El Renegado (narración simbólica)

EL RENEGADO

La presente narración trata de un esquema de mi novela del mismo nombre. Hice esta corta narración queriéndome acomodar a un concurso de cuentos. En general responde al tema de la novela.
El protagonista es un naufrago español que llega a las costas de Centroamérica. Se trata de un descendiente del Cid Campeador, noble y rico que abandona España no por deseos de conquista ni de riqueza sino hastiado de la cultura y de la riqueza, buscando un Nuevo Mundo que en la realidad irá mucho más allá de sus deseos e ilusiones.

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¿Quién soy? ¿Quién fui? ¿Quién seré?
¿Español? ¿Indio? ¿Nadie? ¿Nada?
Mi tiempo y espacio aparecen confundidos. También mi mente y emociones. Solo tengo, ya. Sensaciones nuevas, duras, terribles.
Aventuras. Las deseé. Como todos en mi infancia.
Ahora ¡ah! Me desbordan con sus exigencias, con su realidad.

“Si no nacéis de nuevo…” ¿Cómo se podrá volver al vientre materno siendo ya viejo? Lo imposible, aquello que algunos místicos experimentaron, lo vivo yo, ahora, a diario. Día a día. Hora a hora.
¿Pude soñar alguna vez en semejante aventura?
Antes de todo esto viajé por Oriente. Conocí gentes felices e infelices. Pueblos de formas de vida muy exótica. A unos les envidé, a otros los desprecié. Muy pocas veces deseé ser uno de ellos. Además sabía que eso era imposible. ¿acaso un ser humano puede nacer e nuevo?

No recuerdo como comenzó todo, ni en que momento. Repentinamente me contagió la fiebre de mi coterráneos para viajar allende el Gran Mar buscando placeres, riquezas y gloría? ¿Huir de aquella España en su época dorada que era una bancarrot para los pobres?
Era noble y rico por estirpe y herencia. Había viajado por tierras y países desde mi infancia. No era avaro ni codicioso. ¿acaso me atajo el relente de gentes lejanas que, según contaban, vivían aun en una suerte de Paraíso. No lo sé.

Es cierto que escuché deslumbrado los relatos de aquellos que habían regresado desde las lejanas islas. Releí cuidadosamente la cartas y diarios del Almirante. Frecuenté asiduamente las tabernas de Sevilla y Cádiz, buscando marineros y soldados que habían vuelto de aquellos lejanos lugares e intentando cotejar sus dispares relatos y fábulas ingenuas. Excluyendo las exaltaciones de la imaginación adiviné los rasgos del Paraíso Perdido. Era cierto que no existía cabalmente, pero que en aquel mundo lejano quedaban hermosas reliquias del mismo. Allá existían seres humanos desnudos, armoniosos inmersos en bosques espesos conviviendo como amigos con animales confiados. Mares bullentes de vida, habitados por fabulosas sirenas capaces de juguetear con dichosos humanos. Lagos, ríos interminables, montañas altísimas, todo ello jamás hollado por pie humano. Flores espléndidas y por nosotros desconocidas, que penden como guirlandas de árboles de frutas deliciosas sumergidos en intricadas selvas.
Sabía ciertamente que leyenda, realidad y sueño se entretejían en estos relatos, pero a pesar de ello yo entrevía el viejo Paraíso.

Pensé, imaginé y soñé en todo aquello que me contaban. ¿Qué me importaba a mí, por el resto, si existían allí las piedras preciosas y el oro? O ¿si aquellas tierras eran la India o un nuevo continente?

Si, me dije a mi mismo, partiré. Será mi propia y loca aventura descubrir si existe aun en alguna parte el Paraíso.

