las islas deesventuradas (narración)

LAS ISLAS DESVENTURADAS


Ser joven y permanecer largo tiempo cesante resulta una prueba bastante dura. Uno desea comprarse ropa y los mil artilugios que ofrece la propaganda a los jóvenes en un bombardeo continuo, afirmando que mediante ellos alcanzarán la felicidad. Se desea tener dinero para comprar cigarrillos o para invitar modestamente a una chiquilla a la discoteque.
Estar continuamente dependiente, para los gastos menudos, de los padres que también están con dificultades económicas, que, por lo demás te proporcionan techo y comida, resulta doblemente difícil.
Por todo ello, cuando mi amigo Manuel, que trabaja en una Agencia de Turismo me preguntó si querría ganarme una buena “tucada” de plata en un trabajo, aunque fuese difícil, no dudé en decirle que aceptaba cualquier cosa, con tal de salir de la situación en que vivía.
Llegué a suponer que podía ser un trabajo poco claro cuando el me advirtió que sería sacrificado.
Cuando me puso en comunicación con los que me deseaban contratar, supe enseguida que no era para nada relacionado con droga o contrabando. Me explicaron que se trataba de una Empresa hotelera muy poderosa con muchos hoteles en el mundo, que deseaba estudiar la posibilidad de edificar uno en las islas Desventuradas, aquellas que yo había estudiado se encontraban a unos doscientos kilómetros, mar afuera de Antofagasta. Una se llama San Felix, la otra San Ambrosio. Se trata de islas deshabitadas y se tiene pocos datos sobre ellas respecto a vientos, mareas, clima, temperatura del agua y un montón de cosas más que los “gringos” juzgaban muy importantes de medir por ellos mismos. Es decir, mediante una larga permanencia en ellas de una persona de su confianza. Afirmaron que pagarían la estancia y el trabajo en forma generosa.
Al principio yo no comprendí muy bien cual será mi misión. Mi amigo Manuel trato de aclararme:
--No te preocupes. Ellos te explicarán lo que tiene que hacer. Te llevarán allí con harta comida y con cierta comodidad. Harás lo que te digan. Te irán a buscar y te traerán de vuelta. Van a ser como unas vacaciones a lo “scout”, solamente que estarás solo.
Le contesté que en mi situación no tenía donde elegir, así que aceptaba el ofrecimiento.
Me remachó que mi trabajo tenía que ser serio, porque los extranjeros no eran como nosotros y exigían que las cosas fueran hechas según sus instrucciones. Además en ello iba el prestigio de la Agencia.
Un poco molesto dije:
--¿Crees que por ser chileno no puedo hacer las cosas bien?
--Te lo digo por si acaso nada más.
Poco después fui citado a uno de los hoteles de más lujo de Santiago. Pensaba durante la espera que jamás se me había ocurrido que podría ganar tanto dinero de una sola vez. Añadido que no gastaría nada durante mi larga estancia en una isla absolutamente desierta.

Los “gringos” resultaron ser dos personas solemnes y serias. Afortunadamente hablaban un castellano inteligible. Ante todo me hicieron analizar por un psicólogo y luego me tuvieron quince días enseñándome a manejar instrumentos de meteorología y memorizando todas las prolijas instrucciones que me daban, por a causa de algún accidente se me perdían. Me plegué de buen humor a todo tipo de exigencias pensando:
--¡Son cosas de “gringos”!
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A los quince días reembarcaron en un camión con tres voluminosos cajones. Nos dirigíamos a Antofagasta y el conductor no sabía otra cosa que el destino y el nombre del barco y su capitán donde me tenía que entregar en compañía de la mercadería.
