la allegada

LA ALLEGADA


Llegó cierto día de otoño. Anochecía. En cuanto la vi supe que venía a quedarse.
Ni vieja, ni joven. Ni alta, ni baja. En ella todo parecía regular. Tan sencilla que, casi, era invisible. Llegó y entró decididamente en el cercado de la casa. Advertimos su presencia cuando el perro ladró.
No parecía una mendiga. Iba vestida con algo de una sola pieza y, ya, de color indefinido. El pelo, muy largo atado con una cinta en forma de cola de caballo. Limpia. Manos de trabajadora, duras y callosas. Su cara curtida por el sol y el viento nos pareció agradable y llena de frescura. No pidió nada. Se ofreció a ayudar en cualquier cosa.
Interrogada, resultó que venía de todas partes y de ninguna.
No la invitamos a quedarse, pero no se iba.
Estábamos indecisos y extrañados. Más aun cuando tomó una escoba y empezó a barrer la hojarasca alrededor de la casa.

Desconfiados, no teníamos generosidad para aceptarla, ni valor para despedirla. Creo que pensábamos que nuestra falta de cordialidad la desanimará y se iría. Acabamos por encerrarnos en nuestra casa, en un momento que se alejó, sin decirle una palabra. El frío, la oscuridad y la soledad la ahuyentarían. Nada más elocuente dentro de nuestra timidez de ancianos.

En la mañana la encontramos en la leñera durmiendo apaciblemente hecha un ovillo. Se desperezó. Corrió a lavarse la cara en el agua de la lluvia que recogía del techo un gran tambor oxidado. Se puso a apilar leña diligentemente y ayudarme a llevarla a la cocina. Lo hacía en una forma tan tranquila y serena que comunicaba paz. Le ofrecimos pan y café. Humilde los recibió y se fue a sentar afuera en el escalón del borde del corredor Comía sin ansia y con fruición.

Si la hablábamos, contestaba cortésmente y sin zalamerías como lo solían hacer otros “caminantes”. Intuíamos oscuramente, que no se iría aunque la despidiésemos. Tampoco deseábamos sin saber el por qué hacerlo. Optamos por decirle que nuestra escasa jubilación no nos permitiría darle un salario porque nos alcanzaba, apenas. para comprar nuestros alimentos. Se encogió de hombros como si ello no tuviera significación alguna para ella. Afirmó que el lugar le gustaba, nosotros le gustábamos y que en algo podría ayudarnos. Desenvuelta, se sacó los zapatos y descalza entró en la cocina y se puso a lavar los platos. Siempre se mantenía descalza dentro de la casa, según ella para no ensuciarla.
Tácitamente la aceptamos, curiosos para ver lo que sucedía y si todo era tan hermoso como parecía. Estábamos vigilantes temerosos y, a la vez, confiados.

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Enseguida supimos que, realmente no pedía nada. Recibía alegremente lo que se le daba.
Dijo llamarse Maria.
Podía pensarse que venía saliendo de la cárcel, de un hospital, un manicomio o un monasterio…Quizá intentaba olvidar su pasado.
Si venía de un convento, carecía de modales amanerados o pudorosos. Era impensable que procediese de una cárcel o un manicomio.
Muy pronto ganó nuestra estima. Con su buen humor, simpatía y diligencia. Así que decidimos ofrecerle una cama dentro de la casa, la que aceptó sin arrumacos, ni decir ¡gracias!

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Poco a poco tratamos de hacerla hablar de sí misma y de su pasado. Nos dimos cuenta que cometíamos un error. Decidimos que acabaríamos por colegir por su lenguaje, su comportamiento algo de sus orígenes. Fue un empeño inútil. Como todo en ella, su lenguaje no era tosco ni refinado tan indiferenciado como el resto de su persona, Ello no significaba que no tuviese una personalidad bien definida y muy suya.
Se integró muy rápidamente a nuestro ritmo de vida. Ella necesitaba un mínimo de cosas para su uso. Se contentaba con muy poco. Los primeros días nos preguntábamos como la sustentaríamos en nuestra estrechez. Pronto lo olvidamos.

Humorísticamente comentábamos que se había introducido en nuestra casa un ángel, al estilo de ciertas películas que se veían en la televisión. Era demasiado humana para ello, demasiado terrena. Aparte de ello suponíamos que los púdicos ángeles usaban ropa interior, cosa que ella no hacía.
Con el frío la fuimos regalando diversas prendas que recibía alegremente, pero que no usaba, sino las veces que lavaba su eterno y desteñido vestido de algodón.

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Fue tomando parte en la vida familiar. Opinaba brevemente o comentaba los acontecimientos. Reía en forma cristalina, con frecuencia.
Nuestra curiosidad sobre su pasado, se fue convirtiendo en respeto. Suponíamos que ocultaba algo, aunque otras ocasiones la creíamos absolutamente diáfana.
Ni siquiera conocíamos su edad. Era fácil pensar que tenía cualquiera entre cincuenta y sesenta años. Era una de esas personas que parecen haberse detenido en un momento temporal y por las que el tiempo no pasa. Ágil y flexible como una jovencita, muy fuerte, no tenía en su cuerpo un gramo de grasa. Sus músculos eran largos y fuertes, sin dejar, por ello, de ser muy femenina.
En cuanto a su procedencia étnica era evidente que se trataba de alguien que no se diferenciaba de cualquier mujer campesina de la región en que los rasgos ancestrales están muy marcados con pómulos altos y ojos ligeramente rasgados. Los pies y las manos, fuertes y pequeños muy maltratados, signo de una vida muy pobre.
Creo que no solamente nos irritaba un poco el silencio sobre su pasado, sino también el que no podíamos dominarla. Vivía junto a nosotros nos obedecía en todo. Lo hacía de tal manera que permanecía libre. Eso lo sentíamos bien. Era claro que no la atábamos, ni por el afecto, ni por la necesidad.

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En las raras ocasiones que pudimos ofrecerla algún dinero, avergonzados por lo poco, lo aceptaba naturalmente. No parecía apreciase su cantidad. Ignoramos siempre si lo gastaba, lo guardaba o lo daba.
Así pasó mucho tiempo. Su presencia era casi invisible. La considerábamos parte de nuestra familia. Dábamos por sentado que permanecería con nosotros mientras viviésemos.

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Y… un día ya no estaba. La buscamos y la esperamos. Todo fue inútil. Primero sentimos su falta, luego, un inmenso vacío. Finalmente un extraño desgarramiento. Su ausencia nos hizo valorar la riqueza de su compañía. Fue una comprobación tristemente tardía.

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