Tomada la decisión, el viaje a las tierras ignotas se hizo como la Dama de mis amores. El viejo mundo, revestido de artificio y mentira, defalca y elegante cortesanía lo sentí muerto para mí. Ya eran polvo y nada, mis riquezas y señoríos y mi rancio linaje de treinta generaciones descendientes del Cid.
Ordené mis asuntos como aquellos que se preparan a morir. Hice testamento, nombre albaceas de mis bienes. Repartí títulos nobiliarios y riquezas.
Mis familiares, mis servidores, mis amantes, lloraban tratando de disuadirme. Ignoraban mis ansias profundas.
Me decían:
¿Por qué deseas ir a tan lejanas e ignotas tierras? Si buscas honores aquí mismos en la corte los obtendrías. Más riquezas, feudos… ¿acaso no te llaman Álvaro Díaz del Vivar el Afortunado?

Todo les resultó inútil, yo seguía mi oscura estrella. Existía dentro de mí algo indomable que me dictaba normas y disposiciones que causaban congoja a mis deudos y servidores y a mí gozo. Había decidido desprenderme de todo aquello que no fuese lo esencial a mis ojos.
Reservé mis mejores armas. Invertí en abundantes batimentos para el largo viaje. Ropas desprovistas de lujo. Una bien provista bolsa con piedras preciosa que pesarían poco y valdrían mucho en caso de necesidad.

Cádiz. La nao. Ultimas despedidas. Abrazos y más abrazos. En la nave, el capitán debido a mi linaje, me invitó al castillo de popa. No lo acepté. Comprendí que este honor particular produciría malestar en mis compañeros de viaje, pues yo viajaba sin cargo oficial alguno. Preferí una buena hamaca colgada en el entrepuente de los cañones que el gran camarote de los hijodalgos.

Buen viento e popa. Se enarboló enseguida todo el trapo y salimos gallardamente del abrigado puerto. Todos, con el corazón apretado celebraban el buen andar del barco Mi larga experiencia marinera, me decía que muy pronto cambiarían los rostros cuando enfrentásemos las largas olas de un mar, por lo demás, en calma. Aquel tripudo barco me parecía muy poco marinero y pensaba con nostalgia en las carracas y afiladas galeras del Mediterráneo en que tanto había navegado.
Horizonte y mar. Bordemos con buen tiempo y mar rizada las costas de África. El gran pico montañoso de Tenerife sería el último retazo de tierra que veríamos.
Enfrentamos, por primera vez el Mare Incognitum. Inmenso, amenazador. Olas altas como la arboladura, aunque, todavía suaves. Impulsados por el viento constante cabalgábamos, subiendo las para luego, vertiginosamente, descender, como si la depresión nos quisiera tragar.
Mis compañeros de viaje, todos procedentes de tierra adentro, se marean inmediatamente, vomitando entre bascas mortales. Yacen sobre cubierta, al pie de las amuras como sacos dolientes y lacios. Sin intentarlo , es la primera discriminación entre ellos y yo. Mi experiencia marinera me permite disfrutar del viaje. Converso con el capitán y los viejos lobos de mar que ríen de nuestros pasajeros. Más tarde, como ellos, cosa de matar el tiempo trenzo cordeles o tallo en madera barcos y peces con mi pequeña y afilada daga damascena. Acepto disfrutar en la mesa del capitán los alimentos aun frescos, mientras los otros arrojan miserablemente al mar sus entrañas dolientes. Siento que me odian por eso..

Ya han pasado varías semanas de navegación. Mis compañeros de viaje me observan torvamente. Mal repuestos del mal de la navegación, juegan interminables partidas de dados naipes entre juramentos, maldiciones y mutuos desafíos. Apuestan lo que tienen y lo que no tienen. A veces se inventan ascendencias linajudas que nunca tuvieron. Sé que envidian mi firme estómago, que no me aburra como ellos, ni que invente fanfarronadas de duelos o hechos heroicos con moros o cristianos.