Llegamos bien entrada la noche y alojamos en un buen hotel. Al medio día del siguiente día me encontraba instalado en un yate de regular tamaño con los cajones y una voluminosa carpeta que contenía todas mis instrucciones para los meses que permanecería en la isla. Dos horas más tarde zarpamos. El capitán era peruano y parecía que para él su único interlocutor a bordo era el maquinista. El yate poseía todas las comodidades y yo estaba alojado en el camarote de proa. Pensé que disfrutaría del viaje marítimo, que era el primero en mi vida. Enseguida me desengañé en cuanto salimos a las olas largas de mar abierto. El mareo me quitó las ganas de hablar y de comer. Acostado me sentía mejor y aliviado al atardecer, cuando subía a cubierta y contemplaba distraído las estrellas en un cielo muy negro, arrullado por el suave ronroneo del motor y la trepidación que recorría suavemente mi cuerpo subiendo por las plantas de mis pies descalzos. Pasaron los casi tres días de navegación cuando me avisaron que estábamos a la vista de San Ambrosio que es la mayor de las dos islas .me dijeron que me desembarcarían en San Felix que es más baja y dispone de una buena playa. Me advirtieron que yo participaría en la maniobra de desembarco porque habría que hacerla en forma rápida aprovechando la marea alta.
Dos horas más tarde sentado sobre uno de mis cajones en una extensa y hermosa playa, contemplaba como el hermoso yate se alejaba. .Los dos marinos habían sido efusivos al despedirse dejándome en aquella playa desierta. El capitán me comunicó las últimas instrucciones. Volvería por mí en un año exactamente. En caso de una emergencia a causa de un accidente grave, debía romper el sello de la emisora de banda fija y dar la señal de alarma. Si se trataba de una emergencia sencilla apretaría el botón verde, si era de vida o muerte pulsaría el botón rojo. En ningún caso me bañaría en el mar, por muy buen nadador que me considerase, sin usar el cordel destinado para ello asegurándome antes de su buen anclaje. Añadiendo irónicamente que no tendría, si me descuidaba, la posibilidad de pulsar botón alguno. Con aquellas últimas recomendaciones me dieron un sincero apretón de manos y se embarcaron presurosos temerosos que el yate quedase embancado.
Estaba un poco confuso por lo rápido que había sido el desembarco. Además hacía cuatro días estaba aun respirando el pesado aire de Santiago y ahora respiraba a pleno pulmón el fresco aire marino de aquella playa que era para mí solo.
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Conocía perfectamente el programa que tenía que desarrollar meticulosamente en que todo, hasta el más mínimo detalle, había sido calculado Me daban tres días de asueto sin otras obligaciones que ambientarme, organizar mi campamento y explorar mi isla. Tres días más tarde emprendería las meticulosas observaciones que me tendrían ocupado todo el día y parte de la noche en espacios determinados.
En aquel momento, lo que más me agradaba era sentirme en tierra firme sin el continuo balanceo del barco y mi subsiguiente mareo.
El lugar me parecía muy hermoso. Desde luego muy diferente de las fotografías del turismo polinesio. No había palmeras y la vegetación hacía el interior era baja. La playa muy larga tenía forma de media luna. En cada una de las dos puntas había como unos promontorios altos de cimas redondeadas. Al Noroeste está el cerro Amarillo que según el mapa tiene 183 metros de altura. El del otro lado está aislado por un brazo de mar. Era todo tan novedoso para mí que en ningún instante sentí miedo o angustia por aquella soledad única que me rodeaba. Era cierto que los “vagos” meses de que me hablaron en un comienzo, el capitán me aseguró que eran un año. Aun no tomaba el peso de ello. El agua que por el desembarco sabía lo agradablemente tibia que estaba me invitaba. Comencé a a abrir mi mochila para buscar mi pantalón de baño. Cuando me dí cuenta de lo que trataba de hacer rompí a reír gozosamente. Estaba a cientos de kilómetros de cualquier ser humano e iba a sucumbir a un pudor convencional idiota. Inmediatamente pensé que no solamente entonces, sino todo el tiempo podría en aquella temperatura tan agradable permaneces continuamente absolutamente desnudo. Era algo que más tarde resolvería. Corrí hacía el mar dejando en mi carrera sembrada la ropa que me iba sacando. Me sumergí en el agua límpida y poco profunda infringiendo por primera vez aquella orden sabía de utilizar siempre el cordel en mis baños.
