril.
Al día siguiente empezaron a flotar poco a poco los sacos de harina y la
marea los llevó a la playa. Las gentes del cerro de la Marina, que no habían
sufrido los efectos del maremoto, bajaban temprano en la mañana para aprovechar
la tela de los sacos que entonces se denominaba osnarburgo. Lo grave del asunto
es que los quintales al flotar se humedecían unos centímetros de espesor y ello implicaba
que la mayoría de la harina debido a esa capa mojada quedaba intacta y
aprovechable. La gente que deseaba la tela que utilizaban de ordinario para
hace sábanas e, incluso ropa interior, derramaban la harina en la tierra.
Cuando se supo lo que hacían se organizaron
para recuperar los quintales y mucha gente comimos de esa harina.
Muchos días después, cuando hubo
botes, se hacían viajes para salvar lo que se pudiera de las bodegas del Carlos
y se empezaron a pescar los pesados
durmientes utilizando largas pértigas con los que se ensartaban y subían a los botes. La empresa naviera pagaba
por esta recuperación.
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Mis compañeros me pidieron que hiciese un viaje recorriendo la costa
para ver lo que había sucedido con la
gente que vivía cerca de la orilla.
Recorrí la playa y los alrededores empezando por el camino que al pie
del cerro de la Marina conducía a la caleta de Amargos.
Las casas palafito que bordeaban el camino y algunas que estaban pegadas
al cerro habían desparecido completamente. Llegando a la playa de Amargos el
estero donde lavaban las mujeres y sus
grandes piedras había cambiado completamente. El hotel era un montón de ruinas.
Muchísimos de los eucaliptus que estaban en el lindero de la playa, ahora
estaban cerca de borde del mar. Resistieron bastantes y otros estaban
desarraigados. Las viviendas de los pescadores del lado sur habían sido
borradas. Solamente permanecían las de arriba de la cuesta y camino que
conducía al cementerio y a San Carlos. Al otro lado de la cuesta comenzaba a
orilla del mar una barrera de desechos
casi continua. Tendría algo más de dos
metros de altura. Eran maderos y restos de todo tipo. Más tarde cuando las
personas de los alrededores empezaron a tratar de recuperar lo que pudiera
servirles, me contaron que se encontraron con las más variadas cosas, incluso
en buen estado. Menaje, mercaderías piezas de tela completas… procedentes de
los almacenes de Corral,
Encontré más allá de San Carlos
arranchados en unas casas del alto las personas que vivían en las cuevas
del Morro Gonzalo. Antes del maremoto
fui a conocer como vivían aquellas
gentes de que me habían hablado. En el morro existían grutas que eran secas y estaban a cierta altura sobre el
mar. Si bien las gentes que las
habitaban eran pobres, no eran miserables. Las grutas estaban cerradas con tablas y puertas. Se
trataba de pescadores y mariscadores. Entre ellos estaba la familia de un
ciego.
Después del maremoto las cuevas bajaron de altura sobre el nivel del mar y no solamente habían sido temporalmente
invadidas por las aguas, sino que llegaban a ellas las mareas y eran
inhabitables. Entonces me confirmé que como empecé a sospechar la tierra
cercana al mar había bajado bastante en
algunos puntos, al menos donde no existían sólidos cimientos rocosos.
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El equipo de belgas con el que yo vivía aportó fondos para construir
algunas embarcaciones tipo ballenera que eran los botes de vela más comunes en
Corral. No me acuerdo cuantos días se tardó en reunir los carpinteros de
ribera, los materiales y todo lo necesario. La construcción se organizó al aire
libre en la plaza frente a la iglesia. Se construyeron unas nueve balleneras de
nueve metros de manga. Ahí aprendí algo sobre la construcción de estas
embarcaciones.
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Creo que estuvimos absolutamente aislados de Valdivia una semana. La
primera embarcación que llegó a Corral fue el Tocho. Un pequeño remolcador de
madera. Este remolcador, como los otros que se hundieron, se utilizaban para
remolcar hasta Valdivia los lanchones (hechos con cascos de pequeños buques
desguazados) donde los barcos que llegaban y salían de Corral movilizaban sus cargas. Generalmente estas
cargas que llegaban eran sobre todo trigo para los molinos de Valdivia y
mercadería diversa. Cargaban harina, madera, carbón vegetal…
El Tocho descendía por el rio sin lanchones volviendo de Valdivia. El
capitán advirtiendo que algo estaba sucediendo mal, optó por hacer entrar el
remolcador en uno de los afluentes del Calle-Calle y allí pudo aguantar la
subida de del agua. Nunca supe en que condición quedó, pero, si sufrió alguna
avería, no fue importante y llegó días después a Corral. Era una embarcación de
motor, pero podía llevar pocos pasajeros así que se utilizó para movilizar a
las Autoridades y a los enfermos graves.