Tempestad. Las las aparecen altas como catedrales y nos golpean barriendo la cubierta. Se ha amarado cuanto pudiera ser arrastrado.
Los pasajeros deben permanecer en el entrepuente. Navegamos con todas las velas rizadas y solamente con el juanete de proa. El barco es un pobre cascarón que cruje y es batido como una botlla por las olas. Una cureña rompió sus amarras y golpea, con su pesado cañón los mamparos. El capitán se desespera. Los contramaestres, por medio de sus agudos pitos, silban órdenes incoherentes a marineros y gavieros. Vemos con horror, a veces, como un gaviero es arrancado de una cruceta o de las jarcias por un golpe de viento o por un motón que le golpea. El hombre cae, desaparece en la espuma furiosa que nos rodea. El barco falto de brazos para la maniobra presenta la proa a las olas. Se muy bien que una ola de costado será el final del viaje.
Comprendo que mi ayuda es necesaria para la salvación de todos. Me arranco jubón y calzas. Todo. Desnudo como los otros, enfrentando el viento y el reventazón de las olas, trepo por los obenques con manos y pies con mi fiel daga entre los dientes. Desesperadamente con los escasos gavieros que quedan, corto cordajes, arrio pingajos de vela. El agua y el viento me azotan el cuerpo despiadadamente. Pasan las horas en una lucha desigual y bárbara.

Maltrechos, desarbolados y en mal estado, nos toma una burlona calma chicha. Hay tiempo para cerrar las vias de agua y reparar algo la arboladura y las velas que quedan. Los ayer espantados pasajeros se aburren. Buscan en la maledicencia ocultar o disimular su cobardía pasada y los terrores venideros. Sé muy bien lo que murmuran acerca mío:
¿Cómo uno de tal linaje pudo trepar desnudo como cualquier infeliz marinero? ¡Infamia y deshonra para cualquiera que se precie de hijodalgo. Risas ocultas, medias palabras. A nadie se le oculta que sería una gran distracción un duelo por honor. No temo un desafío más en mi vida. Desprecio batirme por nada y mandar al infierno a uno de esos pobres bravucones que no usó su espada sino para amedrentar en su pueblo algún pobre diablo.
El segundo temporal, el definitivo me evita tomar una decisión apresurada. Esta vez la borrasca no se anuncia. Se desencadena en instantes. El capitán que se hace amarrar junto al timonel me dice:
Álvaro creo que estamos perdidos. Siento que estamos cerca ya de tierra y que el temporal nos arrastra hacía ella. Nos haremos pedazos muy pronto. ¡Encomendémonos a Dios!
Las caras de los viejos marineros expresan lo mismo. Lucho, como ellos, por arrojar al mar cuanta carga podemos. Estamos llenos de una desesperación fatalista.
De repente, como por milagro, entramos en una calma. Uno de los viejos dice:
¡Reza! ¡Estamos dentro del ojo del huracán! No entiendo lo que quiere decir con esa frase. Entonces añade:
¡ Lo peor vendrá muy pronto! ¡No tenemos salvación! ¡Derribemos el resto del velamen!
Me encaramo al palo mayor para derribar la última cruceta. Arréciale vendaval. Desesperado arrojo el hacha para tomarme con las dos manos a las vergas. Apenas consigo mantenerme sujeto. Un estallido. Caigo. Me sumerjo pataleando entre maderos y cordajes.. Refloto. Lucho a ciegas, ahogado, golpeado. Me agarro furiosamente a un gran palo y soy impulsado con él en un baile atroz. Grandes rompientes delante de mí. ¿Escolera o playa? Cierro los ojos
¡Tierra a la vista! Pienso en una increíble y lúcida ironía. Lucho hasta que todo…

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¿Será el anochecer o el alba?
No sé. No comprendo nada en un embotamiento total de un despertar atroz. No comprendo nada. Trato de reunir mis dolorosas sensaciones que me escapan. Braceo en un sopor constelado de agudos dolores que me envía cada parte de mi cuerpo. Lentamente voy recobrando algo de lucidez.
Yazgo en la arena enredado en un marasmo de maderos y cordeles. Trato de mover mis miembros. Despertar mi memoria. Recordar donde estoy y quien soy. Lo intento repetidamente. Mis recuerdos apenas llegan al momento que ahogado ruedo en la línea de rompientes. Trato de sentarme. Hacer un inventario de las condiciones en que se encuentra mi cuerpo. Desnudo, veo sobre él un tapiz de moretones, sangrantes cortaduras, carne desgarrada y tumefacta.
Súbitamente me aparece la visión con toda nitidez del cuerpo brutalmente azotado públicamente en la plaza de Madrid de la infeliz monja condenada como “cortesana del diablo”. Recuerdo espantoso de mi niñez. La mujer, una masa sanguinolenta, pende de la picota con el cuerpo desgarrado, por loscuatrocientoslatigazos.