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En la isla no había apenas árboles aunque sí un pasto muy alto y gran cantidad de arbustos. Al promontorio del sureste no se podía llegar pues estaba separado de la isla unos 173 metros y el cordel que tenía no podía alcanzar tan lejos. Además la correntada era fácil de discernir y con ello el peligro que ello significaba para cualquier nadador. Escalé el cerro Amarillo desde donde examiné con los prismáticos la altiplanicie de la cercana San Ambrosio. Tanto con mi exploración terrestre, como con la visual era fácil comprobar que no existía en aquellas islas otra presencia que la mía. Ninguna huella, ningún signo por más que supiese que cada cierto tiempo solían llegar pescadores de langosta. Por primera vez empecé a calibrar mi soledad.
El tercer día lo dediqué a instalar los instrumentos según las precisas instrucciones recibidas. Coloqué los paneles solares que me proporcionarían luz y como cargar las baterías. Me apliqué a instalar todo con el mayor esmero ya que disponía de todo el tiempo del mundo. Había quedado claro que se esperaba de mí un trabajo concienzudo y que no solo conseguiría el pago prometido sino, posiblemente, un empleo más definitivo en la importante Empresa.
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Mis actividades me tenían muy ocupado. Debía desplazarme largos trechos para tomar las mediciones de los instrumentos así como dirección del viento, salinidad del agua y temperatura, presión atmosférica… Además la cocina especificaba menús determinados para cada día estudiados para que no perdiese el gusto o deseo de comer y, quizá, para mantenerme ocupado en mis tiempos libres. Se me pedía que todas las mediciones fueran anotadas en limpio en forma precisa y ordenada en los libros que se me habían facilitado.
A pesar de todas las precauciones que habían diseñado para mantenerme equilibrado, en el transcurso de los días empecé a sentir un extraño desasosiego a lo que se unió enseguida un desinterés parra las cosas personales, aunque me interesaba en mi trabajo.
De vez en cuando pescaba algo para tener comida fresca y buceaba en busca de langostas. Solía tener suerte porque todo era abundante alrededor de la playa.
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Desde luego, desde el primer día, olvidé cualquier clase de vestido o calzado. A los pocos días mi piel se ennegreció en forma espectacular. La temperatura era muy agradable día y noche.
El material del campamento en todos sus detalles, empezando por la amplia tienda era excelente. Todo funcionaba bien. La radio de múltiples ondas, me permitía recibir con claridad música y emisoras de todo el mundo o casi. Me lamentaba no entender los múltiples idiomas que escuchaba.

Aquella tarde bastante deprimido decidí subir al cerro Amarillo. Estaba descendiendo cuando me pareció distinguir tres manchas negras a ras del agua en la lejanía. Pensando que podían ser ballenas enfoqué hacía ellas mis prismáticos. Con asombro distinguí que eran tres balsas tripuladas. Inmediatamente pensé que se trataría de náufragos. Me dije, alborozado que tendría compañía. Me apresuré a bajar. Cuando les enfoqué desde la playa estaban mucho más cerca. Cada balsa comportaba dos personas que desnudas se esforzaban manejando cortos remos. Pronto ya les distinguía a simple vista. Pero no se dirigían hacía la playa sino que remaban acompasadamente manteniéndose a unos ciento cincuenta metros siguiendo el contorno de la playa. Cuando se encontraron a mi altura grité, salté, hice grandes gestos para atraer su atención, me dí cuenta o que ensimismados en su esfuerzo no me veían o, bien, me ignoraban voluntariamente.
Les enfoqué con los prismáticos y vi en cada balsa un hombre y una mujer, que se distinguía por una larguísima cabellera que caía sobre su espalda como un manto. Decidí seguirles corriendo por la playa paralelo a ellos. Pronto me dí cuenta que se dirigían hacía el islote González, donde, impotente, acabé viéndoles desembarcar. Me dí cuenta que estaba olvidando gravemente mis deberes y que más tarde resolvería aquel misterio. Quizá ellos más descansados divisarían mi carpa multicolor y vendrían a mi encuentro. Cuando podía miraba de lejos el peñón y aunque las balsas estaban varadas donde las veía ellos acampaban al otro lado del montículo. Solamente en la noche, distinguí tres fogatas cerca de donde se encontraban las balsas. Me sentí intrigado y triste. Lleno de interrogantes que no alcanzaba a responderme a mi mismo. Apenas pude dormir inquieto.