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Creo que el primer lanchón con ayuda para los damnificados llegó unos
diez días después del terremoto. Traía alimentos, ropa… era un lanchón grande.
No recuerdo si lo trajo el Tocho o un remolcador más poderoso. Lo consiguieron
arrimar a la orilla de la plaza. Colocaron tablones para que los estibadores
desembarcasen las mercaderías. Ellos estaban allí en fila frente al lanchón,
pero ninguno se movía. Parece ser que uno de los dirigentes discutía con la
autoridad del momento quien pagaría la descarga. No llegaron a ningún acuerdo.
Estábamos muchos cerca para ayudar. En vista que los profesionales del
desembarco no hacían nada, nosotros empezamos a descargar a pesar de nuestra
impericia. Recuerdo esto muy bien porque fue la última vez que cargué un saco de
ochenta kilos. Creo que fue un hecho vergonzoso y mezquino el de los
estibadores.
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Yo seguía descalzo. Eso no me molestaba mayormente, pero me daba una
cierta vergüenza.
Solamente los días de helada, cuando tenía que ir a la costa era algo duro y evitaba pisar la
escarcha.
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El responsable de mi equipo me preguntó si quería unirme a un grupo de
carpinteros contratados por la municipalidad para construir algunas casas para
los pescadores de Amargos.
Acepté con gusto porque era la posibilidad de aprender algo de
construcción además yo tenía un equipo completo de herramientas de carpintería
y mueblería.
Me uní al grupo y construimos seis casas con restos recuperados del maremoto.
Eran casas pequeñas y sólidas.
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Semanas después me pidieron que tratase de reconstruir una pequeña casa
que se había caído en el cerro Milagro, ya bastante arriba. Donde vivían dos ancianos casi impedidos. El
problema era que tenía que trabajar sin ayuda de otra persona. Yo quería poner
en práctica mis nuevos conocimientos en construcción y acepté. Tuve que
desmontar parte de lo caído y luego remontarlo. Era lo que se llama una
media-agua, por tener un techo de una sola pendiente. No recuerdo bien si la
terminé o bien por falta de materiales dejé solamente la estructura montada.
Unos vecinos cercanos fueron muy simpáticos conmigo, me convidaban para
tomar té acompañado de algún huevo pan.
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Algunos pequeños botes fueron reparados y los encontraron varados en
buenas condiciones bastantes días después del maremoto.
Las goletas de los pescadores quedaron totalmente inutilizadas, pero una
de ellas parece que estaba en Valdivia o en otra parte y se salvó. Su capitán
se llamaba Baeza y era joven. Se podía contar con ella para algunas cosas de
traslado de damnificados. Tenía motor.
La condición de las personas que
escaparon del las cuevas del morro era de “allegados” en casas de los
alrededores mientras se construían alguna choza o buscaban albergue en otra
parte. Los más desamparados era la familia del ciego. Las casas de la Aguada,
detrás de la Usina y estaban en parte desocupadas así que conseguimos una para
la familia del ciego que contaba con varios niños. La mujer que era mariscadora
no podía hacerlo ya debería encontrar algún tipo de trabajo en Corral.
Conseguimos que la goleta de Amargos aceptase hacer el traslado. Yo iría
a buscarles. Por alguna razón la goleta no pudo hacer el viaje en la mañana.
Partimos en la tarde. Buscamos una caletita cerca de la casa en que estaban
albergados y se empezó el traslado de sus enseres y la carga de la goleta. No
era un trabajo fácil porque la casa estaba algo lejos y la goleta mal fondeada.
Me dí cuenta que íbamos a llegar muy tarde a
la Aguada, pero no se podía ya hacer nada. Es cierto la gente de los
alrededores ayudó con buena voluntad.
Llegamos a la Aguada anocheciendo. La goleta no se pudo acercar a la
playa porque la marea estaba baja. Los que teníamos que hacer el desembarco nos
tuvimos que echar al mar que nosllegaba casi a la cintura. El agua estaba
bastante fría y el fondo era de rocas sueltas de pequeño tamaño, así que
difícil de pisar descalzos, pero no teníamos otra opción. Primeramente hubo que pasar al hombro a los pasajeros. A
mí me tocó la mujer que llevé a la espalda y creo que algún niño. Después la
carga que dejamos amontonada en la orilla. La mujer con los niños empezaron a
acarrearla hacía su nueva casa que estaba como a un kilómetro o cosa así. Nunca
pensé en que en el fondo marino que pisaba podía encontrarse fierros o
alambrones que nos herirían. Tuvimos suerte y ninguno tuvo problemas. Era noche
cerrada y todavía quedaba mucha carga
amontonada en la orilla. En último momento
llegaron voluntarios de la vecindad. Hice yo mismo un viaje con carga.
La familia que llegaba se estaba
instalando como podía en la casa y unas vecinas habían aportado un brasero. La
goleta se había ido. No sé como llegué a mi casa en la noche y en aquella parte
del camino lleno de restos de hierro.
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