El sol calienta con fuerza y siente su mordida sobre mi cuerpo lastimado. Sin duda, han pasado ya muchas horas desde que comencé a despertar de mi desmayo.
Vagamente comprndo que debo vivir. Me incorporo lentamente, gimiendo de dolor. Miro. Ahora el mar está calmo. Pequeñas olas mueren en la playa cubierta de desechos del naufragio. Me asalta el deseo de trata de saber si, como yo, ha sobrevivido alguno de mis compañeros. Tomo un pedazo de tabla que me sirva de apoyo y bastón. Me muevo tambaleante entre aquel basural. Me cuesta enfocar los objetos cegado por el sol de fuego. La arena quema mis pies como si caminara sobre un fierro caliente. Me lastimo con clavosy herrajes medio enterrados. Busco. Nada. Solo restos despedazados del barco.
Me siento enloquecer por el sol, mis heridas, la desamparada soledad. Tengo una se insoportable. Ante todo tengo que buscar agua dulce. Renqueo penosamente hacía el límite de las altas mareas. Casi enseguida se levanta una selva tupida que adivino inmensa. Pienso con ansia en agua, frutas, algún riachuelo donde beber y lavar mis heridas. Comprendo que las fuerzas me abandonan. Caigo. Me arrastro. Consigo llegar cerca de la sombra de los árboles. Con un esfuerzo inmenso me siento, abrazo mis rodillas y reposo sobre ellas mi cara tumefacta. Ignoro el tiempo que permanezco así. Espero la muerte. Estoy lúcido. He llegado al límite de mis fuerzas y de toda esperanza.








Repentinamente tengo la sensación de una presencia cerca mio. Mis sentidos no han percibido nada, pero la intuición es muy fuerte. Lenta y penosamente levanto la cabeza. Miro indiferente, luego incrédulo. A pocos metros, rodeándome en círculo hay un grupo de seres humanos. Trato de enfocar mi vista. Me cuesta aceptar su realidad. Me miran y les miro. Estatuas desnudas de piel dorada. Empuñan como lanzas largos palos aguzados que deben ser sus lanzas. Sus largas cabelleras les cubren las espaldas cortadas por delante como cerquillos de monje. Enseguida, con asombro admito que todas son mujeres. Delirante hablo rápida y atolondradamente, acompañado todo con una mímica queriendo demostrar mi desesperada sed. Me contemplan inmóviles, sin mostrar ningún sentimiento de hostilidad o simpatía. Agotado me sosiego. Sé que no me comprenden. Aquella situación me parece sin solución.
Una de las mujeres, repentinamente se adelanta. Las otras avanzan sus lanzas de puntas como agujas. Sé, por experiencia que un movimiento mío y se hundirán instaneamente en mi cuerpo. La guerrera descuelga de su hombro un extraño recipiente y lo coloca tocando mis pies. Retrocede sin volverme la espalda. Ansioso me apodero lentamente de él. Es como una calabaza y siento que contiene algún líquido. Bebo ansiosamente por el pequeño gollete. Es un líquido dulzón y reconfortante. Respiro. Bebo de nuevo. De
posito el recipiente delante de mí.
Trato de indicarles que también tengo hambre. Una de ellas me hace un gesto con la mano como indicando que la comida está por todas partes. Insisto. Impaciente, ella, sin moverse, excava con su pie en la arena, se agacha, recoge algo y me lo arroja. Es algún tipo de molusco grande, parecido a las almejas de España, pero con una sola valva. Lo tomo desconcertado. Cuando levanto la
vista de nuevo las veo como silenciosamente se han alejado con paso elástico en fila una tras otra. Grito desesperado que me esperen. Hago gestos desordenados. Ninguna vuelve la cabeza.