Tan pronto como amaneció me dirigí a la orilla sureste lo más cerca de donde ellos estaban Ya en misteriosos quehaceres. Grité y gesticulé incansablemente sin resultado alguno. Me puse a observarles con los binoculares. Las balsas estaban boca arriba sobre la arena. Tenían algo como flotadores que parecían cueros inflados de animales. Lobos marinos o un animal similar. Los puentes que les unían no eran troncos como había supuesto sino un trenzado de ramas. En cuanto las personas que se movían en sus quehaceres, desnudos, con adornos en piernas y antebrazos. Todos tenían el pelo muy largo, sujeto con cintillos. Los varones pescaban metidos en el agua usando cortos arpones. Las mujeres algo más lejos sentadas sobre un borde rocoso, tomaban entre los tobillos una piedra grande y se dejaban caer en la profundidad. Luego emergían al rato. Llevaban colgadas del cuello unas bolsas de malla que sacaban llenas. Trepaban a la superficie, vaciaban el contenido y repetían la operación. No se sumergían todas a la vez, sino que ayudaban a que subiese la sumergida y luego semejaban deslizar sucesivamente. Pensé que aquella escena la había visto en alguna parte, pero no recordé donde. Volviendo por la playa hacía mi campamento me dí cuenta que aquello que había visto eras semejante a lo que nos describía el profeso de historia cuando nos explicaba la vida de los indios chonos Me dije que era idiota porque esos indios habían desaparecido del país mucho antes que llegasen los españoles.
En las costas de Chile no había indios y menos algunas gentes que usasen aquellas embarcaciones, permaneciesen desnudos y pescasen de una forma tan primitiva.
Volví a pensar que fuesen náufragos, pero enseguida me pareció imposible. ¿Estarían filmando alguna película? No había rastro alguno de equipos fílmicos. ¿Un grupo de “locos” que se dan a veces y quieren revivir un modo de vida de
tiempos pasados? Pero ¿por qué no me hacían caso alguno?
Me afiebraba barajando posibilidades, mientras de mala gana repetía mi rutina diaria, tratando de terminar cuanto antes y volver a observarles. De nuevo una noche sin sueño barajando hipótesis, imaginando alguna manera de llegar hasta donde se encontraban.
En los días subsiguientes, siempre fracasando, me amargaba. A veces desaparecían de mi vista pero acababan de volver a su campamento en la noche. Probablemente salían a pescar lejos. Hasta que una noche, disitinguí con asombro que sus fuegos brillaban en el extremo de mi playa. Inmediatamente en la oscuridad me puse en camino hacía ellos. Me acerqué sigilosamente arrastrándome a su campamento, tal cual lo había visto tantas veces en las películas Fue evidente que no percibían mi presencia. Les observaba a corta distancia. Tenían tres hogueras diferentes y en cada una de ella cocían los alimentos bajo la ceniza. Estaban por parejas. Hablaban en voz baja y modulada, pero yo estaba tan cerca que les escuchaba bien. Desde luego no eran palabrs castellanas ni parecidas a las que yo escuchaba cada noche en la radio de onda corta. No me decidí a entrar de noche e su campamento. Me disuadían las lanzas clavadas en la arena al alcance de cada uno de ellos. Me volví a mi propio campamento.