Extraigo el molusco. Trato de comerlo. Es correoso e insípido. Escarbo en la arena a mi alrededor sin encontrar ningún otro. Comprendo inmediatamente que sin la ayuda de ellas pereceré en aquella inmensa playa. Las veo a lo lejos, como una fila de pequeñas hormigas. Ssus huellas están clara en la arna. Trabajosamente, titubeante me pongo a seguirlas rogando a Dios que no se internen en la selva antes que las alcance.
Muy tarde, caída la noche, en el límite de mis fuerzas, alcanzo el lugar en que han acampado. Están acurrucadas en hoyos en la arena alrededor de una fogata. La cantilena me detiene con la punta de su lanza riéndome levemente el vientre. Sé que no dudará en clavármela toda si advierte en mí la más leve resistencia. Retrocedo y me dejo caer en la arena. La guerrera profiere un extraño aullido. Instantáneamente las dormidas se levantan empuñando sus lanzas y amputándome como si fuese un animal extraño y peligroso. Gimo como un perro angustiado. Una retrocede y luego viene trayéndome pescado asado y agua. Como bajo sus vigilantes miradas. Cavo un hoyo en la arena y me enrrollo en él. Sólo entonces vuelven a sus lugares y quedo bajo la atenta mirada de la vigilante que permanece sobre una pierna apoyando la otra sobre su rodilla en ángulo recto y apoyada en su lanza. Extraña postura probablemente para no dormirse.
A pesar de mis dolores y cansancio me duermo enseguida. Despierto cuando el so está ya alto. A mi alrededor ya no hay nadie.
Las guerreras han desaparecido. Me acerco al fuego casi apagado. Escarbo a su alrededor y encuentro numerosos y diversos mariscos cocidos bajo las cenizas que devoro ávidamente. Están deliciosos, a pesar de no tener sal. Una vez satisfecho, con enorme esfuerzo me pongo a seguir de nuevo la línea de huellas que se pierden en la lejanía monótona de aquella playa sin límites. Sé que esa es mi única esperanza, aunque temo que mis heridas se pudran antes que alguien me socorra.
Al rato siento los efectos del sol abrasador en mi cuerpo mal herido. Lo más terrible es esa arena incandescente que quema mis plantas desolladas. Estoy afiebrado, camino como durmiendo. Una sola idea me sostiene, no perder las huellas.
Lo mismo se repite dos veces. Las alcanzo. La centinela me detiene. Me proporcionan alimento. Duermo. Renqueante, al día siguiente, cada vez más enfermo y débil, las sigo? Ellas se apiadan? Sus jornadas se acortan. A pesar de ello sé que caeré para no levantarme más. Debo ponerme en marcha cuando ellas lo hacen. Antes del alba se van incorporando. Avivan su hoguera. Luego se dirigen al mar. Nadan. Se zambullen. Parecen toninas juguetonas. Vuelven con las manos y brazos cargados de mariscos que van enterrando alrededor de la hoguera. Comen golosas. Cuando emprenden la marcha me incorporo y trato de seguirlas a corta distancia. Me hacen signos que no lo haga. No las hago caso. Se vuelven amenazadoras. Me arrojan piedras para que retroceda. Como no las obedezco afinan la puntería y me golpean dolorosamente. Persisto. Una de ellas avanza hacía mí y coloca la punta de su lanza sobre mi cuerpo. La quito con la mano. Hace un ligero movimiento con su muñeca y la aguda lanza me hace un corte como de cuchillo desde el ombligo a la tetilla izquierda. Incrédulo miro el profundo corte que angra profusamente. El rechazo emocional es más fuerte que el dolor…

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Me despierto de mi desmayo mientras ellas me están lavando en un pequeño arroyo del cercano bosque. Lo hacen con cuidado. Luego una cierra con los dedos cuidadosamente los bordes de mi herida, mientras otra hace que unas enormes hormigas negras los muerdan con sus tenacillas. Luego las decapita con un golpe de uña. Con asombro veo que es un método más rápido que el cosido de los cirujanos. Ellas aparecen eficientes, serias y distantes. Ente los árboles distingo la asoleada playa. El lugar es fresco y umbroso.

Acamparon en aquel lugar durante varios días, probablemente para que yo me repusiera.
Cazaban en el bosque, Pescaban en la playa y gozaban comiendo abundantemente. Pronto empezaron a traer gran cantidad de hojas muy grandes, de las que sacaban largas fibras que tejían en cordeles. Cuando tuvieron una cantidad apreciable empezaron a hacer una red.
Impedido de de comunicarme pasaba tendido observando curiosamente sus quehaceres. Al cuarto día me envolvieron en la red. Atravesaron dos palos y dos de ellas me cargaron. Iba balanceándome como en la hamaca de los barcos. Era cómodo y ellas no parecían fatigadas por la carga En un momento dado dejaron la playa y se internaron en la jungla por un sendero estrecho pero bien marcado y libre de ramas bajas. Siempre en fila de a una. Alertas. Mis porteadoras iban precedidas por varias guerreras y el resto nos seguía. Caminaban incansablemente en largas jornadas. Se las indicaba por señas que deseaba caminar, me señalaban mi herida. Se detenían temprano y se desperdigaban para cazar o recolectar frutas. Esto es lo que señalaba el campamento y descanso.

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Un grito gutural, varias veces repetido alertó, días más tarde a los centinelas de la aldea que nos acercábamos. Pronto nos cercaron los primeros varones del clan que yo conocería. Mocetones fornidos con brazos y piernas de músculos duro, brillantes sus cuerpos de aceite y pinturas. Con el pelo cortado completamente como los frailes españoles. Sin otro vestido que ceñidores de bejuco en piernas y brazos. Armados de lanzas, enormes arcos y poderosas mazas.
Avanzamos aun varias leguas acompañados por ellos antes de llegar a la gran aldea. Bruscamente terminó el bosque y desembocamos en una pequeña meseta herbosa al pie de de un monte. Frente a nosotros aparecían bien alineadas en semicírculo una veintena de inmensas cabañas hechas de pasto. Parecían grandes embarcaciones dadas vuelta boca abajo. Cada una de ellas tenía solamente una pequeña puerta o entrada.





La aldea parecía como desierta. Nadie salió a nuestro encuentro. Siempre dentro de mi red, me introdujeron mis portadoras por una de las bajas entradas y la colgaron por los extremos en dos de los pilars que sostenían el techo. Entonces, cuando se me acostumbró la vista a la penumbra, advertí que colgaba numerosas redes como la mia a diversas alturas unas ocupadas y otras no. Sólo entonces comprendí que estas redes eran sus camas ordinarias y sus asientos, porque en la choza no había ninguna cosa que recordase un mueble a nuestro estilo.


Pasaron los días. Pacientemente, con la ayuda de todo el poblado, sobre todo los niños, fui aprendiendo palabras, frases y finalmente a comprender y hacerme entender. Mi cuerpo se reconstituía, mis heridas cicratizaban bien. Me dejaban descansar. Descansaba, comía, defecaba. Observaba su forma de vida, sus costumbres, todas nuevas para mí. Empecé a saber que los ancianos, los guerreros, las madres y las amazonas discutía asiduamente en sus reuniones vespertinas sobre mí y mi destino.
¿El extranjero sería devuelto de nuevo a la playa donde fue encontrado?
¿Debería ser adoptado por la tribu y uno de sus clanes?
Cuando en una decisión unánime y final (así eran todas las decisiones importantes que se tomaban, por unanimidad) decidieron sobre mi suerte y me la comunicaron, me sentí tan honrado como cuando en España se recibe un feudo de parte del rey. Sería adoptado por la tribu. Por primera vez muchos rostros hasta entonces inexpresivos u hostiles, me sonrieron. Supe que la decisión se tomó porque el clan del shamán me aceptaba como uno de sus miembros tomando sobre sí el trabajo de instruirme de forma que fuese cabalmente un miembro más de la tribu. esto era considerarme como unote sus adolescentes que deben ser instruidos y probados en todos los conocimientos y deberes de su vida adulta. El problema era que yo no era adolescente, ni indio.
Consciente de todas las dificultades acepté, agradecido el desafío. Significaba, sin ambigüedades que debía olvidar todo lo que había sido y renacer de nuevo como unote ellos.