Muy de mañana corrí hacía su campamento. Dormían abrazados en profundos hoyos de arena. Observé todo. No se veía herramienta alguna moderna. Me acerqué suavemente a los durmientes. Les hablé. Inútil. Respiraban acompasadamente. Tuve miedo que fuesen fantasmas. Puse temeroso, la mano en la espalda del hombre que estaba más cerca de mí. Era de carne y hueso. Le remecí. No se movió. Espantado intenté lo mismo con los otros durmientes. Huí despavorido. Me detuve lejos. Me senté en la arena desconcertado. Estaban vivos, pero no reaccionaban. En cierta manera me equivocaba. Al poco rato, ante mi asombro una pareja se incorporaba. Esperé tenso. Sentí con horror que se dirigían hacía el lugar en que yo me encontraba. Escuchaba el crujido de la arena bajo sus pies descalzos. Me mantenía inmóvil como mirando el mar. Pasaron a mi lado a pocos metros. A orilla del agua se encuclillaron indiferentes a mi presencia y defecaron. Se incorporaron e ignorándome pasaron a mi lado. No pude más, alargué la mano y tomé del brazo a la mujer. Ni siquiera me miró. El brazo retrocedía según ella seguía caminando. Resbaló de mi mano No sé lo que me ocurrió. Empavorecido huí hasta mi campamento. No sé cuando pude hacer un esfuerzo de racionalidad. ¿Por qué mantenían aquella extraña actitud conmigo? ¿Por qué fingirían ignorarme? ¿Vivían perpetuamente drogados?
Empecé a preguntarme si aquella situación permitía romper el sello del transmisor y pedir auxilio. ¿Me estaba volviendo loco y veía visiones?
Más calmado opté por continuar observándoles a la distancia. Quizá conservando mi sangre fría encontraría la extraña clave por la que no deseaban relacionarse conmigo.
Efectivamente, los extranjeros seguían inmutables su rutina, pero moviéndose más ampliamente a través de la isla y sus acantilados. Creo que se dedicaban a la recolección de los huevos de las aves marinas. Pasaron varios días. Sentí una terrible aprensión cuando observé en un momento que se dirigían indudablemente hacia mi campamento, cosa que nunca habían hecho.
Caminaban por parejas como lo hacían siempre. Despreocupados, jugando con las pequeñas olas que reventaban en la arna como lo haría cualquier turista. Yo me dirigí resueltamente hacía ellos dispuesto a atravesarme en su camino. Se acercaban. De nuevo me ignoraban, llegó a mi altura la primea pareja y me miraron. Sentí que su mirada me atravesaba como si yo fuese invisible para ellos…
Corrí desatentadamente a mi carpa. Frenéticamente rompí el sello del transmisor y pulsé el botón rojo con desesperación. Solamente entonces volví, agazapado en mi tienda, a mirarles. Ellos impertérritos volvían de su paseo. Tomé del botiquín píldoras para dormir y pronto caí en un pesado sueño. Al despertarme al amanecer creí escuchar un suave ruido de remos. Imperturbables las tres balsas, una detrás de la otra, estaban pasando frente a mi campamento rumbo del mar abierto.
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Horas después sentí el zumbido del helicóptero. Descendió en la playa. Lo tripulaban dos hombres ansiosos por saber qué me había sucedido. Incoherentemente traté varías veces relatarles todo lo sucedido en los últimos días. Me invitaron a subir con ellos. Volamos en círculos sin avistar nada.
Vuelto a tierra les llevé hasta donde habían acampado. Creí que esto les convencería. Concluyeron que nada de ello era convincente. Desesperado busqué algo que pudiera probar mi veracidad ante ellos. Medio enterrado en la arena encontré un arpón roto de factura primitiva. Se lo enseñé triunfante. Dijeron que era algo muy antiguo quizá enterrado siglos en la arena.
Finalmente me preguntaron si me volvía con ellos renunciando a mi trabajo. Les respondí que seguiría allí hasta el fin de mi contrato.
Fue una resolución difícil.
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Puntualmente, meses después, me vino a buscar el yate. Volví a la civilización. En Santiago me presente ante mis patrones y les entregué un informe lo mejor confeccionado que supe.
Cuando recibí el magro cheque que me entregaron les dije que aquello no era lo convenido. Me entregaron, entonces la factura del vuelo del helicóptero a las islas y comprendí que superaba en mucho el salario convenido.
Agaché la cabeza. Comprendía que no me ofrecerían tampoco ningún otro empleo.
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