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¡Volver a nacer! Mi padre será el shamán. Madre y hermanos el resto del clan. Yo que me consideraba un hombre adulto, advierto de golpe que en m nuevo mundo no conozco ni lo más elemental par sobrevivir y relacionarme con los otros y con el mundo en que me encuentro. Ya algo de ello lo descubrí en la playa puesto que sin la ayuda de las guerreras habría muerto rápidamente.
¡aprender, por ejemplo, a caminar con soltura y fluidez completamente desnudo y descalzo en un bosque lleno de ramas espinosas, sin lastimarme y, aun, con agrado!
Construir con solamente mis manos, una piedra ocasional y mi ingenio, utensilios y armas. Trepar a árboles de altura vertiginosa para colocar sencillas y efectivas trampas o despojar a zumbantes abejas de su miel…
Sin embargo, me enseñaban que todo aquello no era lo principal y carecía de importancia, si uno no se incorporaba la raíz vital que era
La conciencia de estar integrado en el concierto universal del mundo que me envolvía aceptándolo con humildad.

Oír sin utilizar los oídos.
Ver sin usa los sentidos.. me parecía al principio, sobrenatural e imposible. Vivir sin protección de algo exterior a mí, ropas, calzado, armaduras y que yo mismo debía ser mi protección al integrarme sabiamente al mundo que me rodeaba, era algo que me parecía imposible y, sin embargo iba aprendiendo su sorprendente eficacia.
Conocer todas las plantas, saberlas distinguir. Aprender aquellas que me dañaban y las otras que me beneficiaban o servían para mi curación.
Los animales y sus hábitos. Respetándoles y haciéndome respetar por ellos. No desafiándoles innecesariamente y disculpándome ante ellos cuando debía utilizarlos en beneficio de mi clan o mio.
Todo lo que digo y más significaba, para mis hermanos de tribu, adorar al Creador, cosa que también se hacía a través de los antepasados y los espíritus invisibles que nos rodeaban y habitaban cuanto estaba a nuestro alrededor.

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Pronto me di cuenta, a través d e mi aprendizaje, que aquí el tiempo no contaba, no existía y no intervenía en nada de lo que realizáramos. Semanas, meses, años se contaban indefinidamente como muchas lunas. Por eso el clan y la tribu observaban mis progresos sin criticar mis fracasos. Creo que el haberme aceptado significaba un desafío, tanto para mí como para ellos.
Llegó el Día que el Consejo de la tribu estimó que yo podía ser “iniciado” como guerrero. Esto equivalía entre ellos a mi mayoría de edad.
Dormía apaciblemente en mi hamaca en una terrible noche de huracán. Me sentí tomado, atado y sumergido en la tormenta desencadenada. En la mayor oscuridad fui abandonado en la espesura muchas horas más tarde. Completamente desnudo como cuando nací. Sin embargo ahora sabía que todo lo podría crear con mis manos porque durante largo tiempo se me había instruido como hacerlo. Tenía que volver a mi clan y tribu vivo y con todos los implementos del cazador- guerrero, bien alimentado, con mi cuerpo pintado y todas mis armas…
Ciertamente que lo conseguí.
Participé en innumerables ceremonias. Fui drásticamente depilado en todo mi cuerpo. Me horadaron las orejas y recibí el honor de llevar atravesados dos gruesos palitos en ellas, símbolo distintivo de mi tribu. Me ciñeron los apretados adornos de piernas tobilleras y antebrazos. Canté todas las tardes a la puesta del sol en la ronda que los guerreros jóvenes hacían todos los días a la aldea.
Me entregaron como especialísimo honor a una amazona virgen, entrenada en todas las artes de la guerra con la que solamente podrá engendrar un hijo. Para que mi descendencia fuese numerosa su hermana sería mi segunda esposa.
Así, catorce años después de mi naufragio llegué a capitán, cacique cargo solamente valedero para casos de guerra o caza en que la tribu necesita un mando único. El resto del tiempo no era sino un miembro común de mi clan.
Hijo adoptivo de un Pueblo del Nuevo Mundo llegué a pensar que efectivamente aquella vida podía, con todas sus imperfecciones, ser un resto del Paraíso que yo había anhelado. Ciertamente no era un mundo perfecto, pero era hermoso.

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Veloces guerreros, emisarios de tribus vecinas, empezaron a avisarnos que seres desconocidos y monstruosos se avistaban con cierta frecuencia en las dilatadas orillas del mar. Llegaba en inmensas canoas y se apoderaban de las tierras de caza y pesca de los pueblos ribereños matando con extraños truenos a cuantos se les oponían. Esos seres, decía tienen caras peludas como los monos y hay algunos, muy grandes que tiene muchas patas. Sus lanzas lanzan humo y fuego. Su cuerpo está cubierto de brillantes escamas, duras como las de los caimanes, que no atraviesan las flechas.
En estos relatos, algunas de las gentes de mi clan me dirigian miradas maliciosas. Yo había aprendido de ellos a no expresar en mi rostro ningún tipo de emoción ‘Quien de aquellos misarios podía sospechar que mi cuerpo desnudo, pintado y, ahora quemado por mil intemperies, podría asemejarse a la de aquellos monstruos barbados?
Más tarde mis hermanos me preguntaban con aprensión:
· ¿Esos seres extraños tú los conoces? ¿De donde vienen? ¿Qué buscar’
¿Cómo poder explicar a las gentes de mi tribu la especie de seres humanos que estaban llegando como invasores definitivos? Su ansia de oro y conquista. El comercio, la esclavitud o el poder del duro y cortante acero.
Solamente les digo que hay que vigilar las costas y nuestros territorios de caza. Aniquilarlos antes que desembarquen en forma definitiva Luchar con ellos pues no son invencibles. Si nos vencen huir hacía el sur según la tradición ancestral que nos dejaron nuestros padres, cuando una tribu más poderosa y más fuerte nos vencía. ¡SIEMPRE HACÍA EL SUR!

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Moriré muy pronto. Cuando llegó el momento de luchar no dude un instante sobre quien era el agresor y quienes los agredidos. Mee reí con más conocimiento que el de mis hermanos de tribu de los pretendidos derechos del rey de España sobre estos territorios y estos pueblos que ni siquiera conoce. Teníamos que defender nuestros hermanos, esposas e hijos. Conocía sus armas y poder, su experiencia en muchas guerras. Solamente un milagro haría que los hiciésemos retroceder y eso será, igualmente, por poco tiempo.

Ignoraba que ELLOS supiesen de mi existencia, menos que era ya un indio. Solamente, cuando en lo más recio del combate, escuché la voz estentórea de su capitán gritando:
· ¡Cien doblones por la cabeza de Álvaro el Renegado!
Supe del odio que me dedicaban mis otros hermanos. Desde l primer momento de nuestra lucha comprendí que nuestros cuerpos desnudos, nuestras armas de palo y cañas no podrían con un puñado de españoles forrados de cuero y acero. Nosotros muralla de carne solamente opondríamos coraje y valentía. Así fue



Cuando caí herido de muerte., solamente una carga suicida de nuestras maravillosas amazonas dirigidas por mi pareja evitaron que cayese en manos de los españoles y que mi cabeza, ahora clavada en una pica, fuera exhibida como trofeo para escarmiento de los vencidos. Como tigresas enfurecidas saltaban sobre los jinetes abrazándose a ellos e ignorando tajos y lanzadas. Golpeaban, mordían y derribaban…

Agonizante, en el borde del campo de batalla balbuceo como testamento:

SOBREVIVAN, HUYAN, AUNQUE PIERDAN MIL BATALLAS








































































































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